Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. El sabio refranero español también resulta de aplicación a las relaciones de los ciudadanos con las Administraciones Públicas. El artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, nos enseña que la Administración debe respetar en su actuación los principios de buena fe y confianza legítima. Los Juzgados y Tribunales de lo Contencioso-Administrativo están llenos de pleitos en los que esos dos principios están en paradero desconocido. Pero veamos qué resultados da esa búsqueda en materia de procesos selectivos de acceso a la función pública.

 

Lo primero que se encuentra un opositor cuando impugna cualquier acto administrativo dictado en el desarrollo de un procedimiento selectivo en el que se juega tanto es una suerte de sacro santidad de las bases de la convocatoria.

 

Muchas de las pretensiones impugnatorias de quien discrepa radicalmente con la valoración que de sus capacidades o méritos ha hecho un órgano de selección mueren en el choque con el férreo escudo de las bases como ley del concurso-oposición. Pero las bases no son ley, no son reglamento, no son disposiciones administrativas de carácter general sino actos administrativos plúrimos o de alcance general, sometidos, como todo acto, al principio de legalidad. Una cosa es que, en feliz metáfora del Tribunal Supremo, considerarlas ley del procedimiento selectivo ayude a explicar su vocación normadora y otra bien distinta que en el ejercicio de esa vocación puedan ponerse el mundo (o, más bien, la norma) por montera.

 

No son pocas las Administraciones que, fotografiadas por el radar del opositor que detecta que se les están aplicando criterios valorativos no previstos en la norma, se refugian en la cueva de las bases y su condición de ley. Por ejemplo, si un determinado reglamento de ingreso en un cuerpo funcionarial establece que la fase de prácticas se ha de valorar conforme a las capacidades didácticas para la docencia del aspirante seleccionado, no tardará el órgano de selección de turno en aplicar otros criterios (la capacidad organizativa o de integración del docente en la comunidad educativa) para modelar la elección de quienes serán nombrados funcionarios de carrera a su gusto. Y cuando el excluido se rebele contra la injusticia y, lo que es más grave, la ilegalidad le opondrá que las bases decían algo más de lo que establece la norma, a la que completan con inocencia cuasi angelical.

 

            Nada sería del anterior argumento si las bases no se vieran protegidas por el utilizadísimo argumento de que si no se impugnan en plazo se consienten y devienen inimpugnables. Afortunadamente, un número creciente de valientes Magistrados de la Sala Tercera del Tribunal Supremo se han rebelado contra esa inmunidad de las bases. Y no solo ellos sino también el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Las bases que, insistimos, son actos administrativos, no pueden convertirse en impenetrables leyes protegidas frente a cualquier ataque del opositor defraudado en sus expectativas por una actuación discutible del tribunal calificador. Y así tenemos que frente a esa pérdida de la buena fe por parte de la Administración actuante se alzan los pronunciamientos judiciales que permiten, no impugnar indirectamente las bases -no es esa la figura jurídica-, sino atacar el acto viciado sobre la base de considerar que aquéllas incluían previsiones nulas de pleno derecho.

 

 

 

            Otra de las penitencias que sufren los opositores es la de la opacidad de los tribunales de selección a la hora de ofrecer la motivación de sus calificaciones desfavorables. Poco le importa a esos órganos calificadores que la jurisprudencia sea clara y determinante a la hora de exigirles que den razón precisa de sus valoraciones negativas de quienes quedan excluidos o resultan perjudicados en un proceso selectivo. Muchos de esos tribunales de oposición acuden a un argumento difícilmente sostenible como es el de que las bases no les obligan a motivar sus calificaciones. De ese modo, el opositor se adentra en un laberinto diabólico porque para conocer las razones de su suspenso deberá acudir a ciegas a un recurso de alzada ante el superior jerárquico. Superior que, en no pocas ocasiones, juega a desesperarle no resolviendo en plazo el recurso y haciendo así que se consoliden los resultados finales del proceso selectivo. El penitente opositor no tendrá más remedio que acudir, nuevamente con una venda en los ojos, a la jurisdicción contencioso-administrativa para intentar combatir los argumentos del tribunal calificador una vez tenga acceso al expediente administrativo. El efecto final será que la primera ocasión en la que podrá argumentar sólidamente en contra de su calificación será en la demanda contencioso-administrativa. La aplicación estricta de las normas que rigen el proceso entre las que, le guste o no a las Administraciones Públicas, está el artículo 35 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, debiera haberle posibilitado tal defensa plena por lo menos en el recurso de alzada e incluso antes si, como es habitual, se prevé en las bases un trámite de alegaciones a las calificaciones provisionales.

 

            En tercer lugar nos encontramos con una vetusta amiga de los tribunales de oposición: la discrecionalidad técnica. Esforzados Magistrados y muchos administrativistas no sentimos el desaliento a la hora de insistir una y otra vez en que lo arbitrario no es discrecional. Lo arbitrario es erróneo, inmotivado e ilegal. Y sí, un tribunal de oposición, asesorado o no por técnicos en la materia objeto de valoración, puede equivocarse en su juicio técnico e incurrir en arbitrariedad. No hay ningún dogma de la infalibilidad de los órganos de selección. Son humanos y se equivocan. Ese error puede y debe ser corregido por la propia Administración en vía de alzada y, por supuesto, por los Juzgados y Tribunales del orden jurisdicción contencioso-administrativo. Habrá todavía que convencer de ello a algunos Magistrados bastante escépticos que pese a sospechar una actuación no demasiado recta del tribunal de oposición se parapetan en argumentos tales como no haber asistido presencialmente al desarrollo de una prueba técnica (por ejemplo, el manejo de camión en una oposición para acceso a un cuerpo de bomberos) o que en materia de contabilidad pública todo es opinable y, por lo tanto, no hay una única solución correcta.

 

            También constituye origen de frecuentes dolores de cabeza para los opositores el enfrentarse a pruebas selectivas de contenido muy subjetivo como una entrevista personal o la lectura de un ejercicio previamente redactado que no quedan registradas en ningún soporte audio o audiovisual sino que son calificados conforme a las impresiones que los miembros del tribunal reflejan (y no siempre en el momento) en el acta correspondiente. Cuando el opositor quiera discutir su calificación se encontrará con que no tiene manera legal de acreditar cómo realizó su ejercicio. Las grabaciones realizadas por él o por terceros sin el consentimiento del tribunal serán reputadas prueba ilícita y la controversia jurídica se resolverá, normalmente en contra del impugnante, en un desigual “es mi palabra contra la del tribunal de oposición” cuya valoración no podrá ser eficazmente discutida.

 

Podríamos continuar con la enumeración de situaciones kafkianas a las que ha de enfrentarse el sufrido opositor pero basten las expuestas para ilustrar al lector sobre los riesgos evidentes que tiene todo proceso selectivo configurado o diseñado al margen de la transparencia, la buena fe o la confianza legítima en una recta actuación de la Administración.

 

            No podemos sostener ni mucho menos que todo proceso selectivo esté viciado desde el origen. Afortunadamente el panorama de las oposiciones en España ha mejorado mucho con el paso del tiempo gracias, sobre todo, a sentencias claras, valientes y muy razonadas del Tribunal Supremo. Pero esos avances encuentran indeseables retrocesos en dos frentes. Uno, el de las Administraciones que, deliberadamente o no, no ponen todos los medios de que disponen para que la valoración de los aspirantes a un puesto en la función pública se haga con la máxima objetividad posible y, sobre todo, con luz y taquígrafos de modo tal que sus decisiones puedan ser eficazmente revisadas por un Juez o Tribunal independiente. Otro, el de los Juzgados y Tribunales que beneficiándose de algunos defectos en la regulación del cada vez menos nuevo régimen casacional contencioso-administrativo mantienen posturas contrarias a la jurisprudencia del Tribunal Supremo, sin enfrentarse, claro está, abiertamente a él, perpetuando así la fatal tradición de que en una oposición el tribunal de calificación es soberano.

 

            La buena fe de la Administración y la confianza legítima en su actuación reglada, razonable y ajustada a la legalidad no son principios decorativos de la legislación administrativa como si se tratase de principios rectores de la política social y económica, por emplear un símil constitucional. Son principios exigibles de manera efectiva e inmediata. Los administrativistas estamos desde hace muchos años en esa lucha. El respaldo de los Tribunales podría ser más decidido sin padecer el miedo escénico, presupuestario u organizativo a las consecuencias que puede tener declarar inválido todo un proceso selectivo. El interés público no está solo en tener una Administración ágil y eficiente sino también en que el acceso a ella se produzca de una manera transparente y justificada que no disuada a candidatos muy cualificados para mejorarla de invertir su esfuerzo, ilusiones, tiempo y dinero en una aventura con más incertidumbres que las necesariamente inherentes a todo proceso de demostración de capacidades.

 

La buena fe y la confianza legítima existen pero tanto el legislador como las Administraciones Públicas pueden evitar activamente que encontrarlas convierta al ciudadano y a quienes lo defendemos en Indiana Jones tras el rastro de un arca perdida.

Una de las amables sugerencias que solemos recibir los abogados cuando nos visitan clientes soliviantados por la sinvergonzonería de un tercero es la de denunciarle administrativamente cuanto antes. Piensan que de ese modo presionarán al objeto de su ira de modo tal que cumplirá con sus obligaciones cuasi voluntariamente y les ahorrará el coste y la incertidumbre de un proceso judicial.  Es difícil señalar el ejemplo más frecuente. Entre la denuncia al propietario que no depositó una fianza arrendaticia en la Administración competente y el chivatazo a Hacienda para que investigue acreditados desfalcos tributarios de quien dejó de ser amigo hay un amplio abanico de acciones justicieras muy del gusto de ciudadanos de sangre caliente.

 

No es tomarse la justicia por su mano (poco recomendable por las consecuencias penales que una decisión así puede acarrear) pero sí un morir matando basado en un “te vas a enterar” o “ya veremos si me pagas una vez se te eche encima la Administración”.

 

Los abogados no podemos garantizar el éxito de una pretensión ejercitada en vía judicial. Nuestra obligación es de medios y, por lo tanto, no de resultados. Pese a ello, muchas veces se nos pide hacer uso de una bola de cristal que no tenemos para anticipar un resultado sobre el que solo podremos, en el mejor de los casos, ofrecer una estadística porcentual. Lo que sí podemos y debemos los abogados es asesorar con pausa, mesura, cabeza fría y razonabilidad a nuestros clientes. Dentro de ese consejo profesional entra el exponer al potencial denunciante justiciero las limitaciones que desde el punto de vista jurídico tendrá ese camino que pretende emprender.

 

Probablemente contaminados por el mundo del cine, en el que se narran epopeyas por parte de quien no ha hecho el esfuerzo de consultar a alguien con unos mínimos conocimientos jurídicos, o llevados por un ánimo quijotesco (muy arraigado en nuestra cultura), el común de los ciudadanos se cree con posibilidades no solo de pedir a otros que se haga justicia sino también de administrarla él de manera muy activa. Entran en juego aquí variaciones periodísticas sobre el mediático mundo de los juicios penales en los que la acusación popular encarna a una suerte de Fuenteovejuna en su reacción frente al delincuente.

 

No es tarea sencilla pero en todo asesoramiento que tenga por objeto analizar las posibilidades de que un tercero cumpla una obligación contraída con nuestro cliente es necesario explicarle muy bien que, como regla general, el ciudadano de a pie no tiene reconocida en nuestro ordenamiento jurídico la condición de garante de la legalidad.

 

El urbanismo ha sido tradicionalmente fuente de grandes controversias políticas con frecuentes acusaciones cruzadas de corrupción. No es de extrañar que precisamente en esa materia exista acción pública. Así lo establece el artículo 5 del Texto Refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana, aprobado por Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, que la justifica para hacer respetar las determinaciones de la ordenación territorial y urbanística, así como las decisiones resultantes de los procedimientos de evaluación ambiental. Ello permite a un ciudadano malagueño impugnar una licencia de obras concedida por el Ayuntamiento de Lugo sin que ninguna duda pueda plantearse acerca de su legitimación activa.

 

Pero no todo en nuestro ordenamiento jurídico es ni mucho menos urbanismo ni nuestros Juzgados y Tribunales tendrían capacidad para soportar el tráfico judicial al que daría lugar la generalización de la acción pública en todos los sectores de actividad. En otras palabras, nos podrá parecer todo lo ilegal que queramos un Reglamento aprobado en materia de subvenciones pero un administrado de a pie no tiene legitimación en abstracto para impugnarlo (en este caso en vía contencioso-administrativa ya que no cabe la impugnación directa de disposiciones generales en vía administrativa). Solo lo podrá hacer cuando se dicte un acto administrativo de aplicación de ese Reglamento justificando siempre que respecto de aquél tiene la condición de interesado.

 

Es precisamente ese concepto jurídico indeterminado de interesado el que da lugar a una ya larga controversia en materia de derecho sancionador. Dejemos de lado las denuncias anónimas que, en puridad jurídica, no podrían dar lugar a la tramitación de un procedimiento administrativo pero que, en la práctica, mueven a actuaciones inspectoras de oficio que, prudentemente, no invocan ninguna fuente particular de conocimiento de los hechos objeto de investigación.

 

El artículo 62.5 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, establece con toda claridad que “la presentación de una denuncia no confiere, por sí sola, la condición de interesado en el procedimiento”. Como es sabido, el concepto de interesado queda definido en el artículo 4 de ese mismo texto legal y solo es predicable de quien como consecuencia de la tramitación de un procedimiento administrativo podría resultar afectado en sus derechos e intereses legítimos.

 

Con esas bases teóricas sentadas y claras parecería sencillo concluir que la regla general es que en nuestro ordenamiento jurídico no existe acción pública y que el denunciante que pone unos hechos que podrían ser constitutivos de infracción administrativa en conocimiento de una Administración no tiene la condición de interesado en el procedimiento a que pueda dar lugar su denuncia.

 

Como casi siempre en Derecho, una cosa es la claridad de la teoría (algo que tampoco puede darse por supuesto) y otra bien distinta la aplicación que de esa teoría hacen los Tribunales, normalmente en respuesta a hábiles o patosos planteamientos de los abogados en defensa de los intereses no siempre confesables de sus clientes.

 

Así, por ejemplo, no es infrecuente encontrar casos en los que un cliente acude a su abogado para que le asesore en la presentación de una denuncia ante un colegio profesional ante lo que considera una infracción normativa por parte de un colegiado cuyos servicios contrató. La denuncia puede o no tener recorrido y si no lo tiene y concluye en un archivo hay quien tiene la resistencia de recurrir éste, primero en vía administrativa e incluso, con posterioridad, ante la jurisdicción contencioso-administrativa.

En supuestos así no cabe dar una respuesta unívoca en relación con la legitimación (o falta de ella) del ciudadano que habiendo denunciado un hecho ante una Administración Pública pretende actuar como parte en el procedimiento a que haya podido dar lugar aquélla. Nos movemos entre dos polos: el de la acción pública que, como hemos explicado, no existe, en general, en derecho sancionador y el de la imposibilidad absoluta de que quien denuncia un hecho presuntamente ilícito ante una Administración pueda hacer seguimiento alguno de su denuncia.

 

Existiendo sentencias contradictorias hasta hace no mucho tiempo (la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2019, resolviendo un recurso de casación (4580/2017) interpuesto ya bajo el nuevo régimen del interés casacional objetivo, ha arrojado mucha luz sobre la cuestión), la regla general es que no cabe apreciar interés legítimo en el denunciante cuando lo que invoca es “un mero interés moral o la satisfacción personal o espiritual del afectado (…) pretendiendo la imposición de una sanción”.

 

No contradiciendo lo anterior, el Supremo sí considera que un denunciante tiene interés legítimo en que la Administración ante la que denunció los hechos supuestamente ilícitos “desarrolle una actividad de investigación y comprobación a fin de constatar si se ha producido una conducta irregular que merezca una respuesta en el marco de atribuciones del órgano competente para sancionar”.

 

Parece, por lo tanto, que el Tribunal Supremo no le prohíbe a Don Quijote verificar si la Administración competente ha investigado suficientemente la regularidad ambiental del funcionamiento de los molinos de viento. Lo que, sin ninguna duda, no le permite a Alonso Quijano es obcecarse con que el propietario del parque eólico deba ser sancionado sí o sí pues eso, en la práctica, supondría desplazar la aplicación de la Ley de los jueces a los ciudadanos.

 

No parece que con esta línea jurisprudencial vaya a quedar petrificado el tratamiento de la legitimación de un denunciante en un procedimiento administrativo y, por extensión, en el contencioso-administrativo. La democratización o, si se quiere, popularización de todo lo que afecta al gobierno de las instituciones y a la Administración misma, plantea ya abiertamente la extensión de la acción pública a ramas del ordenamiento jurídico muy distintas del urbanismo. Será necesario valorar si de ello se derivaría una mayor justicia material y, sobre todo, si existen recursos suficientes para lidiar con el indiscutible aumento de la litigiosidad que provocaría.

 

En lo tocante al ejercicio de la abogacía, rebus sic stantibus, conviene ilustrar a los clientes sobre lo pírrico de una victoria derivada de una denuncia pues, más allá de imaginar el sudor y noches en vela del denunciado, no conseguirá el denunciante ningún otro beneficio material. Lo recomendable es no hacer un uso espurio de la denuncia y, si se quiere hacer justicia y obtener resarcimiento, acudir a la confrontación directa a través de la correspondiente acción judicial, normalmente civil.

La vuelta de las vacaciones de verano y la apertura del año judicial hacen que todos volvamos la mirada hacia la balanza aunquepor razones distintas que no necesitan mayor explicación. En lo que aquí nos importa, las estadísticas que periódicamente publica el Consejo General del Poder Judicial en relación con el orden jurisdiccional contencioso-administrativo no ofrecen lugar a la duda: Las Administraciones Públicas ganan muchos más pleitos de los que pierden en esa jurisdicción.

 

Lo anterior nos obliga a plantearnos algunas preguntas: ¿La Administración actúa correctamente con la misma frecuencia con la que son desestimados los recursos contra sus actos? ¿Los funcionarios públicos que defienden a las Administraciones son tan rematadamente buenos en términos absolutos y, sobre todo, relativos por comparación con los letrados de los particulares o empresas que recurren un acto administrativo? No habrá, sin duda, unanimidad en las respuestas pero convendría -y a eso dedicamos este artículo- cuestionarnos si existe efectiva igualdad de armas cuando un administrado (persona física o jurídica) se enfrenta a la Administración pretendiendo que se declare inválido un acto administrativo o se condene a aquélla por su inactividad.

 

Más allá de aportaciones doctrinales e incluso jurisprudenciales sobre el concepto de igualdad de armas, no es descabellado convenir que aquélla concurre cuando, en el momento de iniciarse un pleito, administrado y Administración Pública cuentan con los mismos medios de ataque y defensa de sus pretensiones, debidamente regulados por la Ley y arbitrados o vigilados por los Jueces y Magistrados.

 

Un pleito contencioso-administrativo pivota sobre un conjunto esencial de documentos que conforman el expediente administrativo. Sería exagerado trasladar a él la máxima jurídica de que “lo que no está en los hechos no está en el mundo” pero sí conviene advertir que la fuerza probatoria de todo aquello que queda fuera del expediente es menor que la que tiene lo que está en él.

 

Tampoco sería justo ni exacto afirmar que el expediente administrativo no goza de la garantía de imparcialidad puesto que formalmente es conformado por la Administración actuante. Los administrados que tienen la condición de interesados en un procedimiento administrativo tienen siempre oportunidad de aportar documentos que, en caso de llegarse a los Tribunales, deberán necesariamente formar parte del expediente administrativo.

 

Pero bien podría decirse, en terminología periodística, que quien dirige la conformación del expediente administrativo es la Administración Pública y que el interesado en el procedimiento no deja de ser un colaborador a quien se le admite la aportación de documentos probatorios que no suelen cambiar el rumbo (o línea editorial, volviendo al símil) de la actuación administrativa.

 

Mayor riesgo corre el administrado que, fiándolo todo a la buena fe en la actuación de la Administración, cree ingenuamente que bastará acreditar mínimamente la regularidad de su actuación en vía administrativa sin utilizar en ella todas las armas probatorias que tenga a su alcance. Esa decisión, no definitiva, tendrá como fatal efecto que lo que aporte en sede judicial quede fuera del expediente administrativo siendo este, poco menos que la piedra angular del relato fáctico que considerará probado la sentencia que se haya de dictar.

 

Entrando en el desarrollo de un pleito contencioso-administrativo nos encontramos con que el recurrente deberá anticipar en el momento de formalizar demanda qué concretas pruebas propone para acreditar los hechos que respaldan la invalidez del acto que impugna. De ese modo, indicando a bombo y platillo por dónde irán sus tiros en el acecho al acto atacado, estará facilitando (involuntariamente pero sometido a un estricto mandamiento legal), la defensa de la Administración demandada que sabrá el día, la hora y los medios del desembarco del demandante en sus particulares playas de Normandía.

 

Sobre este punto conviene realizar una crítica al legislador puesto que si la prueba ha de versar sobre hechos controvertidos (y nunca sobre valoraciones jurídicas), difícilmente puede el demandante, al formalizar el escrito rector del procedimiento, saber qué hechos de los que él considera ciertos van a ser rebatidos de contrario. Y ello, más allá de la cada vez más extendida costumbre de los Letrados de las Administraciones Públicas de negar sistemáticamente y como fórmula de estilo todos los hechos de la demanda en la medida en que no concuerden con los contenidos en el expediente administrativo.No parece razonable pedir al abogado del demandante una formación previa en dotes adivinatorias pese a que una de las preguntas que con más frecuencia se nos formulan en las reuniones iniciales con los clientes es si este pleito lo vamos a ganar.

 

Entrando en la proposición de medios de prueba, anticipar que el único que propondrá habitualmente la Administración demandada es que se dé por reproducido el expediente administrativo (lo cual enoja a algunos Magistrados que consideran que aquél en su conjunto, por estar conformado por documentos de variado origen, no puede ser objeto de documental pública) no es operación de riesgo. Sin embargo, el sufrido ciudadano sí tendrá interés en seguir abundando en desnudar la -en su opinión- ilegalidad del acto administrativo que lleva tantas noches dejándole sin dormir.

 

Pues bien, cuando el recurrente se las promete muy felices pensando que una serie de documentales públicas ayudaran al Tribunal a comprender y declarar la invalidez de la actuación administrativa que se discute, no son pocas las ocasiones en las que se encuentra con la inadmisión de tal medio de prueba con invocación expresa del artículo 265 LEC. Tal decisión confunde la falta de diligencia del administrado (que solo concurriría si antes de iniciar la demanda conociera la existencia de un documento obrante en un registro público y no solicitara copia para su aportación al pleito) con su derecho a que cualquier Administración Pública emita certificación sobre cuestiones que por ser controvertidas son esenciales para la adecuada resolución del litigio. Así, no debe producirse la inadmisión de la documental pública consistente en que una determinada Administración Pública certifique si en unas pruebas informáticas sus ordenadores estaban protegidos debidamente con antivirus puesto que esa información no existe en ningún registro de esa Administración ni consta en el expediente y, resultando clave para determinar si el acto de exclusión de un administrado de un proceso selectivo fue ajustada a Derecho o no, su obtención es facultad que debería integrar pacíficamente su derecho fundamental a obtener los medios de prueba pertinentes para su defensa. Sin embargo, en esta España de taifas jurisprudenciales, lo que vale en el Norte puede no valer en el Sur y lo que se inadmite en el Este puede ser admitido en el Oeste. Con ello enferma la seguridad jurídica y, en no pocas ocasiones, se deja inerme al administrado al que solo le quedará tras la inadmisión un poco recomendable viacrucis de recursos de apelación, casación y amparo (previo incidente de nulidad de actuaciones en muchos casos).

 

Si la Administración decide interrogar al recurrente en juicio, ninguna traba encontrará. Ahora bien, si es el recurrente el que pretende interrogar a la Administración se encontrará con el gélido artículo 315 LEC que obliga a formular las preguntas por escrito antes del juicio para que sean respondidas por el mismo medio por aquélla. Quiebra aquí la inmediatez, la agilidad procesal y la posibilidad de que un interrogatorio verbal bien llevado por el abogado del recurrente haga decir a la parte demandada lo que no quiere decir o confesar.

 

Si nos trasladamos al ámbito del abreviado contencioso-administrativo nos encontramos con el riesgo evidente de que las sorpresas para el recurrente lleguen el día de la vista con la contestación oral de la Administración demandada. Mucha cintura, experiencia y preparación habrá de tener el Letrado de quien ataca el acto para analizar a vuelapluma lo dicho en ese acto para proponer inmediatamente después las pruebas oportunas y formular conclusiones sobre hechos que, en no pocas ocasiones, son de nueva noticia.

 

Sorteados los anteriores obstáculos (si es que se han podido sortear) tampoco podrá descansar tranquilo el administrado esperando su sentencia porque podría ser sorprendido por el Tribunal con la frecuente invocación del artículo 435.2 LEC (o del artículo 61.2 LJCA) a fin de que como diligencia final se le permita decir a la Administración algo que clarifique eventuales dudas que aquél pueda albergar sobre el resultado probatorio.

 

Lo anterior son solo pinceladas de lo que un recurrente puede encontrarse en su lucha contra la Administración Pública ante los Tribunales. Hablar de igualdad de armas parece más un desiderátum que una realidad. Hay mucho camino por recorrer para que esa igualdad se haga realidad tanto desde el punto de vista legislativo (reminiscencias del pasado hacen difícil borrar el concepto de súbdito para sustituirlo por el de ciudadano titular de derechos que han de poder ejercitarse con efectividad) como desde el judicial (algunos hablan de una mayor sensibilidad de las nuevas generaciones de jueces en la necesaria concienciación de que son funcionarios al servicio de una Administración, sí, pero distinta a la demandada).

 

Sin cambios profundos, acabaremos parafraseando a aquel famoso delantero inglés que manifestó que el fútbol es ese deporte en el que juegan once contra once y siempre ganan los alemanes”.

Recientemente, en la vista de un procedimiento abreviado contencioso-administrativo, el recurrente hizo uso, previa venia del Juez, de su derecho a intervenir al final del juicio. Y ello porque así lo prevé el artículo 78.19 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA). Lo que no prevé -al menos expresamente- la LJCA es que frente a esa suerte de derecho a la última palabra del administrado quepa la réplica del titular del Juzgado. Pero así pasó. “Yo le he escuchado a usted y ahora me va usted a escuchar a mí”. Anticipó así, casi recurriendo a la figura de la sentencia in voce, el posterior fallo desestimatorio del recurso.Debe quedar claro, por lo tanto, que una cosa es lo que diga la letra de la Ley y otra, a veces muy distinta, la interpretación que de ella haga un Juzgado o Tribunal.

 

El complicado mundo de las oposiciones no escapa a la anterior regla. Y no lo hace en muchos aspectos. Probablemente el más conocido sea el de la discrecionalidad técnica. Con esa armadura, las Administraciones Públicas libran batallas desiguales frente a los sufridos opositores que sostienenque sus méritos y capacidades fueron valorados de manera incorrecta por el órgano de selección.

 

Es innegable que en el desenmascaramiento de la arbitrariedad tras ese rodillo de la discrecionalidad técnica se han producido importantes avances, fundamentalmente por la valentía de determinados Magistrados de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo dispuestos a declarar sin sonrojo que el rey estaba desnudo. No todo vale a la hora de blindar la calificación que un órgano de selección otorga a un opositor. Esa valoración es un acto administrativo que, cuando resulta desfavorable para el administrado, tiene que estar motivado. Esa motivación no puede entenderse suficiente si lo que la Administración ofrece al opositor que reacciona frente a su calificación es simplemente la nota numérica de su ejercicio. Incomoda a muchos miembros de tribunales de selección con los que tengo la oportunidad de debatir amigablemente que ahora se les exija justificarlo todo. Pero es que sin esa justificación razonada y consistente no puede el opositor conocer las razones de la nota recibida ni, por lo tanto, reaccionar eficazmente frente a ella a través de los procedimientos legalmente establecidos.

 

También, en este mismo terreno, ha caído la especie de sacrosantidad del criterio técnico del órgano de selección. Y ello no debe reputarse erróneo pese a que muchos puristas (normalmente adscritos a las Administraciones convocantes) se lleven las manos a la cabeza. Un órgano de selección puede equivocarse porque errare humanum est. Pero es que, además, la experiencia nos dice que entre quienes califican a un opositor conforme a criterios técnicos hay personas que, por mucho que se pretenda opacar, carecen de la preparación para valorar debidamente la suficiencia técnica del desempeño de aquél. La afirmación puede ser todo lo polémica que se quiera pero la realidad constante de los procesos selectivos que se convocan en España (y la sinceridad “off the record” de algunos miembros de estos órganos) no permite, en mi humilde opinión, tenerla por gratuita o arbitraria.

 

Cada vez con más frecuencia se admiten informes periciales de expertos de reconocido prestigio (concepto jurídico indeterminado para lo bueno y para lo malo) que enervan la presunción de acierto de la valoración técnica del órgano de selección. Qué se entienda por tales expertos es algo que ha de ser resuelto caso por caso y, sin duda, conforme al leal saber y entender de los Jueces y Magistrados. Pero sorprende, por ejemplo, que al Decano de un Colegio de Ingenieros Industriales una determinada Sala no le considere experto de reconocido prestigio a la hora de dar preferencia a su informe técnico contrario a las conclusiones valorativas de un órgano de selección.

 

Precisamente porque la discrecionalidad técnica ha dejado de ser la gallina de los huevos de oro para la Administración que convoca unas oposiciones con pocas ganas de que se revise su actuación, ha aparecido recientemente otra forma de desviación administrativa más difícil de detectar y, por lo tanto, de combatir.

 

Las bases de la convocatoria de un proceso selectivo tienen la naturaleza jurídica de acto administrativo plúrimo. Pero el concepto da lugar a errores (justificables en la vida universitaria pero muy difícilmente explicables si se producen en la práctica procesal). Nadie puede negar que tienen un cierto carácter normadorpor cuanto regulan el modo en que se ha de llevar a cabo un determinado proceso de acceso (o promoción) en la función pública. Pero ello no les confiere ni mucho menos la naturaleza de disposiciones administrativas de carácter general (más difícilmente atacables, como es sabido, que los actos administrativos). Puede, sin duda, confundir que las bases son objeto de publicación y no de notificación puesto que en ellas se produce la misma operativa que con las disposiciones de carácter general (o reglamentos, si se quiere). La razón de la publicación es muy sencilla: no conoce la Administración convocante ni puede razonablemente conocer a todos quienes tienen interés o pueden tenerlo en concurrir al proceso selectivo que convoca.

 

Pero la prueba del algodón es clara: las bases no tienen vocación de permanencia en el ordenamiento jurídico y su eficacia decae (al contrario de lo que pasa con los reglamentos) en el momento en que concluye el proceso selectivo que están llamadas a regular o normar.

 

Si las Administraciones tuvieran la buena (y legal) costumbre de incluir en todas las bases su instrucción de recursos las dudas se disiparían todavía con mayor claridad. Contra unas bases, en cuanto acto administrativo, debe poder interponerse siempre recurso de alzada o potestativo de reposición (dependiendo de si son aprobadas por quien tiene o no superior jerárquico). Frente a una disposición administrativa de carácter general no cabe nunca recurso directo en vía administrativa (no nos detendremos ahora en explicar el recurso indirecto, que sí cabe) por la sencilla razón de que así lo establece el artículo 112.3 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

 

Pues bien, aprovechando la dificultad técnica de estos conceptos, algunas Administraciones Públicas han encontrado oro en su afán por no ser incomodadas en la selección de su personal. Que unas bases no sean disposición administrativa de carácter general ni norma en sentido estricto no puede suponer que se incumplan por la propia Administración que las dictó con el pretexto de servir a un fin superior.

 

Veamos un ejemplo real. Una determinada Comunidad Autónoma convoca un proceso selectivo en cuyas bases establece con toda claridad que las vacantes de los turnos de promoción interna y discapacidad se acumularán a las del turno libre en la fase de elección de destino por parte de los opositores (esto es, concluidas las fases de oposición y concurso). En el desarrollo del proceso correspondiente al turno libre, la Administración convocante decide saltarse sus propias bases y acumular las referidas vacantes en un momento anterior: el de la conclusión de la fase de oposición, permitiendo que la superaran más opositores de los previstos en las bases y perjudicando así los derechos e intereses legítimos de quienes habrían de competir en la siguiente fase de concurso con aspirantes que, con las bases en la mano, habrían quedado excluidos del proceso selectivo al concluir la fase de oposición.

 

El recorrido judicial de este asunto fue sorprendente. Un Juzgado falló a favor de unos recurrentes sin condenar en costas a la Administración. Otro Juzgado desestimó un recurso idéntico y no dudó en sangrar la economía de los opositores recurrentes condenándoles en costas. Finalmente, en sede de apelación, el Tribunal Superior de Justicia correspondiente dio la razón a la Administración sin condenar al pago de las costas de la primera instancia a los opositores por entender que el asunto revestía “serias dudas jurídicas”.

 

Encontró la Administración (y sigue encontrando) un inesperado salvavidas lanzado desde los Tribunales. Retorciendo las bases quien las ha aprobado o, siendo más claros, incumpliéndolas abiertamente a su conveniencia, la Administración convocante vuelve a lograr colocar en la función pública a quien en estricta aplicación de la Ley no habría accedido a ella.

 

Nos dicen algunas preocupantes sentencias que ese tipo de interpretaciones de las bases no vulnera el derecho a acceder en condiciones de igualdad a la función pública reconocido como fundamental en el artículo 23.2 de nuestra Constitución. Solo cabe discrepar (con todo el respeto que se debe) de esos pronunciamientos y, por supuesto, reaccionar frente a ellos. No se trata de interpretaciones sino de vulneraciones abiertas de las bases. Y sí, sí se vulnera el invocado derecho fundamental porque la igualdad en el acceso a la función pública exige que se respeten las bases de las convocatorias por más que estas no sean norma en sentido estricto.

 

Sin reglas del juego o, lo que es peor, permitiendo que una de las partes las interprete a su arbitrio, vulnerándolas, no hay juego limpio. Trascendiendo la terminología deportiva, si las bases solo sirven para respaldar los intereses (legales o no) de una Administración lo que se rompe es el Estado de Derecho.

 

Acudamos a combatir esta mutación de la discrecionalidad técnica en embudo favorable a la Administración. Embudo incuestionable. Pruebe si no un opositor a incumplir alguna base de su convocatoria para verse fulminantemente excluido del proceso.

Que una oposición es una carrera de fondo es algo de general conocimiento. Que no siempre cruza la meta en la posición deseada quien mejor preparado está no es algo tan evidente. En el mundo de las leyendas jurídicas urbanas nos encontramos con numerosos ejemplos de actuaciones desviadas de órganos de selección. Se nos habla de enchufes, revanchas, turnos de acceso según el grupo de preparadores al que se pertenezca y de una infinidad de variables que resultarían inasibles incluso para un reputado matemático. ¿Pero cuál es la realidad de las oposiciones hoy en España?

 

Dar una respuesta unívoca a la anterior pregunta es imposible. A lo más que podemos llegar es a afirmar que, normalmente, quien domina el temario de una oposición acaba obteniendo plaza en la función pública.Pero no se trata de un automatismo. En primer lugar, porque en todo procedimiento de concurrencia competitiva importa el nivel de los rivales.Dominar una oposición es un concepto subjetivo. Los términos son relativos en la medida en que un buen ejercicio puede no resultar suficiente si el aspirante de la mesa de al lado lo hace mejor. En segundo lugar, relacionado con lo anterior, porque quien califica no es un robot sino personas y en su juicio intervienen factores no precisables milimétricamente. Aparece aquí el gran miedo de muchos opositores: su majestad la discrecionalidad técnica. Y, en tercer lugar, porque vivimos en un Estado de taifas jurisprudenciales en el que el teórico papel nomofiláctico del recurso de casación ante el Tribunal Supremo no despliega los efectos deseados.

 

Vayamos por partes. Todo aspirante a ingresar en la función pública debe estudiar concienzudamente las reglas del juego. La metáfora futbolística es casi obligada: de nada nos valdría un delantero técnicamente exquisito y físicamente insuperable que desconociera las reglas del fuera de juego. Un opositor que lo fíe todo a su capacidad intelectual para superar un proceso selectivo sin haber leído detenidamente las bases de la convocatoria puede encontrarse con la desagradable sorpresa de ser evaluado conforme a parámetros o según un sistema que considera injustos. Si calla cuando se publican las bases, normalmente mediante un acto administrativo plúrimo, lo normal es que deba callar para siempre dentro de ese proceso.

 

Surge aquí la frecuente duda de si impugnar o no las bases de las que se disiente. No hay una situación perfecta ni un consejo que no admita réplica. Parece lógico entender que el opositor que impugna unas bases no será visto con buenos ojos por el órgano de selección. Como tampoco es atrevido suponer, incluso por quien no tiene conocimientos jurídicos, que si uno decide concurrir a un proceso una vez publicadas las bases contra las que no expresa discrepancia alguna, no podrá luego, cuando se le apliquen esas bases para dejarle fuera de las plazas convocadas, patalear jurídicamente argumentando que son injustas.

 

El Tribunal Supremo salió en socorro de quienes sufren los efectos nocivos de unas bases que no han impugnado para permitir algo que muchos juristas confunden con la impugnación indirecta de una disposición general pero que no lo es. Las bases son actos administrativos y no disposiciones administrativas de carácter general pese a su evidente (aunque efímero) carácter normador. Por lo tanto, no pueden ser impugnados indirectamente. Lo que el Alto Tribunal afirma es que lo que es nulo de pleno derecho no puede desplegar efectos hacia el futuro. Si unas bases adolecen de tan grave vicio, contaminan todo el proceso selectivo y, por lo tanto, su nulidad se puede invocar a propósito del ataque de los actos administrativos subsiguientes que las aplican.

 

Siendo muy latino eso de dejarlo todo para el final o de impugnar algo solo cuando estamos con el agua al cuello, no es recomendable consentir unas bases que consideramos nulas confiando en que si luego el proceso selectivo no sale como esperamos podremos acudir al socorrido argumento de la nulidad por contaminación. No todo vicio es de nulidad ni mucho menos radical de pleno derecho.

Metidos ya en faena, el siguiente obstáculo lo encontramos en la actuación valorativa del órgano de selección. Es frecuente el argumento de los Letrados de las distintas Administraciones Públicas de que discrepar con el órgano de selección es, o bien atacar la sacrosantidad de la discrecionalidad técnica (nunca un concepto sirvió para tanto a favor de los poderes públicos), o bien intentar atacar unas bases consentidas. Pues bien, normalmente la realidad no coincide ni con una cosa ni con la otra. La discrecionalidad técnica no puede suponer que un tribunal de oposición califique como le dé la gana sin que se admita posibilidad de error ni deber de motivación de la nota otorgada a un aspirante. Tampoco impugnar una calificación supone siempre (es más, casi nunca ocurre) un ataque a las bases del proceso selectivo previamente consentidas. Esa reacción suele ser una discrepancia, fundamentada o no, con el modo en que un órgano de selección ha aplicado una determinada base. Por ejemplo, si se denuncia que una Administración ha acumulado vacantes de los turnos de discapacidad y promoción interna al turno libre en un momento anterior al previsto en las bases con la consecuencia de admitir a la fase de concurso a más aspirantes de los previstos en éstas, eso no es discrepar con una base consentida sino poner de manifiesto que está siendo incorrectamente aplicada, normalmente a sabiendas, por una Administración Pública.

 

Otro obstáculo que surge en el desarrollo de una oposición es el de la prueba diabólica en contra de la Administración convocante. Si en un determinado ejercicio en el que los aspirantes tienen que transcribir un texto se desconfiguran masivamente los teclados de los equipos informáticos puestos a disposición de aquéllos, no espere el opositor ni que la Administración actúe con buena fe ni que por confianza legítima se le permita realizar la prueba con el problema ya subsanado. Lo que puede temer es que el órgano de selección reaccione para evitar que el aspirante pueda hacer acopio de pruebas que acrediten tal desconfiguración y, posteriormente, que desacredite como ineptos a los aspirantes que sufrieron ese problema. La práctica es grave ya en vía administrativa pero lo es más que un órgano jurisdiccional no permita revisión alguna de ese proceder incorrecto y acoja a pies juntillas la versión oficial de la Administración sin posibilidad de contradicción efectiva.

 

En el mismo grado de dificultad debemos situar la prueba de una actuación desviada en ejercicios selectivos que no son objeto de grabación (porque las bases no lo prevén) como, por ejemplo, el del manejo de un camión de bomberos o la entrevista personal para la valoración de las aptitudes de un candidato para acceder a un determinado cuerpo policial. Probar lo que no ha quedado grabado ni registrado en soporte alguno es imposible. Lo que no debería resultar imposible sería que el órgano jurisdiccional encargado de revisar esa actuación de la Administración la declarara inmotivada. Quien provoca la oscuridad en un proceso selectivo debería sufrir las consecuencias de ello. Porque no debemos olvidar que, lo digan o no las bases, todo proceso selectivo está sometido a la Ley y todo acto administrativo de gravamen o desfavorable para el administrado, debe estar motivado. Y esa motivación no debe ser la que en el acto del juicio (de un procedimiento abreviado) o con la remisión del expediente administrativo (en un procedimiento ordinario) tenga a bien la Administración trasladar por primera vez al opositor en un tratamiento más propio de súbdito que de sujeto con pleno derecho a conocer en vía administrativa la razón de su calificación negativa.

 

Finalmente, cuando el sufrido opositor obtiene la plaza en la función pública tampoco se produce el automatismo de poder cantar victoria a pleno pulmón. Ninguna victoria tan pírrica como la de quien es proclamado funcionario público para acto seguido recibir la notificación de que su nombramiento ha sido impugnado por quien cree injusta su exclusión del proceso selectivo y, por lo tanto, le va a pelear con uñas y dientes la plaza. ¿Cabe ganar un partido cuando el árbitro ya ha pitado el final? El VAR futbolístico ya ha cambiado las costumbres de los numerosos forofos que pueblan -poblamos- las gradas de los estadios españoles. En materia de oposiciones, la respuesta es claramente afirmativa. Cada vez más, una plaza en la función pública solo se asegura cuando ha pasado el plazo para impugnar los actos administrativos que pusieron fin al proceso selectivo sin recibir ningún recurso o, en caso de recibirlo, cuando se dicta sentencia firme desestimando el recurso (o estimándolo pero reconociendo por confianza legítima que el aspirante que obtuvo inicialmente la plaza no puede perderla por acciones desviadas que no le resultan imputables a él). Por lo tanto, cuídese mucho el feliz nuevo funcionario de no comparecer como codemandado en un pleito en el que se discute su plaza fiándolo todo a la defensa que de la legalidad del acto haga el Letrado de la Administración convocante.

 

Expuesto este sinuoso camino cabe preguntarse si existe una jurisprudencia uniforme en España en materia de acceso a la función pública. Quienes llevamos más de dos décadas de ejercicio en este complejo y apasionante mundo de los litigios sabemos que el Tribunal Supremo ha hecho muy loables esfuerzos para que así sea. Pero estamos a mitad de un camino que a veces parece dirigirse más al origen que al destino. Vivimos una época de taifas jurisprudenciales. Lo que vale en Madrid puede no valer en otros partidos judiciales y viceversa. Sufrimos también una práctica difícil de explicar a los clientes y, en general, a los ciudadanos que podríamos denominar “jurisprudencia de ponentes”. Un mismo Tribunal puede dictar una sentencia y la contraria en materia de función pública dependiendo de quién sea su ponente. Todo esto sería enmendable si la ya no tan nueva casación contencioso-administrativa flexibilizara sus admisiones a trámite y no sirviera, como ocurre actualmente, para que ningún Juzgado o Tribunal jerárquicamente inferior al Supremo cometa el error de considerar expresamente alguna de sus sentencias erróneas. Basta con apartarse de ellas sin invocarlas para que el interés casacional objetivo se esfume en la práctica.

 

Pero no desesperemos porque tarde o temprano la justicia acaba por llegar.

Los pleitos son largos y los abogados caros. Estas son dos de las ideas que más arraigadas tiene el común de los ciudadanos cuando en su horizonte aparece la posibilidad o la obligación de tener que acudir a los Tribunales. Lo que muchas veces no valoran (porque lo desconocen) es el importe de las costas procesales que tendrán que satisfacer en caso de ser condenados a su pago por perder el litigio o cuánto podrán recuperar de lo pagado a los profesionales que intervinieron en su defensa en el deseable escenario de una victoria judicial firme.

 

Ciertamente el pago de las costas procesales tiene un efecto disuasorio en quien podría tener la tentación de acudir con ligereza y falta de reflexión ante un Juez o Tribunal. Pero también parece razonable sostener que el riesgo de ser condenado en costas (en cantidades que, generalmente, no pueden considerarse insignificantes) echa para atrás a personas que, en otras condiciones, no dudarían en accionar en busca de justicia (la mayúscula para iniciar este término siempre impone respeto).

 

La regla general de la condena en costas en pleitos civiles es clara. El artículo 394 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil dispone que las costas de la primera instancia se impondrán a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones con la excepción de los casos en los que el Tribunal aprecie que el caso presentaba serias dudas de hecho de derecho.

 

Frente a este régimen se han alzado algunas voces que consideran que supone un obstáculo excesivo para el ejercicio del derecho fundamental a obtener la tutela judicial efectiva.Postulan que en la mayor parte de los supuestos, esto es, cuando no se aprecie temeridad o mala fe en el litigante perdedor, no se produzca expresa condena en costas a ninguna de las partes que, por lo tanto, habrán de pagar cada uno las suyas. Como nunca llueve a gusto de todos, no son pocos los que han reaccionado frente a esta propuesta considerando que de llevarse a efecto convertirá a los litigios en el último recurso para los justiciables y con ello someterá a determinados operadores jurídicos a una obligada cura de adelgazamiento en su volumen de negocio.

 

Más allá de la opinión personal o colectiva que pueda tenerse sobre los supuestos en los que se ha de producir la condena en costas, parece existir un consenso generalizado en que debe producirse, en todo caso, cuando en la parte perdedora se aprecie mala fe o temeridad en sus pretensiones.

 

 

Esos dos términos (temeridad y mala fe) deben considerarse conceptos jurídicos indeterminados, susceptibles por ello de ser llenados de contenido por los Jueces y Tribunales. Y lo primero que ha de significarse es que no es frecuente encontrar una condena en costas por mala fe o temeridad a la parte perdedora en la jurisdicción civil y todavía es mucho más complicado en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo.

 

Los efectos de la temeridad en el planteamiento de una pretensión son, además de la peligrosa sensación que se le puede crear al Juez de que se está intentando engañarle burdamentey hacerle perder un tiempo del que no dispone en exceso, los de que una eventual condena en costas no encuentre la limitación de una cantidad total que no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso por cada uno de los litigantes que hubieren obtenido pronunciamiento favorable (art. 394.3 LEC).

 

¿Pero qué es una demanda temeraria? ¿Alguien la ha visto alguna vez o es un trébol de cuatro hojas que nos sirve a los profesores universitarios para divertir a los alumnos con casos de laboratorio procesal? Estudiemos un caso real.

 

Una conocida entidad bancaria, defendida por un prestigioso despacho de abogados, interpone demanda de desahucio por precario contra los muy ciertos e identificados (para todos menos para el demandante) ocupantes de un inmueble en una lujosa urbanización madrileña. Hasta ahí nada nos debería sorprender. Lo que no solo sorprendió a la Jueza sino que también le arrancó un significativo “esto nunca lo había visto” fue que los demandados eran un matrimonio al que el banco demandante previamente había vendido el inmueble y que había pagado religiosamente las cuotas del préstamo hipotecario hasta el punto de que la carga hipotecaria estaba cancelada en la fecha de la demanda. Lo que había ocurrido es que la entidad actora no solo había perdido la escritura de compraventa sino también las ganas de verificar antes de iniciar el pleito cualquier mínimo dato registral que le habría hecho descubrir que quería demandar como “okupas” a los legítimos propietarios de la vivienda. El carrusel de errores (en la interpretación más benigna) no acabó ahí puesto que los abogados firmantes de la demanda tampoco quisieron trabajar demasiado y utilizaron un formulario al que se decía adjuntar a la contestación a la demanda (sic) la nota simple del inmueble litigioso cuando en realidad el documento adjunto nada tenía que ver con ese pleito. No parece descabellado pensar que estamos ante una demanda temeraria.

 

La temeridad procesal es también un concepto jurídico indeterminado sin demasiadas precisiones legales que acoten el margen de discrecionalidad del Juzgador a la hora de apreciarla o no. Los Tribunales distinguen entre la temeridad dolosa y la temeridad culposa o negligente. Incurre en temeridad dolosa el litigante que tiene plena conciencia de la injusticia de su pretensión o de su oposición y aun así se decide a iniciar un proceso o a defenderse. El Tribunal Supremo definió magistralmente al litigante malicioso en una Sentencia de 21 de abril de 1950 como aquél que actúa “sin razón derecha”. Ejemplos de esa temeridad dolosa los encontramos en quien trata de tergiversar hechos claros o en el demandado que pretende la resolución contractual de un acuerdo en el que queda acreditado que el demandante actuó con pleno y diligente cumplimiento de sus obligaciones.

 

La temeridad culposa concurre en el litigante que no actúa maliciosamente pero no por ello su conducta deja de ser reprochable y, por lo tanto, de merecer la condena en costa con declaración de temeridad en su actuación. Con carácter general, los Tribunales consideran que existe ese tipo de temeridad cuando concurre una imprudente o negligente indagación y ponderación de las pretendidas razones que el litigante afirma que le asisten.

En el pleito del banco contra los supuestos ilegales poseedores de un inmueble, por sorprendente que parezca, la Jueza consideró que no concurría temeridad de ningún tipo en la sentencia desestimatoria de la demanda. En honor a la verdad, hay que reconocer que el meritado banco, mal dirigido por sus abogados, al descubrir su garrafal error pretendió a toda costa ocultarlo y promovió un incidente de carencia sobrevenida de objeto que fue desestimado mediante Auto en el que también fue condenado en costas. La Juzgadora pareció no querer ensañarse con quien había completado una actuación procesal digna de enmarcar como ejemplo de suma negligencia.

 

La declaración de temeridad no es una cuestión baladí pues permite frenar tres tipos de actuaciones fraudulentasque en no pocas ocasiones generan en el ciudadano medio la sensación de impotencia e incluso de no estar siendo debidamente protegidos por los Jueces y Tribunales. Veámoslos:

 

(1)  La de quienes amparándose en el beneficio de la justicia gratuita pretenden hacer la vida imposible (en términos procesales) a quien a todas luces actúa asistido por la razón (tanto en posición actora como demandada).Pese a que el artículo 36.1 de la Ley 1/1996, de 10 de enero, de Asistencia Jurídica Gratuita solo prevé la ejecución de la tasación de costas contra el litigante acogido al beneficio de la justicia gratuita si viene a mejor fortuna dentro del plazo de los tres años siguientes a la terminación del proceso, no son pocos los Tribunales que admiten esa ejecución si previamente se ha declarado la temeridad de aquél. Y lo hace sobre la base de lo dispuesto en el artículo 19.2 de ese texto legal.

 

(2)  La de las grandes empresas (bancos, aerolíneas, aseguradoras, proveedores de servicios) que habiendo incurrido manifiestamente en responsabilidad contractual (el caso más claro es, probablemente, la cancelación de vuelos por circunstancias técnicas) niegan la indemnización al consumidor o usuario para condenarle a un vía crucis judicial al que muchos no pueden acudir por razones económicas. Esos “grandes transatlánticos mercantiles” (por emplear las palabras llenas de reproche de un Juez asturiano) juegan con el factor disuasorio de obligar a los particulares a acudir a un pleito largo, costoso e incómodo. La sanción de temeridad puede y debe hacerles recapacitar sobre su fraudulenta conducta y el pésimo ejemplo que transmiten a la sociedad.

 

(3)  Finalmente,las Administraciones Públicas que con mayor frecuencia de la que pudiera pensarse marean al administrado para no reconocerle en vía administrativa aquello a lo que a todas luces tiene derecho.Aquí el caso más extendido es el de no reconocer la caducidad de un procedimiento sancionador para comprobar si el ciudadano está dispuesto o no a acudir a los Tribunales. Desgraciadamente, pese a la clara reforma de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa que equiparó el régimen de condena en costas al del proceso civil, los Tribunales de esta jurisdicción siguen siendo perezosos a la hora de condenar a la Administración con expresa declaración de temeridad.

 

La principal dificultad de una oposición para el acceso a la función pública es dominar el temario y ser capaz de transmitir ese conocimiento en el momento oportuno. Con el anterior aserto no hemos descubierto la penicilina ni mucho menos. Pero la pregunta que hemos de formularnos es la de si el dominio de las materias objeto del proceso selectivo es condición necesaria y suficiente para obtener la plaza. Anticipamos la conclusión de este artículo: es (casi) siempre condición necesaria pero puede no ser condición suficiente.  

Los abogados administrativistas que llevamos unos cuantos años (más de 20 en el caso concreto de quien suscribe) relacionándonos con el complejo mundo de las oposiciones no somos especialmente crédulos en relación con la afirmación de que quien domina un temario acaba obteniendo la plaza. Podemos aceptar que se trata de la regla general que, para desgracia de muchos sufridos aspirantes, admite muchas –demasiadas- excepciones.

Los peligros jurídicos a los que se enfrenta un opositor son, sin duda, menores que los derivados de no tener una férrea y espartana disciplina de estudio. El problema está en que el esfuerzo del aspirante es un factor controlable mientras que existen en toda oposición elementos jurídicos (o no) que, sin un buen asesoramiento, nos pueden sorprender e incluso perjudicar gravemente en nuestro camino hacia la ansiada condición de funcionario de carrera.

 Distingamos tres fases en las que pueden aparecer serios obstáculos para quien inocentemente piensa que aprobar una oposición es simplemente una “cuestión de codos”.

En la fase de inicio, hemos de recordar que toda oposición (en sentido amplio, pues en ese concepto cabe incluir también un concurso-oposición) comienza con la publicación de las bases de la convocatoria o, si se quiere, de las reglas del juego del proceso selectivo. Y aquí afrontamos la primera de las curvas. Las bases de una oposición son su ley. Esto no significa que tengan rango de ley, ni siquiera de disposición administrativa de carácter general. Son actos administrativos de alcance general que normarán el proceso selectivo y, por ello, reciben esa definición jurisprudencial metafórica de “ley del proceso”. Metafórica o no tanto ya que si lo dispuesto en las bases no nos gusta porque entendemos que puede perjudicar alguno de nuestros derechos en el desarrollo de la oposición y no las impugnamos habremos firmado nuestro certificado de defunción antes de haber escuchado el pistoletazo de salida de la competición. La más reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo admite pocas excepciones a esta regla de fatales consecuencias para los despistados. Solo cuando las bases son nulas de pleno derecho podrá producirse una suerte de impugnación indirecta en fases avanzadas del proceso selectivo sobre la base de entender que lo nulo no produce efectos pues no ha nacido a la vida jurídica.

 El escenario es mucho más frecuente de lo que se piensa. Recuerdo una impugnación malintencionada con argumentos “ad hominem” del acto final de un proceso selectivo para ingreso en un prestigioso cuerpo de la Administración General del Estado. El abogado impugnante (a la sazón también opositor excluido del proceso) olvidó que sus quejas sobre la composición en abstracto del órgano de selección afectaban a las bases de la convocatoria y que no podían fundamentar un recurso contra el acto final de esa oposición. El desastre para él y para los correligionarios a los que embarcó en la cruzada fue notable.

En la fase intermedia, la de desarrollo en sentido estricto del proceso selectivo, es cuando la carretera presenta más socavones. Las bases podrán haber obtenido nuestra anuencia y ser muy claras pero podremos encontrarnos con imprevistos tales como los de que la Administración convocante realice en ese momento una interpretación aberrante de aquéllas que perjudique gravemente nuestros derechos como opositores. Tomando nuevamente otro ejemplo real, podría ocurrir que una determinada Comunidad Autónoma decidiera acumular vacantes producidas en turnos distintos al libre (promoción interna y discapacidad) al número de plazas convocadas en él para permitir superar la fase de oposición y acceder a la de concurso a un número de aspirantes superior al permitido por las bases. Y podría ocurrir también (y ocurre) que la Administración pretextara que las bases son indicativas y que lo que realmente ha de protegerse son los principios constitucionales de mérito y capacidad en el acceso a la función pública aun a costa de violentar indiscutiblemente la “ley del proceso”.

 En esa misma travesía del desierto podríamos encontrarnos con (otro caso real) que los teclados facilitados por la Administración para realizar una prueba mecanográfica se desconfiguraran automáticamente para unos opositores pero no para otros. Y que luego esa Administración negara rotundamente la desconfiguración y sembrara dudas sobre la pericia de los aspirantes a los que, tras años de preparación de la prueba, un duende informático les cambió el idioma del teclado en el que habrían de transcribir complejos textos literarios.

Finalmente (en términos de ejemplificación que no de agotamiento de las pesadillas que pueden sufrir los opositores), tampoco es infrecuente que una Administración convoque un proceso selectivo (incluimos aquí los concursos de traslados dentro de la función pública) con absoluta claridad teórica en sus bases para luego precisar el contenido de sus pruebas prácticas de tal manera que se conviertan en un paseo bajo palio para un único aspirante. Es lo que podríamos llamar un concurso “ad hoc” para confirmar con pleno respaldo solo formal la previa y encubierta decisión administrativa de darle la plaza a un determinado candidato.

 Y llegamos a la fase final del proceso en la que, a escasos metros de la línea de meta, comprobamos que hemos pinchado la rueda de nuestra bicicleta o, en algunos casos, alguien nos ha puesto un clavo para que nuestros sueños topen con la cruda realidad. Aparece aquí la famosa, discutida y discutible discrecionalidad técnica de los órganos de selección. El Tribunal Supremo viene haciendo significativos esfuerzos por limitarla e incluso combatirla pese a que, de vez en cuando, nos dé sustos (Sentencia 359/2018, de 6 de marzo) que parecen revivir épocas pasadas en las que lo calificado por un tribunal de oposición poseía poco menos que la condición de infalible. Movimientos pendulares al margen, el alcance de la revisión de los Juzgados y Tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo es pleno y, por lo tanto, el criterio de calificación del órgano de selección, si se demuestra arbitrario o equivocado, no es la última palabra que oirá el aspirante que ha visto indebidamente defraudadas sus expectativas de acceso a la función pública.

Pero es que ni siquiera cuando uno ha tomado posesión de su plaza puede cantar victoria. Es altamente probable que alguno de los aspirantes que no han corrido la misma suerte tenga la tentación (y la lleve a efecto) de impugnar alguno de los actos administrativos que determinaron de manera directa o indirecta su exclusión de la carrera hacia la gloria. En ese escenario, el sufrido nuevo funcionario deberá defenderse con uñas y dientes para mantener su status con la ventaja de gozar en esa dura lucha del apoyo –muchas veces puramente formal- de la Administración convocante de la oposición. Y en el peor de los casos siempre podrá pretender del Juzgado o Tribunal que conozca de la impugnación de su oposición que, aunque dé la razón al recurrente, atendiendo al principio de confianza legítima, reconozca su derecho a permanecer en la función pública por no resultarle imputable a él ninguno de los vicios de ilegalidad del acto administrativo declarado inválido.

No estamos todavía en España (aunque no falta mucho para ello) en la situación de que cada ciudadano vaya acompañado por un abogado en sus visitas al dentista, al médico, al mecánico o al constructor o profesional que pretenda hacer una obra en su casa. Sin embargo, en el ámbito de las oposiciones, parece recomendable que alguien con conocimientos jurídicos especializados pueda supervisar el desarrollo de un proceso selectivo (desde la aprobación de su convocatoria hasta la toma de posesión como funcionarios de carrera de los aspirantes que lo hayan superado). Y ello por tres razones que conectamos con las distintas fases a que hemos hecho referencia más arriba:

(1)  Unas bases indebidamente fijadas que no incurran en vicio de nulidad de pleno derecho devienen inimpugnables en el desarrollo del proceso selectivo. El opositor que no las analiza fría y detenidamente antes de iniciar su aventura puede tirar a la basura incontables horas de estudio que no darán el resultado apetecido simplemente porque no se reaccionó frente a las reglas del juego.

(2)  Confiar ciegamente en que la Administración convocante cumplirá fielmente las bases en todo momento es un ejercicio de inocencia próximo al que los tiernos infantes hacen la noche del 5 de enero. En el desarrollo de una oposición conviene fiscalizar todos los movimientos y actos de la Administración por mucho que formalmente quieran ser considerados actos de trámite supuestamente no cualificados y, por lo tanto, no recurribles.

(3)  La meta en una oposición no se alcanza hasta que el acto administrativo de nombramiento del aspirante como funcionario adquiere firmeza. Esa situación feliz se produce muchas veces tras una larga batalla jurídica y judicial.

Ciertamente opositar puede asemejarse mucho a caminar por un terreno minado. Y con esa orografía no está de más pensar si nos convendría llevar un detector de explosivos.

Los millennials universitarios suelen responder con hilaridad al concepto de probatio diabolica.Justo lo contrario que ocurrió con una clienta en un pleito en el que la contraparte argumentó en conclusiones que lo que se pretendía que probara era poco menos que imposible, es decir, constituía una prueba imposible o diabólica. Ya en sala la demandante se mostró muy ofendida porque “ella no era ninguna diabólica”. Fue advertida por la Juez y, al acabar la vista, ilustrada por su abogado sobre lo que tal latinajo significaba. Pareció entenderlo pero al encontrarse cara a cara con el Letrado de los demandados en la salida de los Juzgados se abalanzó sobre él espetándole lo mismo que había manifestado intempestivamente minutos ante su Señoría.

 

La anterior anécdota –una de las muchas que podemos contar quienes tenemos el enorme privilegio de ser abogados de toga desde hace tantos años- se convierte en una peligrosa realidad en el ámbito tributario. El común de los ciudadanos tiene la impresión de que con Hacienda pocas bromas, que no es enemigo fácil ni inerme y que cuando muerde no suelta el bocado fácilmente.

 

Si trascendemos lo concreto del chascarrillo procesal y de la percepción popular de lo que a uno le puede ocurrir cuando se enfrenta a una inspección de Hacienda, nos encontramos con un serio problema jurídico en el que resultan, en muchas ocasiones, afectados derechos fundamentales de reconocimiento constitucional. A los fiscalistas no suele gustarles que se les recuerde que el Derecho Tributario podrá tener toda la importancia que se quiera pero no deja de ser una especialidad del Derecho Administrativo a cuyos principios generales ha de someterse necesariamente. Para los muchos que se rebelan frente al anterior aserto, siempre es oportuno recordarles que una vez agotada la vía administrativa (con la especialidad del vía crucis de las casi siempre estériles reclamaciones económico-administrativas), los actos administrativos de contenido tributario acaban, si se impugnan, en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo.

 

Pero es que tampoco a las Administraciones Públicas les provoca un especial placer que se les traiga a la memoria que en todo procedimiento administrativo (y los de inspección tributaria lo son) han de someterse al principio de legalidad y, desde luego, permitir la utilización de los medios de prueba pertinentes para la defensa de los administrados (también en la sufrida subespecie de los contribuyentes) sin que se les pueda causar indefensión.

 

Y es en este concreto punto donde el contribuyente puede verse condenado a bajar a los infiernos bien para intentar probar lo que la Administración Tributaria en ningún caso quiere considerar probado bien para soportar la carga de una prueba que a todas luces no le corresponde.

Quienes operamos con cotidianeidad en el ámbito tributario estamos familiarizados con una suerte de traslado a la inspección del dicho médico de “no hay enfermedades sino enfermos”. Cuando interviene una Agencia Tributaria (estatal, autonómica o municipal) el principio práctico que opera es el de “no hay norma que regule la inspección sino inspectores” con la amenaza para la seguridad jurídica que de ello se deriva. Lo que para un inspector es un gasto deducible para otro no lo es. Son muchos los ejemplos que ilustran la disparidad de criterios. Parece que un teclado portátil debería ser gasto deducible para un abogado pero hay inspectores que sostienen que no queda justificada la vinculación con la actividad profesional. También es razonable entender que los gastos de desplazamiento de un abogado a un juicio fuera de su ciudad son deducibles. Pues hay inspectores que cuestionan la idoneidad del medio de transporte empleado y, por lo tanto, consideran que el trayecto pudo hacerse en tren y no en automóvil, lo que hubiera resultado más económico y, por lo tanto, hubiera constituido un menor gasto deducible. Para completar los ejemplos, la inspección tributaria considera, en no pocas ocasiones, que los gastos de carburante y mantenimiento de una moto empleada diariamente como medio de trabajo por un gestor administrativo que realiza trámites ante distintas Administraciones y Registros no son deducibles por no quedar acreditada su vinculación con su actividad profesional.

 

Pero en materia de inspección tributaria comienza a extenderse una preocupante práctica administrativa relativa a las indemnizaciones por despido. Pese a que muchos contribuyentes lo desconozcan, el artículo 1 del Reglamento del IRPF (aprobado por Real Decreto 439/2007, de 30 de marzo) establece que el disfrute de la exención prevista para las indemnizaciones por despido queda condicionada a la real efectiva desvinculación del trabajador con la empresa. El propio precepto añade que se presume, salvo prueba en contrario, que no ha existido desvinculación si en el plazo de tres años siguientes al despido o cese del trabajador éste vuelve a prestar sus servicios para la misma empresa u otra vinculada en los términos previstos en la normativa del Impuesto sobre Sociedades.

 

Pues bien, lo que a todas luces es una presunción iuris tantum, esto es, de las que admite prueba en contrario, es convertido en la práctica con una facilidad pasmosa y muy irritante para el contribuyente en presunción iuris et de iure por la inspección tributaria. Porque como tal ha de considerarse el hecho de que pese a poder presentarse formalmente pruebas que acreditan indubitadamente la desvinculación real del trabajador, la Administración Tributaria entiende que ninguna de ellas resulta efectiva a la hora de acreditar la solución de continuidad en la prestación de servicios para una empresa o el grupo al que pertenece. A título de ejemplo, no se considera prueba efectiva la documental consistente en acreditar que ese contribuyente trabajó después de ser despedido para distintas empresas de la competencia que jamás habrían permitido la prestación de servicios de quien podríamos considerar un “doble agente”.

 

Pero es que, además, las argumentaciones que se ofrecen por la inspección de tributos son difícilmente aceptables desde un punto de vista estrictamente jurídico. Así, se nos dice que el reproducido artículo 1 del Reglamento del IRPF no es una norma antifraude. Con independencia de que pueda plantearse la nulidad de ese artículo (hasta ahora no aceptada por los Tribunales) por vulnerar el principio de legalidad, lo que cabe preguntarse es si no persigue luchar contra el fraude, ¿qué es lo que persigue? Si la respuesta fuera que su finalidad es recaudatoria entonces estaríamos ante una incuestionable desviación de poder proscrita por nuestro ordenamiento jurídico.

 

Las consecuencias de esa cerrazón administrativa a la hora de convertir en imposible la prueba tributaria por parte de los contribuyentes tienen gravísimas consecuencias para estos.Con nuestra actual normativa tributaria y la práctica imposibilidad de paralizar en vía administrativa o económico-administrativa la ejecución de liquidaciones de cuantías importantes nos podemos encontrar con situaciones como la que seguidamente describimos. Un contribuyente que percibiera una indemnización por despido próxima a los 600.000 euros y tuviera que enfrentarse a la indebida aplicación del artículo 1 del Reglamento del IRPF perdería entre la liquidación complementaria y la sanción tributaria (a la que sistemáticamente acude la Administración con ánimo intimidatorio) aproximadamente el 75% de aquélla. Estamos –pese a que incomode declarar que el rey está desnudo- ante una práctica muy próxima a lo confiscatorio siendo generosos en el calificativo.

 

Se nos dirá que para enmendar estos desajustes están los Tribunales. Desde luego no serán, por lo general, los Económico-Administrativos en los que lo máximo a lo que puede aspirar el indefenso contribuyente es, en la práctica pero no siempre, a que se declare inválida la sanción. La realidad es que ante una inspección tributaria en la que la Administración no actúe siguiendo los principios de buena fe y confianza legítima (que, pese a que se intenten ahogar en el mar normativo, sigue reconociendo la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público), el contribuyente queda desposeído, no formalmente pero sí sustantivamente, de su derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa. Se ha de recordar que ese derecho –fundamental- no es patrimonio exclusivo de los procesos penales ni puede ser solo ejercitado ante los Juzgados y Tribunales. El administrado debe poder hacer uso efectivo de ese derecho en vía administrativa. Las pruebas que proponga y aporte deben ser valoradas razonablemente y no desestimadas sistemáticamente por la Administración, consciente de que muchos ciudadanos no acudirán a los Tribunales a hacer valer lo que tiene un indudable valor probatorio.

 

El alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa es pleno y en ello se ha de confiar para que ante prácticas como las descritas finalmente impere la Ley y el Derecho. Pero en materia tributaria (en incluso sancionadora administrativa con carácter general) la ejecutividad de los actos que agotan la vía administrativa pone en riesgo muchas economías personales y familiares para las que, probablemente, una victoria judicial llegue tarde.

 

Las Administraciones deben luchar contra el fraude. Nadie lo pone en duda. El fraude tributario es una enfermedad crónica de nuestra sociedad. Pero también lo es la actuación administrativa que, enclara desigualdad de armas, niega todo valor probatorio a documentos y testimonios que indudablemente lo tienen con el único ánimo de desesperar al contribuyente y condenarle a un largo y costoso recorrido por la montaña rusa de la vía económico-administrativa y, posteriormente, de la contencioso-administrativa. Probablemente si los Tribunales de Justicia se tomaran más en serio la condena en costas a la Administración que pierde un pleito, permitida sin obstáculos por el artículo 139 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, empezaríamos a ver la luz al final del túnel.

Nada hay nada más perjudicial para el Derecho que los principios que van heredando las leyes y cuya efectividad no es revisada por el legislador ni cuestionada críticamente por los Tribunales. Quien con ingenuidad se acerca al mundo del Derecho Público puede ser convencido de que los privilegios y prerrogativas autocráticas de la Administración fueron superados hace mucho tiempo. “Panta rei” se nos dirá para hacernos creer a través de la filosofía de Heráclito que el torrente constitucional hizo fluir hacia el mar de la derogación esos obstáculos que los ciudadanos encontraban para hacer valer sus pretensiones ante la omnipotente Administración Pública. ¿Pero ese importante avance es realidad o ficción?

 

La Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, todavía en pañales, se sintió fuerte conservando el reconocimiento que su predecesora la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, hizo de dos de los principios tradicionalmente más cuestionados por los ciudadanos en sus relaciones con la Administración. Así, el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015 nos dice que las Administraciones Públicas deben respetar en su actuación y relaciones los principios de “buena fe, confianza legítima y lealtad institucional”. Nada nuevo aportaba respecto a lo ya dispuesto en el artículo 3.1 de la Ley 30/1992.

 

El común de los ciudadanos se relaciona con las Administraciones Públicas casi de manera continua (para desesperación de muchos). Dentro de esa relación de sujeción general hay dos terrenos en los que la actuación de las Administraciones es especialmente polémica y, por lo tanto, generadora de numerosas controversias judiciales. El primer de ellos es el ámbito tributario en el que las quejas se dirigen a desconfiar abiertamente de quienes ostentan la condición de Tribunales pero que no olvidan (ni quieren hacerlo) su segundo apellido: Administrativos y muy poco económicos para el administrado. Dejaremos para otro artículo el análisis acerca de cómo se aplican los invocados principios de la buena fe y la confianza legítima en las actuaciones de la Administración tributaria. Pero anticipamos que la generalidad de los ciudadanos no parece tener interiorizada precisamente que esos dos principios se apliquen a rajatabla cuando se enfrentan a la potestad recaudatoria de la Administración.

 

 

El segundo de los campos de batalla de no pocos administrados son las oposiciones para el acceso a la función pública. Con mucha más frecuencia de la deseable se olvida que en ese terreno, necesitado y mucho, en mi opinión, de una moderna y precisa regulación legislativa, queda comprometido un derecho fundamental susceptible de amparo constitucional. Dentro de la creciente tendencia a considerar nuestra Constitución de 1978 como una reliquia histórica incapaz de regular nuestras vidas, su artículo 23.2 parece haber perdido peso para quienes diseñan y, posteriormente, supervisan un proceso selectivo que concluirá con el nombramiento de funcionarios públicos de carrera.

 

Es de justicia reconocer que los Tribunales (especialmente el Supremo) han emprendido una línea de exigencia impensable hace algunos años, no demasiados, respecto al modo en que se ha de desarrollar una oposición. Vamos transitando con mucha menos velocidad de la deseada de un sistema en el que la discrecionalidad técnica se asemejaba peligrosamente a dogma de fe en la infalibilidad de un órgano de selección a otro en el que al menos cabe cuestionar los fundamentos técnicos y jurídicos de una decisión administrativa que, no olvidemos, en último término permitirá a unos determinados aspirantes acceder a un puesto para toda la vida en la Administración Pública en detrimento de otros que no siempre entienden ni comparten lo acordado por un Tribunal (administrativo) calificador.

 

Los problemas que hoy siguen planteando las oposiciones son muy variados e identificarlos no es siempre tarea sencilla. Podemos destacar los siguientes:

 

1.- La redacción de las bases de las convocatorias es muchas veces muy imprecisa. Lo suficiente como para disuadir al futuro opositor de impugnarlas y significarse así como un “elemento molesto” ante el órgano de selección y para permitir a la Administración convocante jugar posteriormente a interpretarlas a su conveniencia la cual no es siempre coincidente con el interés público.

 

2.- Los criterios de calificación de las distintas pruebas que integran las fases del proceso selectivo no suelen ser conocidos por los aspirantes antes de realizarlas. En este punto las distintas Administraciones intentan escaparse aduciendo que esa publicidad que exigen los opositores solo es exigible si está recogida en las bases de las convocatorias. Sin perjuicio de que parece ser hora de que una norma con rango de ley solidifique lo que es un clamor popular (que quien se presenta a un examen sepa qué criterios se usarán para su corrección), es difícilmente cohonestable con la buena fe y confianza legítima en la actuación de un órgano de selección (que, no se nos olvide, es Administración es sentido amplio), que los criterios de corrección sean publicados una vez realizada la prueba. Tal proceder, injustificado, nada aporta al proceso selectivo salvo introducir la sospecha de que pudo haber filtraciones y, por lo tanto, se pudo perjudicar gravemente la necesaria situación de igualdad con que los aspirantes debieron realizar la prueba.

 

3.- La reacción de la Administración convocante ante la aparición de serios problemas en el desarrollo de una oposición no es siempre transparente ni puede calificarse de bienintencionada. Ha tenido reciente relevancia en los medios de comunicación un determinado proceso selectivo autonómico en el que varios opositores sufrieron la desconfiguración de los teclados en los que tenían que realizar una prueba de transcripción mecanográfica. Parece que al no tratarse de un problema aislado la reacción de la Administración debió ser la de ordenar la repetición de la prueba para todos los aspirantes y respetar así el principio de igualdad en el acceso a la función pública. Nada más lejos de la realidad. Su decisión fue la de permitir a algunos candidatos (no a todos) repetir la prueba y ante la repetición en la concurrencia del problema técnico aducir que había sido provocado por la impericia de los aspirantes. En esos casos cabe preguntarse no solo si la Administración actúa de buena fe sino especialmente si su reacción es la que cabe esperar legítimamente por quienes han invertido años de sus vidas en la preparación de una prueba cuya no superación es justificada por su ineptitud.

 

4.- La Administración intenta compartimentar y fragmentar el expediente administrativo levantando una suerte de “murallas chinas” para que los aspirantes defraudados en sus expectativas de ingreso en la función pública no puedan encontrar término de comparación en quienes sí han superado el proceso selectivo. Tan cierto es que el Tribunal Supremo en dos sentencias de 31 de julio de 2014 se valió de la comparación de exámenes entre opositores suspendidos y aprobados para enjuiciar la validez jurídica de la decisión de un órgano selectivo como que las distintas Administraciones Públicas han emprendido un camino obstativo apoyándose en el artículo 70 de la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. No es aceptable que en un proceso selectivo el expediente administrativo lo compongan solo los exámenes del recurrente, sus alegaciones y recursos y no los de todos los demás opositores. Pues bien, esta tesis es la que sostienen muchas Administraciones Públicas que, para desgracia de los administrados, encuentran en no pocas ocasiones el respaldo de los Tribunales de Justicia. Con ello solo se consigue que la prueba de las irregularidades invalidantes en un proceso selectivo se convierta en diabólica sin que esto nada tenga que ver, como interesadamente suelen sostener las Administraciones, con un intento de invertir la carga de la prueba.

 

El panorama que acabamos de describir no significa, ni mucho menos, que la batalla esté perdida por los ciudadanos. Simplemente supone una muestra de que la igualdad de armas en los litigios contra la Administración está lejos de alcanzarse. Y que los avances son demasiado lentos en un mundo en el que fuera de los muros de la Administración todo sucede cada vez con más transparencia, con mejores medios tecnológicos y con una significativa reducción de errores (intencionados o no) derivados de actuaciones o procesos mal diseñados.

 

Quienes nos dedicamos al ejercicio profesional de la abogacía en el ámbito del Derecho Administrativo sabemos que la discrecionalidad técnica es necesaria (e inevitable) pero que su tendencia a confundirse con la arbitrariedad sigue siendo frecuente (e indeseable). Desde luego, las prácticas desviadas que siguen existiendo en el marco de las oposiciones deben poder ser atacadas con las máximas garantías probatorias posibles. Todo obstáculo a la obtención de los medios de prueba por los administrados afectados es una vulneración de esos dos principios que tanto se inaplican. Y no sería descabellado exigir al legislador o a los Tribunales que la sanción a esa irregular actuación administrativa sea la de la inversión de la carga de la prueba para que quien se empeña en que algo no pueda ser probado pase a tener que demostrar la legalidad de su actuación.

 

Finalmente, hemos de plantearnos si el nuevo recurso de casación y el interés casacional objetivo acerca o aleja al Tribunal Supremo de su loable pretensión de poner coto necesario a la arbitrariedad en la valoración de capacidades para el acceso a la función pública. No es el momento de que se retire al enfermo su medicación. Está aún lejos de sanar completamente.

 

En la Universidad (y en la vida) nos enseñan que lo que importa es la esencia y no la forma. O que el nomen iuris puede ser uno y la realidad jurídica que subyace una cosa bien distinta. También nos ilustran los Tribunales acerca de que las partes pueden llamar a un contrato como tengan por conveniente pero no por eso su contenido debe ser calificado jurídicamente conforme a la denominación contractual. En el Derecho Administrativo las cosas no son muy distintas. Y menos si de lo que se trata es de enjuiciar la actuación de una Administración pública en campos en los que no existen potestades regladas sino, sobre el papel, facultades discrecionales.

 

La primera duda que se nos plantea es la de si la discrecionalidad de la Administración es inevitable o si, por el contrario, podría y debería actuar siempre en ejercicio de potestades regladas. Dar respuesta a esta cuestión abre siempre un enriquecedor debate en el que se enfrentan posturas probablemente irreconciliables. La de los que (normalmente en defensa de la Administración) consideran que eliminar la discrecionalidad es imposible y que, además, de ser posible resultaría perjudicial para el interés público. Como ejemplo nos dicen que si el proceso selectivo para el acceso a cualquiera de los grandes cuerpos jurídicos del Estado o de los órganos de relevancia constitucional se basara en exámenes tipo test, el resultado final podría no ser el de adjudicar las plazas convocadas a los mejores aspirantes o, en otras palabras, a los que realmente tienen más méritos y capacidades.

 

Al otro lado del cuadrilátero nos encontramos a quienes (casi siempre en defensa del administrado o de aspirantes a plazas de la función pública que no obtienen los resultados deseados) sostienen que precisamente lo que perjudica al interés público es la mera existencia de facultades discrecionales en la Administración. El ejemplo al que recurren, típico, manido, pero no por ello irreal, es el de la existencia de enchufes en las oposiciones o de evidentes irregularidades en actuaciones municipales en materia urbanística que, desde luego, no se producirían si se eliminara ese amplio “margen de maniobra” en que consiste la discrecionalidad técnica.

 

Como casi siempre, las posturas extremas impiden ofrecer una solución real a un problema cuya negación sería infantil o interesada: la Administración no siempre hace un uso correcto de sus facultades discrecionales.

 

¿Pueden seleccionarse funcionarios públicos de una manera mecánica a través de pruebas absolutamente objetivas? Quizás la respuesta más adecuada fuera la de depende. Porque resulta innegable que la cualificación necesaria para desempeñar un puesto de trabajo difiere de la exigible para otro. Probablemente sí pudiera eliminarse la discrecionalidad técnica en la selección de taquígrafos y estenotipistas para una determinada Administración. Pero -también probablemente- resultaría imposible valorar las capacidades de un aspirante a ingresar en el cuerpo de Abogados del Estado si no se le exigiera superar una prueba consistente en la redacción de un informe jurídico cuya corrección y valoración por parte del Tribunal de selección no puede excluir su discrecionalidad técnica.

 

Una parte de la más prestigiosa y acreditada doctrina administrativista sugiere sustituir el término discrecionalidad técnica por el de valoración técnica. Es un loable intento de limitar el campo de actuación en el que puede moverse una Administración que ha de actuar conforme a facultades que no son regladas. Reglado es conceder o no una licencia de primera ocupación. Si la solicitud cumple las condiciones normativamente establecidas, nada habrá que oponerse y deberá emitirse el acto administrativo de otorgamiento. Pero no es reglado calificar un suelo como urbanizable o no urbanizable. Habrá, entre otras cosas, que justificarse si la ciudad se expande o no en esa dirección y dónde debe ponerse el límite entre una y otra clase de suelo. Eso es discrecional o, si se quiere, una cuestión de valoración técnica.

 

Podemos aceptar, por lo tanto, que la discrecionalidad de la Administración es inevitable. Lo contrario sería robotizar la gestión de intereses públicos e implantar ya en nuestra día a día una suerte de inteligencia artificial que resolvería situaciones controvertidas conforme a parámetros exclusivamente técnicos y, por ello, poco humanos.

 

Lo que debe aceptarse, de ningún modo, es que la Administración disfrace de discrecionalidad lo que es arbitrario, caprichoso, erróneo o desviado de la finalidad prevista por la norma. No estamos hablando de situaciones de laboratorio. Baste darse un paseo jurisprudencial para descubrir no pocos pronunciamientos judiciales en los que, por ejemplo, se invalida el resultado de una oposición por trato desigual a aspirantes que habían realizado pruebas de contenido completamente equiparable. O sentencias en materia urbanística que declaran inválida una revisión de unas normas subsidiarias en las que se incrementa la edificabilidad de una amplia superficie de un término municipal con la única real justificación de beneficiar a una sociedad mercantil y no al conjunto de los ciudadanos del municipio.

 

Si nos centramos en el terreno de las oposiciones y dejamos para otro artículo el análisis urbanístico de la controvertida discrecionalidad técnica, encontramos algunos puntos negros en la actuación administrativa en los que la accidentalidad por arbitrariedad se dispara.

 

Así, no es imposible que en las bases de un proceso selectivo de acceso a la función pública (que, en la práctica se convierten en su “ley” reguladora) se recojan contenidos que no tienen directa relación con las plazas que se pretenden cubrir pero para los que, a toro pasado, se demuestra que había algunos aspirantes (pocos o muy pocos) con conocimientos profundos sobre ellos. Se está cociendo a fuego lento, en esos casos, una adjudicación de plaza arbitraria e injusta pues no valora, como resulta de una exigencia de rango constitucional, los méritos y capacidades de los aspirantes para desempeñar un puesto de trabajo sino rasgos distintivos del conocimiento de solo unos pocos de ellos que no son necesarios para acceder y mantenerse en la plaza.

 

En ese primer punto negro nos encontramos ya con un problema material, que no formal, de impugnación. Las bases de una oposición son impugnables. De hecho si se discrepa con ellas, total o parcialmente, el momento procedimental para hacer público ese desacuerdo no supera el mes que la norma establece para recurrirlas en reposición o alzada (según proceda por razón del órgano que las aprobó). Pero ¿en qué situación queda el aspirante que comparece en un proceso selectivo cuyas bases ha impugnado? Presumir que será visto con ojos neutrales por el Tribunal de selección es mucho presumir.

 

Otro punto negro en esa compleja red viaria de las oposiciones lo constituyen lo que podríamos llamar hitos de arbitrariedad. Nada cuesta convocar un proceso selectivo en el que, por ejemplo, tras dos pruebas relativamente objetivas (que incluso se realizan con exámenes tipo test para dar apariencia de normalidad y ejercicio de potestades regladas) se sitúa como tercera una entrevista y como cuarta un examen de idiomas. El orden es importante. Si en la entrevista (como sucede en no pocas ocasiones) se realizaran valoraciones arbitrarias de los méritos de los candidatos y su impugnación ante los Tribunales tuviera éxito, el resultado sería la retroacción del procedimiento para realizar una entrevista “objetiva” nunca el de la adjudicación directa de la plaza convocada pues el Juzgado o Tribunal no podría hacerla quedando pendiente el cuarto ejercicio. Y en ese cuarto ejercicio, de alto componente discrecional, el sufrido opositor impugnante tampoco sería observado con ojos amistosos. Un simple cambio de orden en la realización de los ejercicios ofrecería un resultado bien distinto. Si el tercero fuera la prueba de idiomas y el cuarto y último la entrevista, entonces sí, un Tribunal de Justicia podría resolver una eventual impugnación de los resultados de la entrevista reconociendo el derecho del aspirante a ingresar en la función pública. Y, con ello, requisando a la Administración su armadura de la discrecionalidad técnica.

 

El Tribunal Supremo, desde julio de 2014, viene desmontando (con pronunciamientos en ocasiones pendulares) la sacrosantidad de las valoraciones técnicas de los Tribunales de selección. Permite efectivamente su contradicción en sede judicial, bien con la opinión del propio órgano jurisdiccional (si la controversia es de naturaleza jurídica), bien con la intervención de un perito de reconocido prestigio (con exigencias en cuanto a su cualificación que, desde luego, no todos los profesionales del sector profesional a que afecta el litigio podrían cumplir).

 

La realidad nos demuestra que los Tribunales pueden fiscalizar con rigor la actuación administrativa y dificultar con mayor o menor intensidad la conducta arbitraria de un órgano de selección. Pero la solución al problema no llegará nunca mientras exista un innegable ánimo en la Administración pública de controlar los procesos de selección de su personal conforme a criterios que no están directamente vinculados a los méritos y capacidades de los aspirantes.

 

El primer paso en esa desintoxicación administrativa bien podría ser la aprobación de una norma que estableciera con toda precisión las garantías de publicidad y revisión de decisiones de los órganos de selección en los procesos de ingreso en la función pública. No es aceptable que todavía se sigan haciendo exámenes orales para el acceso a prestigiosos cuerpos de la Administración de los que no queda más reflejo que el acta emitida por su secretario pero no la grabación de la prueba (al menos en soporte audio).

 

Sin esa voluntad de cambio seguiremos llamando discrecionalidad técnica a lo que realmente es pura y simple arbitrariedad, buscada, además, con premeditación.