OPOSITAR ES A VECES CAMINAR POR UN TERRENO MINADO

La principal dificultad de una oposición para el acceso a la función pública es dominar el temario y ser capaz de transmitir ese conocimiento en el momento oportuno. Con el anterior aserto no hemos descubierto la penicilina ni mucho menos. Pero la pregunta que hemos de formularnos es la de si el dominio de las materias objeto del proceso selectivo es condición necesaria y suficiente para obtener la plaza. Anticipamos la conclusión de este artículo: es (casi) siempre condición necesaria pero puede no ser condición suficiente.  

Los abogados administrativistas que llevamos unos cuantos años (más de 20 en el caso concreto de quien suscribe) relacionándonos con el complejo mundo de las oposiciones no somos especialmente crédulos en relación con la afirmación de que quien domina un temario acaba obteniendo la plaza. Podemos aceptar que se trata de la regla general que, para desgracia de muchos sufridos aspirantes, admite muchas –demasiadas- excepciones.

Los peligros jurídicos a los que se enfrenta un opositor son, sin duda, menores que los derivados de no tener una férrea y espartana disciplina de estudio. El problema está en que el esfuerzo del aspirante es un factor controlable mientras que existen en toda oposición elementos jurídicos (o no) que, sin un buen asesoramiento, nos pueden sorprender e incluso perjudicar gravemente en nuestro camino hacia la ansiada condición de funcionario de carrera.

 Distingamos tres fases en las que pueden aparecer serios obstáculos para quien inocentemente piensa que aprobar una oposición es simplemente una “cuestión de codos”.

En la fase de inicio, hemos de recordar que toda oposición (en sentido amplio, pues en ese concepto cabe incluir también un concurso-oposición) comienza con la publicación de las bases de la convocatoria o, si se quiere, de las reglas del juego del proceso selectivo. Y aquí afrontamos la primera de las curvas. Las bases de una oposición son su ley. Esto no significa que tengan rango de ley, ni siquiera de disposición administrativa de carácter general. Son actos administrativos de alcance general que normarán el proceso selectivo y, por ello, reciben esa definición jurisprudencial metafórica de “ley del proceso”. Metafórica o no tanto ya que si lo dispuesto en las bases no nos gusta porque entendemos que puede perjudicar alguno de nuestros derechos en el desarrollo de la oposición y no las impugnamos habremos firmado nuestro certificado de defunción antes de haber escuchado el pistoletazo de salida de la competición. La más reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo admite pocas excepciones a esta regla de fatales consecuencias para los despistados. Solo cuando las bases son nulas de pleno derecho podrá producirse una suerte de impugnación indirecta en fases avanzadas del proceso selectivo sobre la base de entender que lo nulo no produce efectos pues no ha nacido a la vida jurídica.

 El escenario es mucho más frecuente de lo que se piensa. Recuerdo una impugnación malintencionada con argumentos “ad hominem” del acto final de un proceso selectivo para ingreso en un prestigioso cuerpo de la Administración General del Estado. El abogado impugnante (a la sazón también opositor excluido del proceso) olvidó que sus quejas sobre la composición en abstracto del órgano de selección afectaban a las bases de la convocatoria y que no podían fundamentar un recurso contra el acto final de esa oposición. El desastre para él y para los correligionarios a los que embarcó en la cruzada fue notable.

En la fase intermedia, la de desarrollo en sentido estricto del proceso selectivo, es cuando la carretera presenta más socavones. Las bases podrán haber obtenido nuestra anuencia y ser muy claras pero podremos encontrarnos con imprevistos tales como los de que la Administración convocante realice en ese momento una interpretación aberrante de aquéllas que perjudique gravemente nuestros derechos como opositores. Tomando nuevamente otro ejemplo real, podría ocurrir que una determinada Comunidad Autónoma decidiera acumular vacantes producidas en turnos distintos al libre (promoción interna y discapacidad) al número de plazas convocadas en él para permitir superar la fase de oposición y acceder a la de concurso a un número de aspirantes superior al permitido por las bases. Y podría ocurrir también (y ocurre) que la Administración pretextara que las bases son indicativas y que lo que realmente ha de protegerse son los principios constitucionales de mérito y capacidad en el acceso a la función pública aun a costa de violentar indiscutiblemente la “ley del proceso”.

 En esa misma travesía del desierto podríamos encontrarnos con (otro caso real) que los teclados facilitados por la Administración para realizar una prueba mecanográfica se desconfiguraran automáticamente para unos opositores pero no para otros. Y que luego esa Administración negara rotundamente la desconfiguración y sembrara dudas sobre la pericia de los aspirantes a los que, tras años de preparación de la prueba, un duende informático les cambió el idioma del teclado en el que habrían de transcribir complejos textos literarios.

Finalmente (en términos de ejemplificación que no de agotamiento de las pesadillas que pueden sufrir los opositores), tampoco es infrecuente que una Administración convoque un proceso selectivo (incluimos aquí los concursos de traslados dentro de la función pública) con absoluta claridad teórica en sus bases para luego precisar el contenido de sus pruebas prácticas de tal manera que se conviertan en un paseo bajo palio para un único aspirante. Es lo que podríamos llamar un concurso “ad hoc” para confirmar con pleno respaldo solo formal la previa y encubierta decisión administrativa de darle la plaza a un determinado candidato.

 Y llegamos a la fase final del proceso en la que, a escasos metros de la línea de meta, comprobamos que hemos pinchado la rueda de nuestra bicicleta o, en algunos casos, alguien nos ha puesto un clavo para que nuestros sueños topen con la cruda realidad. Aparece aquí la famosa, discutida y discutible discrecionalidad técnica de los órganos de selección. El Tribunal Supremo viene haciendo significativos esfuerzos por limitarla e incluso combatirla pese a que, de vez en cuando, nos dé sustos (Sentencia 359/2018, de 6 de marzo) que parecen revivir épocas pasadas en las que lo calificado por un tribunal de oposición poseía poco menos que la condición de infalible. Movimientos pendulares al margen, el alcance de la revisión de los Juzgados y Tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo es pleno y, por lo tanto, el criterio de calificación del órgano de selección, si se demuestra arbitrario o equivocado, no es la última palabra que oirá el aspirante que ha visto indebidamente defraudadas sus expectativas de acceso a la función pública.

Pero es que ni siquiera cuando uno ha tomado posesión de su plaza puede cantar victoria. Es altamente probable que alguno de los aspirantes que no han corrido la misma suerte tenga la tentación (y la lleve a efecto) de impugnar alguno de los actos administrativos que determinaron de manera directa o indirecta su exclusión de la carrera hacia la gloria. En ese escenario, el sufrido nuevo funcionario deberá defenderse con uñas y dientes para mantener su status con la ventaja de gozar en esa dura lucha del apoyo –muchas veces puramente formal- de la Administración convocante de la oposición. Y en el peor de los casos siempre podrá pretender del Juzgado o Tribunal que conozca de la impugnación de su oposición que, aunque dé la razón al recurrente, atendiendo al principio de confianza legítima, reconozca su derecho a permanecer en la función pública por no resultarle imputable a él ninguno de los vicios de ilegalidad del acto administrativo declarado inválido.

No estamos todavía en España (aunque no falta mucho para ello) en la situación de que cada ciudadano vaya acompañado por un abogado en sus visitas al dentista, al médico, al mecánico o al constructor o profesional que pretenda hacer una obra en su casa. Sin embargo, en el ámbito de las oposiciones, parece recomendable que alguien con conocimientos jurídicos especializados pueda supervisar el desarrollo de un proceso selectivo (desde la aprobación de su convocatoria hasta la toma de posesión como funcionarios de carrera de los aspirantes que lo hayan superado). Y ello por tres razones que conectamos con las distintas fases a que hemos hecho referencia más arriba:

(1)  Unas bases indebidamente fijadas que no incurran en vicio de nulidad de pleno derecho devienen inimpugnables en el desarrollo del proceso selectivo. El opositor que no las analiza fría y detenidamente antes de iniciar su aventura puede tirar a la basura incontables horas de estudio que no darán el resultado apetecido simplemente porque no se reaccionó frente a las reglas del juego.

(2)  Confiar ciegamente en que la Administración convocante cumplirá fielmente las bases en todo momento es un ejercicio de inocencia próximo al que los tiernos infantes hacen la noche del 5 de enero. En el desarrollo de una oposición conviene fiscalizar todos los movimientos y actos de la Administración por mucho que formalmente quieran ser considerados actos de trámite supuestamente no cualificados y, por lo tanto, no recurribles.

(3)  La meta en una oposición no se alcanza hasta que el acto administrativo de nombramiento del aspirante como funcionario adquiere firmeza. Esa situación feliz se produce muchas veces tras una larga batalla jurídica y judicial.

Ciertamente opositar puede asemejarse mucho a caminar por un terreno minado. Y con esa orografía no está de más pensar si nos convendría llevar un detector de explosivos.