LA FALTA DE LEGITIMACIÓN DEL DENUNCIANTE JUSTICIERO EN EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO

Una de las amables sugerencias que solemos recibir los abogados cuando nos visitan clientes soliviantados por la sinvergonzonería de un tercero es la de denunciarle administrativamente cuanto antes. Piensan que de ese modo presionarán al objeto de su ira de modo tal que cumplirá con sus obligaciones cuasi voluntariamente y les ahorrará el coste y la incertidumbre de un proceso judicial.  Es difícil señalar el ejemplo más frecuente. Entre la denuncia al propietario que no depositó una fianza arrendaticia en la Administración competente y el chivatazo a Hacienda para que investigue acreditados desfalcos tributarios de quien dejó de ser amigo hay un amplio abanico de acciones justicieras muy del gusto de ciudadanos de sangre caliente.

 

No es tomarse la justicia por su mano (poco recomendable por las consecuencias penales que una decisión así puede acarrear) pero sí un morir matando basado en un “te vas a enterar” o “ya veremos si me pagas una vez se te eche encima la Administración”.

 

Los abogados no podemos garantizar el éxito de una pretensión ejercitada en vía judicial. Nuestra obligación es de medios y, por lo tanto, no de resultados. Pese a ello, muchas veces se nos pide hacer uso de una bola de cristal que no tenemos para anticipar un resultado sobre el que solo podremos, en el mejor de los casos, ofrecer una estadística porcentual. Lo que sí podemos y debemos los abogados es asesorar con pausa, mesura, cabeza fría y razonabilidad a nuestros clientes. Dentro de ese consejo profesional entra el exponer al potencial denunciante justiciero las limitaciones que desde el punto de vista jurídico tendrá ese camino que pretende emprender.

 

Probablemente contaminados por el mundo del cine, en el que se narran epopeyas por parte de quien no ha hecho el esfuerzo de consultar a alguien con unos mínimos conocimientos jurídicos, o llevados por un ánimo quijotesco (muy arraigado en nuestra cultura), el común de los ciudadanos se cree con posibilidades no solo de pedir a otros que se haga justicia sino también de administrarla él de manera muy activa. Entran en juego aquí variaciones periodísticas sobre el mediático mundo de los juicios penales en los que la acusación popular encarna a una suerte de Fuenteovejuna en su reacción frente al delincuente.

 

No es tarea sencilla pero en todo asesoramiento que tenga por objeto analizar las posibilidades de que un tercero cumpla una obligación contraída con nuestro cliente es necesario explicarle muy bien que, como regla general, el ciudadano de a pie no tiene reconocida en nuestro ordenamiento jurídico la condición de garante de la legalidad.

 

El urbanismo ha sido tradicionalmente fuente de grandes controversias políticas con frecuentes acusaciones cruzadas de corrupción. No es de extrañar que precisamente en esa materia exista acción pública. Así lo establece el artículo 5 del Texto Refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana, aprobado por Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, que la justifica para hacer respetar las determinaciones de la ordenación territorial y urbanística, así como las decisiones resultantes de los procedimientos de evaluación ambiental. Ello permite a un ciudadano malagueño impugnar una licencia de obras concedida por el Ayuntamiento de Lugo sin que ninguna duda pueda plantearse acerca de su legitimación activa.

 

Pero no todo en nuestro ordenamiento jurídico es ni mucho menos urbanismo ni nuestros Juzgados y Tribunales tendrían capacidad para soportar el tráfico judicial al que daría lugar la generalización de la acción pública en todos los sectores de actividad. En otras palabras, nos podrá parecer todo lo ilegal que queramos un Reglamento aprobado en materia de subvenciones pero un administrado de a pie no tiene legitimación en abstracto para impugnarlo (en este caso en vía contencioso-administrativa ya que no cabe la impugnación directa de disposiciones generales en vía administrativa). Solo lo podrá hacer cuando se dicte un acto administrativo de aplicación de ese Reglamento justificando siempre que respecto de aquél tiene la condición de interesado.

 

Es precisamente ese concepto jurídico indeterminado de interesado el que da lugar a una ya larga controversia en materia de derecho sancionador. Dejemos de lado las denuncias anónimas que, en puridad jurídica, no podrían dar lugar a la tramitación de un procedimiento administrativo pero que, en la práctica, mueven a actuaciones inspectoras de oficio que, prudentemente, no invocan ninguna fuente particular de conocimiento de los hechos objeto de investigación.

 

El artículo 62.5 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, establece con toda claridad que “la presentación de una denuncia no confiere, por sí sola, la condición de interesado en el procedimiento”. Como es sabido, el concepto de interesado queda definido en el artículo 4 de ese mismo texto legal y solo es predicable de quien como consecuencia de la tramitación de un procedimiento administrativo podría resultar afectado en sus derechos e intereses legítimos.

 

Con esas bases teóricas sentadas y claras parecería sencillo concluir que la regla general es que en nuestro ordenamiento jurídico no existe acción pública y que el denunciante que pone unos hechos que podrían ser constitutivos de infracción administrativa en conocimiento de una Administración no tiene la condición de interesado en el procedimiento a que pueda dar lugar su denuncia.

 

Como casi siempre en Derecho, una cosa es la claridad de la teoría (algo que tampoco puede darse por supuesto) y otra bien distinta la aplicación que de esa teoría hacen los Tribunales, normalmente en respuesta a hábiles o patosos planteamientos de los abogados en defensa de los intereses no siempre confesables de sus clientes.

 

Así, por ejemplo, no es infrecuente encontrar casos en los que un cliente acude a su abogado para que le asesore en la presentación de una denuncia ante un colegio profesional ante lo que considera una infracción normativa por parte de un colegiado cuyos servicios contrató. La denuncia puede o no tener recorrido y si no lo tiene y concluye en un archivo hay quien tiene la resistencia de recurrir éste, primero en vía administrativa e incluso, con posterioridad, ante la jurisdicción contencioso-administrativa.

En supuestos así no cabe dar una respuesta unívoca en relación con la legitimación (o falta de ella) del ciudadano que habiendo denunciado un hecho ante una Administración Pública pretende actuar como parte en el procedimiento a que haya podido dar lugar aquélla. Nos movemos entre dos polos: el de la acción pública que, como hemos explicado, no existe, en general, en derecho sancionador y el de la imposibilidad absoluta de que quien denuncia un hecho presuntamente ilícito ante una Administración pueda hacer seguimiento alguno de su denuncia.

 

Existiendo sentencias contradictorias hasta hace no mucho tiempo (la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2019, resolviendo un recurso de casación (4580/2017) interpuesto ya bajo el nuevo régimen del interés casacional objetivo, ha arrojado mucha luz sobre la cuestión), la regla general es que no cabe apreciar interés legítimo en el denunciante cuando lo que invoca es “un mero interés moral o la satisfacción personal o espiritual del afectado (…) pretendiendo la imposición de una sanción”.

 

No contradiciendo lo anterior, el Supremo sí considera que un denunciante tiene interés legítimo en que la Administración ante la que denunció los hechos supuestamente ilícitos “desarrolle una actividad de investigación y comprobación a fin de constatar si se ha producido una conducta irregular que merezca una respuesta en el marco de atribuciones del órgano competente para sancionar”.

 

Parece, por lo tanto, que el Tribunal Supremo no le prohíbe a Don Quijote verificar si la Administración competente ha investigado suficientemente la regularidad ambiental del funcionamiento de los molinos de viento. Lo que, sin ninguna duda, no le permite a Alonso Quijano es obcecarse con que el propietario del parque eólico deba ser sancionado sí o sí pues eso, en la práctica, supondría desplazar la aplicación de la Ley de los jueces a los ciudadanos.

 

No parece que con esta línea jurisprudencial vaya a quedar petrificado el tratamiento de la legitimación de un denunciante en un procedimiento administrativo y, por extensión, en el contencioso-administrativo. La democratización o, si se quiere, popularización de todo lo que afecta al gobierno de las instituciones y a la Administración misma, plantea ya abiertamente la extensión de la acción pública a ramas del ordenamiento jurídico muy distintas del urbanismo. Será necesario valorar si de ello se derivaría una mayor justicia material y, sobre todo, si existen recursos suficientes para lidiar con el indiscutible aumento de la litigiosidad que provocaría.

 

En lo tocante al ejercicio de la abogacía, rebus sic stantibus, conviene ilustrar a los clientes sobre lo pírrico de una victoria derivada de una denuncia pues, más allá de imaginar el sudor y noches en vela del denunciado, no conseguirá el denunciante ningún otro beneficio material. Lo recomendable es no hacer un uso espurio de la denuncia y, si se quiere hacer justicia y obtener resarcimiento, acudir a la confrontación directa a través de la correspondiente acción judicial, normalmente civil.