EL DESCENSO DEL CONTRIBUYENTE AL INFIERNO DE LA PRUEBA TRIBUTARIA

Los millennials universitarios suelen responder con hilaridad al concepto de probatio diabolica.Justo lo contrario que ocurrió con una clienta en un pleito en el que la contraparte argumentó en conclusiones que lo que se pretendía que probara era poco menos que imposible, es decir, constituía una prueba imposible o diabólica. Ya en sala la demandante se mostró muy ofendida porque “ella no era ninguna diabólica”. Fue advertida por la Juez y, al acabar la vista, ilustrada por su abogado sobre lo que tal latinajo significaba. Pareció entenderlo pero al encontrarse cara a cara con el Letrado de los demandados en la salida de los Juzgados se abalanzó sobre él espetándole lo mismo que había manifestado intempestivamente minutos ante su Señoría.

 

La anterior anécdota –una de las muchas que podemos contar quienes tenemos el enorme privilegio de ser abogados de toga desde hace tantos años- se convierte en una peligrosa realidad en el ámbito tributario. El común de los ciudadanos tiene la impresión de que con Hacienda pocas bromas, que no es enemigo fácil ni inerme y que cuando muerde no suelta el bocado fácilmente.

 

Si trascendemos lo concreto del chascarrillo procesal y de la percepción popular de lo que a uno le puede ocurrir cuando se enfrenta a una inspección de Hacienda, nos encontramos con un serio problema jurídico en el que resultan, en muchas ocasiones, afectados derechos fundamentales de reconocimiento constitucional. A los fiscalistas no suele gustarles que se les recuerde que el Derecho Tributario podrá tener toda la importancia que se quiera pero no deja de ser una especialidad del Derecho Administrativo a cuyos principios generales ha de someterse necesariamente. Para los muchos que se rebelan frente al anterior aserto, siempre es oportuno recordarles que una vez agotada la vía administrativa (con la especialidad del vía crucis de las casi siempre estériles reclamaciones económico-administrativas), los actos administrativos de contenido tributario acaban, si se impugnan, en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo.

 

Pero es que tampoco a las Administraciones Públicas les provoca un especial placer que se les traiga a la memoria que en todo procedimiento administrativo (y los de inspección tributaria lo son) han de someterse al principio de legalidad y, desde luego, permitir la utilización de los medios de prueba pertinentes para la defensa de los administrados (también en la sufrida subespecie de los contribuyentes) sin que se les pueda causar indefensión.

 

Y es en este concreto punto donde el contribuyente puede verse condenado a bajar a los infiernos bien para intentar probar lo que la Administración Tributaria en ningún caso quiere considerar probado bien para soportar la carga de una prueba que a todas luces no le corresponde.

Quienes operamos con cotidianeidad en el ámbito tributario estamos familiarizados con una suerte de traslado a la inspección del dicho médico de “no hay enfermedades sino enfermos”. Cuando interviene una Agencia Tributaria (estatal, autonómica o municipal) el principio práctico que opera es el de “no hay norma que regule la inspección sino inspectores” con la amenaza para la seguridad jurídica que de ello se deriva. Lo que para un inspector es un gasto deducible para otro no lo es. Son muchos los ejemplos que ilustran la disparidad de criterios. Parece que un teclado portátil debería ser gasto deducible para un abogado pero hay inspectores que sostienen que no queda justificada la vinculación con la actividad profesional. También es razonable entender que los gastos de desplazamiento de un abogado a un juicio fuera de su ciudad son deducibles. Pues hay inspectores que cuestionan la idoneidad del medio de transporte empleado y, por lo tanto, consideran que el trayecto pudo hacerse en tren y no en automóvil, lo que hubiera resultado más económico y, por lo tanto, hubiera constituido un menor gasto deducible. Para completar los ejemplos, la inspección tributaria considera, en no pocas ocasiones, que los gastos de carburante y mantenimiento de una moto empleada diariamente como medio de trabajo por un gestor administrativo que realiza trámites ante distintas Administraciones y Registros no son deducibles por no quedar acreditada su vinculación con su actividad profesional.

 

Pero en materia de inspección tributaria comienza a extenderse una preocupante práctica administrativa relativa a las indemnizaciones por despido. Pese a que muchos contribuyentes lo desconozcan, el artículo 1 del Reglamento del IRPF (aprobado por Real Decreto 439/2007, de 30 de marzo) establece que el disfrute de la exención prevista para las indemnizaciones por despido queda condicionada a la real efectiva desvinculación del trabajador con la empresa. El propio precepto añade que se presume, salvo prueba en contrario, que no ha existido desvinculación si en el plazo de tres años siguientes al despido o cese del trabajador éste vuelve a prestar sus servicios para la misma empresa u otra vinculada en los términos previstos en la normativa del Impuesto sobre Sociedades.

 

Pues bien, lo que a todas luces es una presunción iuris tantum, esto es, de las que admite prueba en contrario, es convertido en la práctica con una facilidad pasmosa y muy irritante para el contribuyente en presunción iuris et de iure por la inspección tributaria. Porque como tal ha de considerarse el hecho de que pese a poder presentarse formalmente pruebas que acreditan indubitadamente la desvinculación real del trabajador, la Administración Tributaria entiende que ninguna de ellas resulta efectiva a la hora de acreditar la solución de continuidad en la prestación de servicios para una empresa o el grupo al que pertenece. A título de ejemplo, no se considera prueba efectiva la documental consistente en acreditar que ese contribuyente trabajó después de ser despedido para distintas empresas de la competencia que jamás habrían permitido la prestación de servicios de quien podríamos considerar un “doble agente”.

 

Pero es que, además, las argumentaciones que se ofrecen por la inspección de tributos son difícilmente aceptables desde un punto de vista estrictamente jurídico. Así, se nos dice que el reproducido artículo 1 del Reglamento del IRPF no es una norma antifraude. Con independencia de que pueda plantearse la nulidad de ese artículo (hasta ahora no aceptada por los Tribunales) por vulnerar el principio de legalidad, lo que cabe preguntarse es si no persigue luchar contra el fraude, ¿qué es lo que persigue? Si la respuesta fuera que su finalidad es recaudatoria entonces estaríamos ante una incuestionable desviación de poder proscrita por nuestro ordenamiento jurídico.

 

Las consecuencias de esa cerrazón administrativa a la hora de convertir en imposible la prueba tributaria por parte de los contribuyentes tienen gravísimas consecuencias para estos.Con nuestra actual normativa tributaria y la práctica imposibilidad de paralizar en vía administrativa o económico-administrativa la ejecución de liquidaciones de cuantías importantes nos podemos encontrar con situaciones como la que seguidamente describimos. Un contribuyente que percibiera una indemnización por despido próxima a los 600.000 euros y tuviera que enfrentarse a la indebida aplicación del artículo 1 del Reglamento del IRPF perdería entre la liquidación complementaria y la sanción tributaria (a la que sistemáticamente acude la Administración con ánimo intimidatorio) aproximadamente el 75% de aquélla. Estamos –pese a que incomode declarar que el rey está desnudo- ante una práctica muy próxima a lo confiscatorio siendo generosos en el calificativo.

 

Se nos dirá que para enmendar estos desajustes están los Tribunales. Desde luego no serán, por lo general, los Económico-Administrativos en los que lo máximo a lo que puede aspirar el indefenso contribuyente es, en la práctica pero no siempre, a que se declare inválida la sanción. La realidad es que ante una inspección tributaria en la que la Administración no actúe siguiendo los principios de buena fe y confianza legítima (que, pese a que se intenten ahogar en el mar normativo, sigue reconociendo la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público), el contribuyente queda desposeído, no formalmente pero sí sustantivamente, de su derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa. Se ha de recordar que ese derecho –fundamental- no es patrimonio exclusivo de los procesos penales ni puede ser solo ejercitado ante los Juzgados y Tribunales. El administrado debe poder hacer uso efectivo de ese derecho en vía administrativa. Las pruebas que proponga y aporte deben ser valoradas razonablemente y no desestimadas sistemáticamente por la Administración, consciente de que muchos ciudadanos no acudirán a los Tribunales a hacer valer lo que tiene un indudable valor probatorio.

 

El alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa es pleno y en ello se ha de confiar para que ante prácticas como las descritas finalmente impere la Ley y el Derecho. Pero en materia tributaria (en incluso sancionadora administrativa con carácter general) la ejecutividad de los actos que agotan la vía administrativa pone en riesgo muchas economías personales y familiares para las que, probablemente, una victoria judicial llegue tarde.

 

Las Administraciones deben luchar contra el fraude. Nadie lo pone en duda. El fraude tributario es una enfermedad crónica de nuestra sociedad. Pero también lo es la actuación administrativa que, enclara desigualdad de armas, niega todo valor probatorio a documentos y testimonios que indudablemente lo tienen con el único ánimo de desesperar al contribuyente y condenarle a un largo y costoso recorrido por la montaña rusa de la vía económico-administrativa y, posteriormente, de la contencioso-administrativa. Probablemente si los Tribunales de Justicia se tomaran más en serio la condena en costas a la Administración que pierde un pleito, permitida sin obstáculos por el artículo 139 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, empezaríamos a ver la luz al final del túnel.