Vivimos una época en la que desde la política se ofrecen a los ciudadanos y empresas numerosas ayudas y subvenciones. Desastres naturales, pandemias, crisis económicas, cambio climático y protección de la naturaleza son, entre otras muchas, razones frecuentemente esgrimidas por quien tiene la competencia para dar un impulso necesario a un determinado sector productivo, colectivo o idea innovadora. La solicitud y el otorgamiento de estas ayudas deben estar precisamente reguladas. A nadie escapa que el dinero público es limitado y que debe distribuirse conforme a unas reglas tasadas que eliminen toda sombra de arbitrariedad o encubran dopajes monetarios que pudieran vulnerar los principios de igualdad entre ciudadanos o alterar las reglas de la libre competencia. Lo que quizás no sea tan conocido es que las Administraciones Públicas deben fiscalizar la correcta aplicación de las ayudas o subvenciones a los fines en mérito a los cuales fueron concedidas. Y es aquí donde nos encontramos con la cada vez más usada figura de las órdenes de reintegro de subvenciones por ausencia de justificación o por haber sido aplicados los fondos a partidas que carecen de la condición de subvencionables.
Como siempre ocurre en el mundo del Derecho Administrativo, es necesario conjugar principios muy diversos: el de legalidad, el de actuación con pleno sometimiento a la Ley y al Derecho, el de igualdad, el de buena fe y confianza legítima, el de seguridad jurídica y, por último, uno que no aparece explícitamente en las normas pero al que no se puede faltar: el del sentido común.
La Ley 38/2003, de 17 de noviembre, General de Subvenciones, y el Real Decreto 887/2006, de 21 de julio, establecen un preciso marco normativo en materia de ayudas y subvenciones. Estamos ante disposiciones dinerarias que cumplen tres requisitos: (1) que la entrega no lleve aparejada contraprestación directa de los beneficiarios; (2) que esté sujeta al cumplimiento de un determinado objetivo, ejecución de proyecto, realización de actividad, adopción de comportamiento singular o concurrencia de situación, en los que el beneficiario debe cumplir las obligaciones materiales y formales preestablecidas; y (3) que el proyecto, acción, conducta o situación objeto de la subvención tenga como meta el fomento de una actividad de utilidad pública o interés social o de promoción de una finalidad pública.
El rigor en el otorgamiento de las subvenciones es tan necesario como la propia existencia de estas. Pensemos, por ejemplo, en el carácter esencial que tienen las ayudas anunciadas recientemente para la reconstrucción de los territorios afectados por la DANA. O, en otro campo de actuación totalmente distinto, la necesidad que existe en la economía española, especialmente en el sector de autónomos y PYMES, de lograr la más completa digitalización de su actividad.
Solo a través del otorgamiento serio, pautado, regulado y transparente de las subvenciones puede evitarse el vicio en la raíz, desgraciadamente no tan infrecuente en la actuación de las Administraciones Públicas en tantos campos en los que intervienen. Pensemos, por ejemplo, en materia de acceso a la función pública en los supuestos en los que se convoca un concurso-oposición o simplemente un concurso con la finalidad desviada de favorecer a un determinado candidato. Se convierte con ello a ese proceso selectivo en una pantomima en la que los principios de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a la función pública son meras reliquias formales sin virtualidad práctica alguna. O, entrando en el ámbito de la desviación de poder, parémonos a pensar en actuaciones tributarias o sancionadoras en las que con la incuestionable cobertura normativa lo que se persigue no es blindar el bien jurídico protegido sino aumentar la disponibilidad de fondos de una determinada Administración.
Parece incuestionable que lo primero que se ha de exigir a una subvención es que desde el mismo momento en que se concibe la idea de su otorgamiento se respete con sumo escrúpulo el amplio acervo de garantías establecido en la normativa vigente a la que hemos hecho referencia anteriormente.
No caben, en puridad jurídica, subvenciones ad hoc o ad personam que tengan por finalidad favorecer una situación singular de un determinado administrado, sea este persona física o jurídica. Sin embargo, no son rara avis los pleitos en los que lo que se cuestiona es precisamente la oportunidad de la subvención o su respeto a los principios más básicos de nuestro ordenamiento jurídico.
Por poner un ejemplo profesional ya alejado en el tiempo, no cabe (así lo declaró el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y lo ratificó en casación el Tribunal Supremo) que una determinada Administración Pública plantee una modificación urbanística, encubriendo una subvención, con la única finalidad de conseguir el restablecimiento del equilibrio económico-financiero de una sociedad de capital mayoritariamente público.
En un país en el que la filosofía pícara del Lazarillo de Tormes no parece que nunca nos vaya a resultar ajena es muy necesario que se controle tanto a la Administración concedente de la subvención como a quien acude a ella postulándose como posible beneficiario. Y ello con el único y muy importante propósito de que las uvas las acabe comiendo quien realmente las necesita.
Sin embargo, la litigiosidad en materia de subvenciones está aumentando significativamente a instancia de las propias Administraciones concedentes en un terreno hasta ahora poco explorado: el del reintegro de cantidad objeto de la ayuda y, eventualmente, el de la revocación de la subvención otorgada.
El planteamiento teórico es fácilmente comprensible y aceptable: quien incumple el destino que se ha de dar a una subvención o ayuda pública debe reintegrar -con los intereses que resulten de aplicación- la cantidad percibida. Del mismo modo, en función de las concretas normas que regulen la convocatoria de esas ayudas y dependiendo de la gravedad del incumplimiento, el beneficiario podría ver completamente revocada la subvención.
La práctica da lugar a múltiples situaciones grises en las que la Administración Pública defiende una postura de máximos que choca frontalmente con los principios de proporcionalidad y seguridad jurídica. O, si se quiere, en términos populares, hace añicos el famoso refrán de “Santa Rita Rita, lo que da ya no se quita”.
Dentro de esa mala praxis administrativa nos podemos encontrar con distintos escenarios:
Primero.- Uno en el que la propia convocatoria de las ayudas establece tantísimos hitos de comprobación y justificación de las ayudas concedidas que resulta prácticamente imposible -por muy poderosa que sea la infraestructura organizativa del beneficiario- dar exacto cumplimiento a absolutamente todas las exigencias de acreditación de observancia de la finalidad para la cual fue otorgada la subvención.
La postura de máximos de la Administración en estos casos le lleva a vincular un solo incumplimiento, por muy liviano que sea en términos cualitativos y cuantitativos, con la orden de reintegro de todas las cantidades concedidas.
No sin un complicado camino procesal, el Tribunal Supremo rechazó tales prácticas por desproporcionadas. Así, la sentencia de 18 de junio de 2020, dictada en relación con el plan Avanza2, estableció con toda claridad que “no es correcto invalidar la totalidad de los costes (que quedan a cero, como si ninguna actividad o gasto se hubiera generado), siendo así que en lo referente a los costes de personal cabe incluir los costes que corresponden a las horas efectivamente realizadas por cada uno de los tres trabajadores, hasta los importes máximos aceptados por la Administración” y, en consecuencia, anuló la decisión de reintegro.
Segundo.- Pese a la claridad de la postura del Tribunal Supremo, vienen proliferando distintas actuaciones administrativas (especialmente en relación con las ayudas concedidas como consecuencia de la crisis multiorgánica provocada por la COVID-19) en las que se considera árbol envenenado a aquel en el que se detecta solo un fruto en mal estado. O, si se quiere, se pervierte la letra de la norma que fundamenta el otorgamiento de la subvención para desvincular esta de la finalidad que la motivó (siempre la utilidad pública o el interés social) y convertirla en reo de interpretaciones gramaticales interesadas que consideran no subvencionables gastos que indiscutiblemente -con soporte pericial- sirvieron para hacer frente a deudas con terceros y, en consecuencia, a mantener la actividad económica global en esos años tan complicadísimos de pandemia.
La conclusión a la que debemos llegar es a la de que toda transparencia es poca en el otorgamiento de subvenciones y ayudas pues solo así se puede garantizar la igualdad y la legalidad. Pero también debemos sostener que, en materia de justificación del cumplimiento de los requisitos de una subvención, una actuación administrativa invasiva, desproporcionada, interesada o expansiva que busque como única finalidad el reintegro total de la subvención, despoja por completo de sentido al mecanismo de fomento y ayuda y lo convierte en un instrumento alejado del administrado y, lo que es tanto o más grave, impide la consecución efectiva del fin de utilidad pública o interés social para el que fue concebida aquella.
Bien podríamos decir que las Administraciones Públicas no son Santa Rita pero que la observancia de la proporcionalidad y la legalidad impide quitar alegremente lo que previamente se dio a los administrados.