LA NUEVA REGULACIÓN DE LA PROPOSICIÓN DE PRUEBA EN EL PROCEDIMIENTO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO

Daha mihi factum, dabo tibi ius”. Así puede definirse de manera muy precisa la función jurisdiccional. Como en todos los ámbitos del Derecho, la teoría es relativamente sencilla de conocer pero la práctica presenta en no pocas ocasiones dificultades inesperadas. Al juzgador hay que darle los hechos para que él nos pueda dar el derecho. El problema puede surgir cuando los hechos que una parte considera indiscutibles requieren un mecanismo probatorio directamente vinculado a la regulación legal de la carga de la prueba. No entraré en esta exposición en cómo el legislador ha configurado sustantivamente la prueba en el procedimiento contencioso-administrativo pero sí en los problemas prácticos que lleva aparejada su proposición en ese orden jurisdiccional.

 

Hemos de partir de la base de que, en la práctica, el procedimiento contencioso-administrativo no es una confrontación entre iguales por más que haya de respetarse el principio procesal de “igualdad de armas”. Generalmente, en los pleitos contencioso-administrativos nos encontramos en la parte demandante a una persona privada (ya sea física o jurídica) que impugna un determinado acto emanado de una Administración pública.      Sería ingenuo obviar la circunstancia de que en ese escenario el esfuerzo probatorio más intenso lo ha de hacer quien sostiene la ilegalidad del acto que ataca y que en ese intento se enfrenta a quien goza de una serie de prerrogativas (teóricas y prácticas) que no están al alcance de los particulares. Basten dos ejemplos, uno en el plano sustantivo y otro en el formal, para refrendar el anterior aserto. De todos es conocida la presunción de veracidad de que gozan las declaraciones de los agentes de la autoridad. Tampoco puede razonablemente discutirse que los medios personales y materiales de que dispone una Administración pública para elaborar un expediente administrativo suelen ser mucho mayores que aquellos con los que cuenta el particular o empresa que decide atacar una determinada resolución o acto de Derecho público.

 

La situación de partida, en lo que a la posición de las partes en el procedimiento contencioso-administrativo se refiere, no parece que sea la de un equilibrio de facto. Es en ese desequilibrio práctico en el que adquiere especial relevancia la forma en la que se regula la proposición de prueba. Conocemos que el legislador viene introduciendo una serie de reformas en las leyes procesales a fin de lograr la agilización de los procedimientos. Esas reformas son, a mi juicio, necesarias y convenientes pero se encuentran con dos problemas. Uno, aplicable a todas las jurisdicciones, consistente en que si la agilización formal de un procedimiento no va acompañada de la necesaria dotación de medios materiales y personales, no logrará su objetivo pues habremos introducido un motor muy potente en un vehículo incapaz de ser conducido a altas velocidades. Otro, que afecta singularmente al procedimiento contencioso-administrativo, pues determinadas reformas tendentes a su agilización pueden tener la fatal consecuencia de ahondar más en el desequilibrio fáctico entre las partes al que vengo haciendo referencia.

 

Si acudimos a la regulación legal de la proposición de prueba en el procedimiento contencioso-administrativo nos encontramos con los artículos 60 y 78.12 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA). Se ha de destacar que el artículo 60 LJCA, en sus apartados 1 y 2 que son los que aquí nos interesan, fue modificado por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal. Con carácter general, en el procedimiento ordinario, la Ley exige ahora que sea en el propio escrito de demanda, mediante otrosí, donde el recurrente no sólo precise los puntos de hecho sobre los que haya de versar la prueba sino que también proponga los medios de prueba de que intenta valerse.

 

Pues bien, a este respecto hemos de realizar las siguientes consideraciones:

 

Primera.- La LJCA, ya en su redacción original, obligaba a las partes a fijar con precisión los hechos sobre los que ha de versar la prueba. Pero esa exigencia no tiene el mismo alcance para el demandante que para la Administración demandada. Y ello porque resulta fácil entender que cuando el recurrente formaliza su escrito de demanda e intenta probar los hechos en los que basa sus pretensiones no conoce cuál será la postura de la contraparte en relación con aquéllos. La Ley le obliga a una incomprensible tarea de adivinación jurídica o, por lo menos, de anticipación procesal pues deberá intuir o vislumbrar qué hechos de los que él da por ciertos de manera, a su entender, fundamentada serán negados de contrario.

 

La tarea se antojaba ya muy compleja por dos razones: una, por la tremenda meticulosidad de ciertos órganos jurisdiccionales que sistemáticamente inadmitían medios de prueba no vinculados estrictamente a los puntos de hecho señalados como controvertidos por el demandante y, otra, por la generalizada práctica de los abogados de las Administraciones demandadas de negar con carácter general todos los hechos contenidos en el escrito de demanda que no encuentren respaldo en el expediente administrativo.

 

Tal complejidad no azota a la parte demandada toda vez que al contestar a la demanda puede y debe precisar (aunque, como hemos visto, no lo haga y caiga en un formulismo genérico y de nulo valor práctico) qué hechos concretos de los invocados por el demandante no acepta. Tal negación llevará automáticamente a la fijación de los hechos alegados de contrario como controvertidos pese a que, insistimos, en muy pocas ocasiones nos encontramos con una Administración demandada que cumpla con precisión esa obligación legal y mucho menos que tenga verdadero interés en proponer algún medio de prueba distinto al de la documental a fin de que se dé por reproducido el expediente administrativo.

 

Segunda.- El legislador, en su afán por agilizar los procedimientos (olvidando que, por extraño que parezca al lector lego en estas cuestiones, el mayor retraso en la tramitación de aquéllos no se produce en el ordinario contencioso-administrativo sino en el abreviado), introdujo con la reforma de octubre de 2011 un nuevo requisito procesal consistente en fundir en el escrito de demanda el de proposición de prueba. Desde el punto de vista estrictamente cronológico la decisión puede parecer acertada. Si donde antes había un nuevo emplazamiento a las partes por plazo común de quince días para proponer prueba ahora concurre la exigencia de incorporar esa proposición al escrito de demanda, parece que habremos ahorrado tiempo de tramitación del procedimiento (lo habremos agilizado como tanto gusta decir al legislador). Pero esa agilización, ¿se ha producido a coste cero para los derechos de los administrados? ¿Podemos estar seguros de que el derecho fundamental a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa de los derechos e intereses legítimos del ciudadano o empresa que impugna un acto administrativo ante los Tribunales no se ha visto lesionado?

 

La respuesta que se haya de dar a las dos preguntas planteadas depende en gran medida de la sensibilidad procesal del juzgador. Sensibilidad sobre la que no podemos generalizar pero cuya ausencia condena, sin duda, al recurrente a no poder proponer medios de prueba absolutamente pertinentes para la defensa de sus pretensiones. Sin esa especial sensibilidad procesal podemos decir que la reforma de octubre de 2011 no sólo no soluciona un problema existente sino que ahonda en él. En efecto, si no parece muy factible que el recurrente adivine qué hechos de los alegados por él en su escrito de demanda va a negar la contraparte, todavía más complicado resulta que pueda proponer prueba en un momento procesal en el que los hechos controvertidos no han quedado en modo alguno fijados. Se nos podrá decir, no sin una cierta razón teórica, que todos los hechos que se describen en el relato de antecedentes de una demanda deben estar debidamente refrendados documentalmente. Pero la realidad práctica es muy distinta puesto que, por poner un ejemplo muy claro, en un procedimiento contencioso-administrativo son en ocasiones muy relevantes las pruebas testificales (función pública, sanciones, urbanismo, etc.) cuya aportación junto con el escrito de demanda es en la mayor parte de las ocasiones imposible. No olvidemos que el ciudadano medio español, por lo general, sólo acude a testificar a un Juzgado cuando ha sido previamente citado por éste y que no suele prestarse a firmar actas de manifestaciones previas sobre cuyo uso final alberga serias dudas.

 

En ocasiones es difícil entender las razones por las que el legislador quiere apartar el procedimiento contencioso-administrativo de las más elementales y aceptadas reglas procesales. Concretamente en materia de proposición probatoria habría bastado con reproducir la regulación contenida en la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil que, ya sea en el procedimiento ordinario ya en el juicio verbal, establece como momento idóneo para proponer prueba aquél en el que tanto demandante como demandado han fijado los hechos que consideran controvertidos. Como es sabido, en el procedimiento ordinario ese momento es la audiencia previa al juicio, mientras que en el juicio verbal la proposición de medios de prueba se realiza una vez que el demandante ha contestado a la demanda en el acto del juicio. Pues bien, parece que hay una tendencia, perversa a mi juicio, a mantener el procedimiento contencioso-administrativo como terreno en el que incluso formalmente la Administración pública goza de prerrogativas absolutamente ajenas al particular que tiene que enfrentarse a ella.

 

Pero retomando el concepto de “sensibilidad procesal” del juzgador nos encontramos con un mecanismo esperanzador para el administrado recurrente en el artículo 60.2 LJCA. Tal precepto contempla la posibilidad de que de la contestación a la demanda resulten nuevos hechos de trascendencia para la resolución del pleito y prevé entonces que el recurrente pueda solicitar el recibimiento del pleito a prueba proponiendo en el plazo de los cinco días siguientes al traslado de la demanda los medios de prueba de que pretenda valerse. Ahora bien, si el juzgador hace una interpretación rigorista de este precepto y sólo admite prueba sobre lo que estrictamente considera “hecho nuevo” entonces el problema de indefensión probatoria del recurrente seguirá siendo el mismo que ya concurría con demasiada frecuencia antes de la reforma de octubre de 2011. La interpretación que postulamos como correcta del meritado precepto y, desde luego, como garantista en términos de protección del derecho fundamental a la utilización de los medios de prueba pertinentes para la defensa y fundamentación de las pretensiones de los ciudadanos recurrentes en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, es la de que debe admitirse la proposición de prueba una vez contestada la demanda por parte de la Administración sobre todos aquellos hechos considerados ciertos por el recurrente y que hayan sido negados o innovados de contrario. Lo contrario sería reconocer de facto un privilegio a la Administración demandada difícilmente cohonestable con el principio procesal de “igualdad de armas”.

 

Lo dicho hasta aquí es enteramente predicable de la proposición de prueba en el procedimiento abreviado contencioso-administrativo toda vez que el artículo 78.12 LJCA efectúa una remisión al modo en que la práctica de la prueba está prevista para el juicio ordinario. Sobre la dificultad que plantea adecuar el desarrollo de un procedimiento abreviado a la “plantilla procesal” del procedimiento ordinario habré de volver en otro artículo.

 

En definitiva, podemos concluir que sólo una interpretación flexible y razonable por parte de los Tribunales de la norma que regula la proposición de prueba en el procedimiento contencioso-administrativo evitará situaciones en las que el riesgo de lesionar gravemente el derecho fundamental a la utilización de los medios de prueba por parte del ciudadano recurrente es muy alto. La agilización procesal no debería suponer menoscabo de los derechos de los litigantes en un procedimiento, máxime cuando una de las partes ha de enfrentarse a una Administración pública cuyo potencial procesal de todo orden es difícilmente discutible.

 

 

Pedro Calleja Pueyo