EL SUPREMO PONE A DIETA LA DISCRECIONALIDAD TÉCNICA DE LAS OPOSICIONES

Quienes nos dedicamos al ejercicio activo del Derecho ante los Juzgados y Tribunales de lo Contencioso-Administrativo solemos tener una pesadilla nocturna recurrente: la discrecionalidad técnica. Pero quien de verdad la padece es el esforzado opositor que tras muchos años de estudio ve truncadas sus expectativas de ingreso en la función pública por una barrera (que no se distingue mucho de la guillotina). Ese impedimento insalvable es la consideración –hasta ahora mayoritaria y generalmente aceptada- de que “los Tribunales de oposición son soberanos”. Y ya sabemos que donde hay soberanía del calificador no cabe revisión externa de un tercero ajeno al proceso selectivo. ¿O sí?

 

El dictum de Acton ya nos enseñaba que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Negar que las actuaciones arbitrarias han existido, existen y existirán en los Tribunales de calificación de un proceso selectivo de acceso a la función pública es, lisa y llanamente, desconocer la realidad. La arbitrariedad, aun siendo un vicio grave e inaceptable en un Estado que se dice de Derecho, ha venido tradicionalmente encontrando un aliado estable y rocoso en el concepto de discrecionalidad técnica. Apoyándose en él muchos Tribunales (ya no de oposición sino de Justicia) han aprovechado para hacer la vista gorda y sustraer de su enjuiciamiento actuaciones manifiestamente desviadas de órganos calificadores. Los repertorios de jurisprudencia están llenos de sentencias desestimatorias de recursos contencioso-administrativos en las que el Tribunal de turno manifestaba que en ningún caso podía sustituir el criterio técnico del evaluador ni, por lo tanto, era jurídicamente aceptable revisar la valoración otorgada en vía administrativa.

 

En la contienda arbitrariedad versus discrecionalidad técnica casi siempre salía victoriosa la primera. Probar un actuación arbitraria, desviada o antijurídica de un Tribunal de selección es el perfecto ejemplo que en las aulas universitarias se pone de “probatio diabolica”. La arbitrariedad como capricho, error inducido y aceptado o buscada falta de motivación en un acto administrativo de calificación de un opositor es, no nos engañemos, una figura de laboratorio académico. Pero las cosas pueden estar cambiando.

 

En primer lugar, hemos de señalar que el propio concepto de discrecionalidad técnica no es de fácil comprensión para el común de los ciudadanos (que, no olvidemos, es quien tiene que entender y cumplir la Ley). Lo discrecional no parece conformar una buena mezcla con lo técnico. La técnica siempre se ha considerado como algo objetivo, quizás mejorable, pero nunca susceptible de interpretaciones discrecionales. Matrimoniar ambos conceptos ha dado lugar a muchas bodas en las que en el banquete nupcial se servía como plato único ruedas de molino.

 

En segundo lugar, todo exceso o abuso descarado suele llevar fecha de caducidad. Vivimos en España situaciones convulsas que ilustran que la injusticia (tenga o no respaldo legal) no tiene salvoconducto eterno. Resulta difícilmente discutible que bajo el paraguas de la discrecionalidad técnica se han cometido tradicionalmente inaceptables ataques a los principios de mérito y capacidad que deben concurrir en quien finalmente obtiene un plaza en la función pública. Una cosa es conceder un margen de apreciación de los méritos y conocimientos de un opositor y otra bien distinta blindar con el discutible concepto de la discrecionalidad técnica el mero capricho interesado de un Tribunal calificador. Evidentemente, entre dos opositores que desarrollan el tema de la Revolución Francesa puede y debe caber para el evaluador un ámbito de libertad en la calificación de los méritos. Libertad en la que no puede incluirse calificar distinto méritos iguales o dar por bueno lo que a todas luces no lo es. Pues bien, como venimos apuntando, parece que el blindaje empieza a perder efecto.

 

El ataque a la fortaleza de la discrecionalidad técnica sólo podía venir por dos caminos. Uno, que ya apuntábamos en alguno de nuestros pasados artículos sobre este tema, vía conversión de todas las pruebas de acceso a la función pública en exámenes mecánicos y exhaustivísimos (tipo test) que redujeran a cero el riesgo de trato de favor a un determinado opositor. Indudablemente, esa operación garantizaría la limpieza de los procesos selectivos pero no que quienes obtuvieran la plaza fueran los mejor preparados. Hay matices importantes en el mérito y capacidad de las personas que no son distinguidos en pruebas selectivas absolutamente rígidas y cuadriculadas. El segundo frente de ataque, más razonable, podía estar en un cambio jurisprudencial que adelgazara la coraza de la hasta ahora omnipotente discrecionalidad técnica. Ha sido esto lo que ha ocurrido o lo que, por lo menos, comienza a atisbarse con dos muy recientes Sentencias del Tribunal Supremo.

 

Nos estamos refiriendo a las Sentencias dictadas por nuestro Alto Tribunal el día 31 de julio de 2014 en los recursos de casación 2001/2013 (ponente D. Pablo Lucas Murillo de la Cueva) y 3779/2013 (ponente D. Nicolás Maurandi Guillén). Pese a tratarse de dos ponentes distintos la fundamentación es muy similar y supone, a nuestro juicio, una variación significativa en la consideración que el Supremo hace de la discrecionalidad técnica. Sorprende (y agrada) constatar que el criterio del órgano de evaluación ya no va necesariamente a misa. Así se nos dice que “la comparación entre el ejercicio del actor y los de los aspirantes que éste señaló podía hacerla por sí misma la Sala porque el caso práctico que constituyó el objeto del segundo ejercicio de la fase de oposición versaba sobre una materia jurídica de las que conoce el orden jurisdiccional contencioso-administrativo y los integrantes de la misma estaban en condiciones de apreciar por si mismos si existía o no la identidad afirmada por el Sr. Secundino desde el momento en que disponían de todos esos ejercicios”. La valoración de los méritos y capacidad de un opositor ya no es campo vedado a los Tribunales de Justicia ni la opinión del órgano calificador goza de la presunción de infalibilidad. En palabras de la primera de las Sentencias citadas “una cosa es que en sede judicial no se pueda sustituir el criterio técnico del tribunal calificador o valorar su mayor o menor acierto siempre que no sea absurdo su juicio y otra que no quepa revisar la forma en que ha sido aplicado”.

 

El Tribunal Supremo alumbra una fórmula para cuestionar la discrecionalidad técnica. Fórmula contra la que teóricamente no tenemos nada que oponer. Se trata de encontrar un término de comparación válido entre aspirantes a una misma plaza en la función pública y analizar si el Tribunal calificador actuó respecto a ellos del mismo modo. El problema aparece en la aplicación práctica de ese criterio pues encontrar dos supuestos idénticos que puedan servir como términos de comparación válidos puede resultar muy complicado. Desde luego, el absoluto rigor que el Tribunal Constitucional viene exigiendo para estimar la vulneración del principio constitucional de igualdad del artículo 14 de nuestra Carta Magna ha sido rebajado significativamente por las Sentencias del Supremo a las que nos estamos refiriendo. En ellas se hace mención a la coincidencia sustancial entre los contenidos del ejercicio del recurrente y de los de los aspirantes que le sirven como término de comparación.

 

Además, dando un significativo tirón de orejas a los Tribunales calificadores, el Supremo recuerda que las puntuaciones numéricas pueden servir como motivación del acto administrativo siempre que el afectado no las discuta pues en ese caso la necesidad de motivar la decisión debe conducir a la exhaustividad que permita considerar razonado el juicio valorativo emitido.

 

Lo realmente novedoso es que el Tribunal Supremo se considera con capacidad para analizar el término de comparación que le facilita el recurrente y, lo que es más importante, para sustituir el criterio técnico del órgano de evaluación. Nunca pensamos que pudiéramos leer en una sentencia del Alto Tribunal algo como lo siguiente: “reconocemos el derecho del recurrente a que se le tenga por superado el segundo ejercicio de la fase de oposición con la misma calificación que se le asignó al Sr. Laureano y a proseguir el proceso selectivo”.

 

Creemos, por lo tanto, que hay una puerta abierta al optimismo en la medida en que esta jurisprudencia supone una amenaza directa a actuaciones injustificadas, inmotivadas y caprichosas de los Tribunales de evaluación. Pero el optimismo debe ser moderado por las dos siguientes razones:

 

(1) La discrecionalidad técnica no ha sido eliminada sino adelgazada. Esto no significa que a partir de ahora toda decisión del órgano evaluador pueda ser rebatida con la mera aportación de un informe pericial en sentido contrario. Lo que sí se producirá (de hecho, ya se está produciendo) es un cambio sustancial en las decisiones de los órganos jurisdiccionales respecto a las periciales propuestas por los recurrentes. Hasta ahora eran inadmitidas por innecesarias. A partir de ahora la tendencia será la contraria en la medida en que, insistimos, puedan servir para acreditar un trato desigual entre opositores.

 

(2) La Administración Pública tiene una sorprendente capacidad camaleónica y de adaptación. Será a partir de ahora, sin duda, mucho más meticulosa a la hora de motivar sus decisiones y de justificar las diferencias de puntuación entre aspirantes pero, recordemos, no ha perdido (ni podría hacerlo) su flexibilidad en la apreciación de los méritos y capacidades de los aspirantes.

 

En definitiva, no estamos ante la muerte de la discrecionalidad técnica (no sería deseable a juicio de quien esto suscribe) sino de un paso más hacia el control de la no siempre regular actuación administrativa en los procedimientos selectivos. Es buena noticia porque el ciudadano está un paso más cerca de poder gritar aquello de “la arbitrariedad ha muerto, ¡viva la discrecionalidad técnica!”.