ACTO CONSENTIDO Y ALCANCE REVISOR DE LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA

Un prestigioso Letrado de las Cortes, humanista de conocimientos enciclopédicos, concluía muchas de sus clases preguntando al alumnado si todo estaba suficientemente oscuro. La oscuridad docente impulsa al alumno a descubrir su propia verdad en un esforzado ejercicio del arte de la mayéutica que nos enseñó magistralmente Sócrates. En el ámbito administrativo no es tan loable la creación de conceptos o situaciones indefinidas. Una de ellas, frecuentemente argüida por los defensores letrados de las distintas Administraciones públicas, es la confusión entre el acto consentido y la supuesta imposibilidad de alegar en vía contencioso-administrativa sobre la base de motivos no esgrimidos ante la Administración.

 

Es un lugar común –muy socorrido- en los escritos de contestación a demandas contencioso-administrativas oponer como causa de desestimación que el recurrente basa su pretensión anulatoria en razones no empleadas en la vía administrativa y que, por lo tanto, ha consentido el contenido del acto no afectado lo discutido ante la Administración. Ese abominable monstruo de las nieves, cuya existencia nadie jamás ha podido probar, también forma parte del álbum de fotos que algunos abogados no familiarizados con esta jurisdicción muestran a sus clientes para intentar disuadirles de acudir a los Tribunales a fin de impugnar un acto administrativo usando argumentos que, normalmente por no contar con dirección letrada, no se pusieron de manifiesto en la fase de alegaciones o en los recursos interpuestos ante la Administración correspondiente.

 

Ciertamente existe una situación de confusión que nace de la falta de precisión en el uso de conceptos jurídicos. Por un lado, debemos ser capaces de distinguir lo que es un acto administrativo de lo que no lo es y, sobre todo, saber qué actos de trámite son impugnables pese a no suponer una decisión final por parte de la Administración. Por otro lado, es esencial distinguir entre pretensión y motivo que le da fundamento. Con estas dos cuestiones resueltas, la confusión acerca del alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa será sólo patrimonio del alumno poco aventajado o del abogado que –legítimamente- pretende hacer creer al Tribunal que el sol sale por Occidente y se acuesta por Levante.

 

El mejor escenario práctico para explicar la diferencia entre distintos tipos de actos administrativos, al que acudimos recurrentemente quienes tenemos obligaciones (y pasiones) docentes, es el de los procedimientos de selección de funcionarios públicos. En ellos nos encontramos con las llamadas bases de la convocatoria o ley del concurso. Una muy pacífica jurisprudencia tiene sentado que quien discrepa con el contenido de esas bases pero no las impugna en el plazo legalmente establecido tras su publicación, las consiente. En el mismo plano nos podemos encontrar, por ejemplo, con un acto administrativo del Tribunal calificador de una oposición que hace pública la lista de aspirantes que han superado un determinado ejercicio. Evidentemente este acto no es definitivo en vía administrativa pero sí supone la exclusión del procedimiento de concurrencia competitiva de quienes no aparecen en esa lista por no haber superado la nota de corte establecida en las bases para ese concreto ejercicio. También en este caso, quien se aquieta, muere (jurídicamente, claro está) puesto que consiente el acto.

 

Vayamos ahora a un supuesto radicalmente distinto pero que muchos –interesadamente- pretenden asimilar al del consentimiento de un acto. Imaginemos, por ejemplo, que en unas pruebas de acceso a un determinado cuerpo militar un determinado aspirante obtiene la calificación de no apto en las pruebas físicas por no corrido una determinada distancia por debajo del tiempo establecido para esa prueba en las bases de la convocatoria. El opositor decide formalizar alegaciones conforme a lo regulado en la ley del concurso en las que en un primer momento manifiesta que se incumplió la normativa aplicable por no haber respetado el tiempo mínimo de recuperación entre una prueba física y aquella en la que obtuvo el no apto. Esas alegaciones podrán o no ser estimadas pero en el caso de no serlo, tanto en los posteriores recursos administrativos como en el contencioso-administrativo que podrá eventualmente interponerse contra el acto administrativo que le excluyó del procedimiento selectivo, el recurrente podrá usar razones de impugnación distintas de las empleadas en su escrito de alegaciones.

 

Contamos ya con el automatismo de defensa de la Administración: intentará a toda costa convencer al Juez o Tribunal de que concurre acto consentido por cuanto la impugnación judicial se basa en motivos distintos a los utilizados en vía administrativa. Afortunadamente, los Tribunales de Justicia no suelen dejarse convencer de que lo blanco es negro. Un acto administrativo sólo se consiente cuando no se impugna o bien cuando la conducta posterior del administrativo, pese a haberlo impugnado, revela una manifiesta aceptación del contenido de aquél. Si un acto se impugna, el objeto de debate a fin de determinar si se puede atacar su validez por motivos distintos a los ya indicados en vía administrativa se centra en diferenciar correctamente los conceptos de motivo y pretensión.

 

No descubrimos ningún planeta lejano si afirmamos que la pretensión que sistemáticamente se deduce en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo es la de que un determinado acto administrativo sea declarado inválido. No entramos aquí en las especialidades de impugnación introducidas en la Ley de la Jurisdicción de 1998 (ejecución de actos firmes, cumplimiento de obligaciones, vía de hecho). Los motivos que el ciudadano pueda emplear para dar fundamento a su pretensión pueden o no coincidir con los que dieron sustento jurídico a sus alegaciones y recursos administrativos. Tales diferencias podrán merecer el reproche de incoherencia estratégica por parte del defensor jurídico de la Administración pero su tacha resultará ajurídica y, por lo tanto, no podrá desplegar efecto alguno en el procedimiento en el que se vierte.

 

La jurisdicción contencioso-administrativa se basa en un proceso al acto administrativo que se impugna en el que se ha de analizar su adecuación o no a Derecho por los motivos argumentados en ese momento por las partes litigantes o, incluso, por el propio Tribunal para supuestos de vicios de orden público y siempre respetando las elementales garantías de audiencia y contradicción.

Busquemos, para clarificar definitivamente la cuestión, otras palabras: las del artículo 56.1 de la Ley Jurisdiccional. En él se nos dice que “en los escritos de demanda y de contestación se consignarán con la debida separación los hechos, los fundamentos de derecho y las pretensiones que se deduzcan, en justificación de las cuales podrán alegarse cuantos motivos procedan, hayan sido o no planteados ante la Administración”.

 

El alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa es, por lo tanto, pleno con la consabida excepción de que lo que se impugne sea, artículo 28 LJCA, un acto que reproduzca otros anteriores definitivos y firmes o que sea confirmatorio de un acto consentido por no haber sido recurrido en debido tiempo y forma.

 

Lo que debe quedar claro es que el empleo en vía administrativa de motivos de impugnación distintos a los que se utilizan en el contencioso-administrativo para sustentar la pretensión de invalidez del acto impugnado nada tiene que ver con consentir el acto que se ataca. Se consiente el acto que se no se impugna. Y una vez que se impugna, los motivos que fundamentan la pretensión de que el acto sea declarado inválido pueden ser distintos en vía administrativa y en vía contencioso-administrativa. Lo que evidentemente no será nunca distinto (salvo descomunales errores que nos ofrece el siempre inesperado laboratorio de la vida forense) es la pretensión ejercitada: la de que sea declarada la invalidez del acto impugnado.

 

Las buenas sentencias perduran en el tiempo y por ello resulta especialmente sorprendente que la polémica siga planteándose de manera reiterativa. Es difícil encontrar mejores palabras para resolver esta controversia que las empleadas por la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de junio de 2002 (RJ 2002\5918): “Los razonamiento aportados “ex novo” por el contribuyente en la vía jurisdiccional no constituyen nuevas pretensiones, sino un complemento impugnatorio totalmente lícito. Si así no fuera, la vía administrativa equivaldría a una primera instancia, y se impediría el adecuado control de la actividad de la Administración vulnerándose lo dispuesto en el art. 1 de la Ley de la Jurisdicción de 1956, el cual dispone que el objeto del proceso contencioso-administrativo lo constituyen los actos de la Administración, pero no los fundamentos del acto o los que se utilizaron por los recurrentes en vía administrativa”.

 

Muchas veces somos los propios abogados (de parte o de la Administración) los que nos parapetamos tras explicaciones farragosas de conceptos y cuestiones que son claras. No todo en el mundo del Derecho es complicado. Quizás lo que subyace en esas ceremonias de confusión conceptual sea, en primer lugar, un pueril intento de hacer que el Tribunal adopte una decisión equivocada que, evidentemente, nos favorezca pero, quizás, también crear la apariencia de que nos encontramos en un entorno técnico muy complejo y, por ello, inaccesible para el común de los ciudadanos. El prestigioso economista surcoreano Ha-Joon Chang explica este vicio en términos muy llanos: “El fontanero no te explicará todo, porque si lo hace parecería demasiado fácil”.