DISCRECIONALIDAD TÉCNICA Y OPOSICIONES A LA FUNCIÓN PÚBLICA: UNA OPINIÓN CRÍTICA
La pregunta políticamente incorrecta que con más frecuencia se hacen quienes una vez acabada la carrera universitaria valoran la posibilidad de aspirar a una plaza en la función pública es “¿hay enchufes en las oposiciones?”. La respuesta inmediata, también políticamente muy incorrecta, debe ser afirmativa. Pero con un matiz: toda generalización supone una injusticia y, por lo tanto, afirmar que el sistema de acceso a la función pública en España está masivamente aquejado de un vicio tan grave como el de corrupción en la asignación de las plazas de las oposiciones es, por lo menos, arriesgado.
Para quien se ha aproximado al complejo mundo del acceso la función pública desde tres perspectivas (como opositor, como compañero de funcionarios públicos en excedencia y como abogado a quien no pocos clientes acuden para impugnar el resultado insatisfactorio de una oposición) no resulta demasiado complicado hacer una valoración crítica de aquél.
Respetando siempre el secreto profesional, conviene ilustrar este artículo con uno de los supuestos más llamativos e injustos con los que quien esto suscribe se ha encontrado en su carrera profesional. En una determinada oposición a un plaza en la Administración General del Estado, un aspirante realizó los dos ejercicios con un alto grado de satisfacción (86 puntos sobre un total de 100). Su sorpresa llegó cuando otro de los aspirantes que había obtenido 50 puntos en el primer ejercicio y 16 en el segundo (66 puntos sobre 100 en total) apareció en el listado final de la oposición con 87 puntos, resultando así adjudicatario de la plaza convocada.
El aspirante desposeído de la que legítimamente esperaba fuera su plaza, estupefacto ante lo que estaba viviendo, decidió poner el asunto en manos de un abogado especializado en este tipo de asuntos. Éste le comentó que “todo tenía apariencia de ser un gran enchufe” frente al que lucharían con todos los medios. Pero las sorpresas no dejaban de llegar. Resultó que el opositor finalmente ganador había interpuesto recurso de reposición contra la calificación de su primer ejercicio (50 puntos) y que éste había sido estimado por el Tribunal calificador, sin dar audiencia a los posibles interesados, elevando en nada menos que 21 puntos su calificación inicial de tal modo que si a los 71 puntos ahora resultantes del primer ejercicio se sumaban los 16 del segundo el resultado era –sospechosamente- de 87 puntos. Justamente el punto necesario para desbancar a quien hasta entonces tenía “mejor derecho” a la plaza. Para más inri, el abogado que había manifestado que se trataba de un “enchufe”, tras consultar su archivo, tuvo que manifestar al opositor perjudicado que no podía llevarle el asunto porque había sido él el que había interpuesto el recurso de reposición del opositor finalmente ganador.
Así fue como el opositor derrotado llegó a mi despacho. Interpuesto el correspondiente recurso contencioso-administrativo éste se tramitó con la lentitud habitual en nuestros Tribunales obteniendo como resultado una victoria pírrica. El recurso fue estimado parcialmente. La sentencia no valoró siquiera si había habido arbitrariedad en la actuación del Tribunal calificador (“enchufe” en el lenguaje perfectamente comprensible para el ciudadano de a pie) sino que consideró que estimar el recurso de reposición (que tuvo como resultado elevar en 21 puntos la calificación otorgado inicialmente al opositor ganador de la plaza en último término) sin dar audiencia a quienes podrían resultar perjudicados por esa decisión suponía una vulneración del procedimiento legalmente establecido. En consecuencia, declaró inválido el resultado final de la oposición y ordenó retrotraer las actuaciones a fin de que mi cliente fuera oído en relación con ese recurso de reposición. Y decimos que la victoria fue pírrica porque el Ministerio afectado, dando cumplimiento a la sentencia dictada, dio trámite de audiencia a mi cliente para, acto seguido, volver a dictar exactamente la misma resolución estimatoria de la reposición elevando la puntuación del opositor impugnante en los mismos 21 puntos lo que tuvo como final consecuencia que resultara adjudicatario en firme de la plaza convocada.
La pregunta que cabe hacerse en este supuesto es la de si “¿es creíble que un Tribunal calificador, formado por expertos de reconocido prestigio en la materia objeto de la oposición, yerre en nada menos que 21 puntos en la nota inicialmente atribuida a un aspirante?”. La respuesta más clara a esa pregunta la recibió mi cliente cuando uno de los miembros del Tribunal de la oposición le recomendó impugnar el resultado final confesando textualmente (pero, obviamente, sin luz ni taquígrafos) que “esa oposición le estaba quitando el sueño y la vida”.
Hasta aquí el ejemplo que, por desgracia, no es ni mucho menos aislado. Ahora veamos qué nos dice el ordenamiento jurídico. El artículo 103.3 de nuestra Carta Magna nos dice que la ley regulará el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de “mérito y capacidad”. Antes su artículo 23.2 reconoce como derecho fundamental de los ciudadanos el de acceder “en condiciones de igualdad” a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes. Y todavía antes, su artículo 9.3 nos dice que la Constitución garantiza “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”.
Vemos, por lo tanto, que desde un punto de vista constitucional las cosas están meridianamente claras: accederán a la función pública en procedimientos de concurrencia competitiva (oposiciones o concursos-oposiciones) quienes acrediten tener un mayor mérito y capacidad. La teoría deja pocos flancos abiertos a la crítica. No puede hablarse de un sistema mal diseñado ab initio. Todo lo contrario.
Pero, como casi siempre en el Derecho y en la vida (en la que “el Derecho vale para mucho menos de lo que ustedes piensan” según gustaba proclamar un magnífico profesor universitario de Derecho Constitucional a quien tantas veces cito), la teoría y la práctica difieren considerablemente.
El acceso a la función pública ha sido siempre objeto de numerosas controversias. Y más en época de crisis económica como la actual en la que la estabilidad en el empleo se convierte con especial intensidad en objeto de deseo del común de los ciudadanos que percibe la condición de funcionario público como “seguro de vida”.
Uno de los principales problemas que se plantea en esta materia es de encontrar el sistema que valore con mayor justicia y precisión el mérito y capacidad de los aspirantes a una plaza en la función pública. Antes de desarrollarlo debemos aclarar algo que no es de general conocimiento ni siquiera en los ámbitos de opositores experimentados. La convocatoria de una oposición, en la que se sientan sus bases, es la “ley del concurso” y su no impugnación deja consentido y firme el sistema diseñado para la provisión de las plazas convocadas en ese determinado procedimiento. En otras palabras, más cercanas, el pataleo a posteriori contra las normas de la oposición está condenado al fracaso. Si un opositor no está conforme con el procedimiento establecido para la oposición en la que pretende obtener una plaza lo que debe necesariamente hacer es impugnar el acto administrativo en el que se establece aquél. Son muchos los que alzan la voz frente a esta obligación por cuanto manifiestan que de ese modo el opositor impugnante no será visto con buenos ojos por el Tribunal que haya de calificarle. Probablemente no les falte razón pero si alguna posibilidad efectiva hay de lograr que un Tribunal (de Justicia) declare inválido el resultado de una determinada oposición, aquélla pasa imperiosamente por haber combatido desde el principio lo que el opositor considera contrario a Derecho en el sistema de calificación diseñado. Si, por ejemplo, un opositor considera que el peso que unos determinados estudios científicos de investigación tienen en la calificación de la fase de concurso de un concurso-oposición es excesivo lo que debe hacer es impugnar las bases de la convocatoria en las que se pondera ese mérito. Lo que luego ya no podrá hacer será impugnar a posteriori las calificaciones de otros aspirantes o la suya discutiendo la ponderación establecida en las bases de la convocatoria.
Hecha la anterior aclaración, nos hemos de centrar en el desarrollo propiamente dicho de una oposición (o concurso-oposición). Ya hemos visto que los poderes públicos tienen prohibido actuar con arbitrariedad que no es –en la materia que nos ocupa- sino un vicio de la voluntad del Tribunal calificador que valora los méritos y capacidades de un aspirante a la función pública apartándose del procedimiento establecido y sin atender a los criterios contenidos en las bases de la convocatoria. En este punto cobra especial importancia la distinción entre los conceptos de “discrecionalidad técnica” y “arbitrariedad”.
La discrecionalidad técnica es un concepto jurídicamente indeterminado que, seamos sinceros, no resulta fácil de explicar al ciudadano medio. Éste no alcanza a entender cómo lo técnico puede ser discrecional. La sabiduría popular (en muchos casos cualitativamente superior a la sabiduría jurídica) nos lleva a entender que lo técnico es o no es, sin matices intermedios que permitan presentar una gama de grises entre el blanco y el negro. Un motor arranca o no arranca. No caben situaciones intermedias. Ese concepto nació con una idea clara que fue la de evitar que los Tribunales de Justicia pudieran entrar a valorar cuestiones técnicas cuyo conocimiento se reputa exclusivo del Tribunal calificador. Y no merece críticas teóricas puesto que no parece discutible que en una oposición, para valorar los méritos y capacidades de, por ejemplo, un aspirante a arquitecto municipal, quienes tienen los conocimientos técnicos son los miembros del Tribunal calificador y no el magistrado o magistrados que integran el Juzgado o Tribunal que en vía jurisdiccional tiene competencia para enjuiciar la impugnación del resultado final de aquélla.
La práctica nos dice que, desgraciadamente, esa discrecionalidad técnica sirve para encubrir auténticas arbitrariedades toda vez que el Tribunal calificador tiene una protección tal que sus decisiones se convierten en soberanas e inatacables, salvo supuestos especialmente notorios de incuestionable desviación de poder (ha tenido mucha relevancia pública en fechas recientes la revisión del resultado de unas oposiciones en Extremadura convocadas por quien luego concurrió a ellas y resultó adjudicataria de la plaza convocada). Pero esas desviaciones palmarias son tremendamente infrecuentes resultando muy difícil, por no decir imposible, que un Tribunal de Justicia revoque la decisión de un Tribunal de oposición por considerarla arbitraria. Volviendo al ejemplo antes expuesto: el Juzgado actuante no consideró que una revisión de nada menos que 21 puntos al alza de la calificación de un opositor fuera arbitraria. Ni tan siquiera valoró el indicio de que esos 21 puntos eran justamente los que el opositor impugnante en vía administrativa necesitaba para que se le adjudicara a él la plaza.
La realidad, fácilmente corroborable acudiendo a las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial o haciendo un extenso estudio jurisprudencial, es que las decisiones de un Tribunal de oposición raramente se declaran inválidas por los Tribunales de Justicia. Pero es ingenuo pensar que en ninguna oposición los calificadores actúen movidos por razones apartadas de la estricta valoración de los méritos y capacidades de los aspirantes. Negar la arbitrariedad en el actuar humano es lisa y llanamente pueril.
¿Qué soluciones pueden ofrecerse al problema planteado? La extrema (y por ello inviable) es reducir las oposiciones a un sistema automatizado de valoración objetiva de méritos y capacidades conforme a baremos taxativamente establecidos. Estaríamos ante exámenes tipo test en los que se penalizaran las respuestas equivocadas y, además, fueran lo suficientemente extensos como para valorar el conocimiento teórico global y particular de los opositores. Frente a él se alzan los que consideran que aunque sea de forma indiciaria es necesario valorar las habilidades prácticas de los opositores. Por ejemplo, si un opositor aspira a conseguir una plaza de Letrado de las Cortes Generales, el Tribunal de calificación debe poder conocer de primera mano cómo realizaría un dictamen sobre cualquiera de las iniciativas legislativas que llegan a una comisión parlamentaria. Y para ello un examen tipo test sería manifiestamente inadecuado por inútil. Hurtarle ese conocimiento al Tribunal de oposición parece, sin duda, excesivo, extravagante y, en definitiva, perjudicial para el interés que se persigue que no es otro que el de seleccionar al mejor de los aspirantes para el puesto.
No existe, en nuestra opinión, una solución perfecta. Pero, desde luego, el sistema actual tiene una serie de vicios adquiridos hace largo tiempo cuya corrección resulta urgente. Parece que la tendencia debe ser la de intentar objetivar al máximo las pruebas de selección (haciéndolas incómodamente extensas para el aspirante) de modo tal que se deje poco o nulo espacio para la arbitrariedad. Y una vez superada la oposición, nada obsta –como ya ocurre, por ejemplo, en la carrera judicial- para que la plaza no pueda entenderse adquirida definitivamente para su desempeño sin superar una fase de práctica en la que el ya aprobado opositor pueda aprender el oficio con la supervisión de los profesionales que, obviamente, deben tener la potestad de proponer su decaimiento en la expectativa de ingreso en el cuerpo sin que de ello se derive su sustitución por otro candidato (fuente de casi todas las arbitrariedades).