ALGUNOS ERRORES FRECUENTES EN LA IMPUGNACIÓN DE OPOSICIONES

Son muchas las frases del refranero o cinematográficas que resultan enteramente trasladables al mundo del Derecho. Una de ellas es aquella famosa de “elegí un mal día para dejar de fumar”. No son pocos los recursos contencioso-administrativos que se desestiman o incluso se inadmiten porque quienes impugnan una oposición a la función pública eligieron un mal momento procedimental para mostrar su discrepancia con los actos administrativos que ven la luz en todo proceso de concurrencia competitiva.

 

La reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo –a la que hemos dedicado un artículo publicado por Legal Today el día 24 de noviembre de 2014- ha cambiado sustancialmente el panorama de los recursos contra los actos de los Tribunales evaluadores en estos procesos selectivos. Resumidamente, lo que nuestro Alto Tribunal ha manifestado recientemente es que la discrecionalidad técnica no puede suponer la exclusión del conocimiento por parte de los Tribunales de Justicia de la actuación de los órganos evaluadores de una oposición.  Sólo así podrá separarse el grano de la paja y determinarse si la Administración actuó discrecionalmente (lo cual sólo puede recibir la bendición jurídica del Tribunal) o con arbitrariedad, con la automática consecuencia de la nulidad del acto que haya incurrido en ella.

 

Es sabido que normalmente un importante cambio jurisprudencial produce efectos espurios y, obviamente, no queridos por nuestro Tribunal Supremo. La exigencia de precisión en los límites de la discrecionalidad técnica no ha supuesto una excepción a esa regla. En efecto, no han tardado en producirse impugnaciones de actos administrativos manifiestamente temerarias bien por hacer una interpretación aberrante de la reciente jurisprudencia, bien por desconocimiento de las más elementales reglas que rigen las oposiciones a la función pública.

 

En contra de lo que en algunas ocasiones se les hace creer a los potenciales recurrentes contra una decisión producida en seno de un procedimiento selectivo de acceso a esas –ahora más que nunca- ansiadas plazas de lo que en el mundo anglosajón se conoce como “civil servants”, el Tribunal Supremo no ha eliminado la discrecionalidad técnica en la actuación de los órganos calificadores de una oposición. No lo ha hecho pero es que, además, aunque hubiera querido no lo habría podido hacer. Toda evaluación de los méritos y capacidades de un candidato (sea a una plaza pública o en los procesos de selección que abundan en el sector privado) implica un margen de discrecionalidad en el calificador. Salvo que postulemos que la valoración se ha de hacer mediante exámenes tipo test. Y en ese caso la duda que habríamos de plantearnos es si un examen con este contenido tasadísimo es idóneo para detectar los mejores méritos y capacidades de los aspirantes. Disquisiciones de alcance al margen, lo que debemos tener claro es que la reciente jurisprudencia ha establecido que no hay “cotos privados de caza” respecto al alcance revisor de los Tribunales respecto del contenido concreto de las pruebas de acceso a la función pública. Todo queda sometido a la luz y taquígrafos de los Tribunales de Justicia. Pero eso no significa que el juicio valorativo fundado (aunque discutible) de un órgano de selección pueda ser corregido por el de un Magistrado por muchos conocimientos técnicos que pueda tener (lo cual ocurre en un porcentaje muy bajo de los casos que se someten a su enjuiciamiento) del fondo del asunto litigioso. En definitiva, los Tribunales de Justicia pueden y deben revisar (siempre atendiendo al principio de justicia rogada) todo acto administrativo de una oposición a la función pública pero ello no supone que se conviertan en un segundo y superior órgano evaluador de los méritos de los aspirantes.

 

La cascada de interpretaciones interesadas y subjetivas de la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo nos ofrece ejemplos ciertamente significativos de lo que no es arbitrariedad pese a que los recurrentes se obcequen en considerarlo así. Por ejemplo, no es arbitrario que el presidente de un Tribunal calificador intente tranquilizar a un opositor que, producto de los inevitables nervios de una prueba oral, se precipita al decidir no continuar con el ejercicio. Tampoco es arbitrario que un miembro de un órgano evaluador felicite a uno de los aspirantes tras haber concluido su ejercicio. No estamos ni siquiera en el terreno de la discrecionalidad técnica sino en el de la mera cortesía consuetudinaria de cualquier proceso selectivo de acceso a la función pública. Intentar fundamentar el ataque al acto administrativo que sucede a esas actuaciones del Tribunal calificador en motivos tan objetivamente desprovistos de contenido puede ser una tentación comprensible del recurrente. Pero la tarea de quien ejerce su dirección técnica consiste en hacerle ver que con tan poco carburante en el depósito es imposible llegar al destino deseado.

 

Indudablemente pedir objetividad a un recurso contencioso-administrativo interpuesto en la materia que nos ocupa es poco menos que buscar un imposible. Quien recurre es muy frecuentemente quien no ha resultado adjudicatario de una plaza cuyo nombre (el propio) había empezado a rotular mucho antes de iniciarse el procedimiento selectivo. Exigirle que sea imparcial es tarea de titanes. Pero lo que sí debe hacer el abogado es aplicarle a los argumentos que le expone su cliente la debida rebaja sentimental y devolvérselos barnizados jurídicamente con la –siempre arriesgada- previsión del resultado que cabe esperar de ejercitar esas pretensiones ante los Tribunales de Justicia. No podemos negar que el éxito final es difícil (aunque menos de lo que era antes de las sentencias del Tribunal Supremo de 31 de julio de 2014) pero aquél sólo puede producirse si, insistimos, la sucesión que se produce es la de frente a la subjetividad del cliente, la mayor objetividad posible en el abogado.

 

Los verdaderos desastres procesales (desde el punto de vista del impugnante) se producen cuando la subjetividad del recurrente no sólo no es neutralizada por la objetividad de su Letrado sino que éste echa más leña al fuego, vistiéndose con la camiseta del equipo del opositor malherido al que representa. No se trata de un supuesto tan infrecuente como podría parecer pues no son pocos los abogados que guardan en su armario algún fracaso opositor que nunca acaban de vengar o incluso que, en un afán quijotesco, pretenden eliminar de un plumazo toda actuación desviada de los órganos calificadores basándose en la mera sospecha de que algo raro ha pasado (lo que en terminología llana de opositor se describe como que “han colado al enchufado”). Acudir a un Tribunal de Justicia impugnando una oposición con la única carga probatoria de una mera sospecha de trato de favor a un determinado opositor es condenarse de antemano al fracaso, decepcionando falsas expectativas del recurrente y, muy probablemente, atendido el régimen actual de imposición de costas procesales, adelgazando sustancialmente su cuenta corriente. Porque no podemos olvidar que perder un pleito en esta materia –en la que la cuantía queda fijada en la mayor parte de los casos como indeterminada- puede (y debe) suponer una condena en costas de no menos de 4.000 euros. Cantidad que sumada a los honorarios del Letrado y Procurador del recurrente perdedor nos enseña que las temeridades en materia de impugnación de oposiciones pueden resultar muy caras.

 

También es importante tener en cuenta que no todos los argumentos de impugnación de una oposición pueden usarse a la hora de atacar cualquiera de los actos administrativos emanados en su devenir. Por ejemplo, no puede atacarse el acto de publicación de la relación definitiva de aspirantes que han superado el proceso selectivo basándose en la discrepancia con la composición del Tribunal de calificación. Tal composición fue dispuesta en las bases de la convocatoria que, al no ser impugnadas en debido tiempo y forma, quedan consentidas y firmes.

 

Tampoco está llamado al éxito el opositor que se ve excluido de la lista de aspirantes que han superado un determinado ejercicio y espera, paciente y absurdamente, a que se produzca la resolución final de todo el proceso selectivo para impugnarla. El error no será probablemente del recurrente sino de quien le asesora jurídicamente puesto que los actos de trámite devienen impugnables cuando impiden respecto de alguno o algunos de sus destinatarios la continuación del procedimiento (art. 25.1 LJCA). No impugnarlos supone consentirlos y debería tener como consecuencia no intentar atacar el acto final de la oposición. Por atacarlo resulta temerario y puede acarrear la condena en costas.

 

La reciente Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional de 23 de febrero de 2015 (JUR 2015\76997), en la que tuve el honor de ostentar la defensa letrada de uno de los codemandados, inadmitió el recurso contencioso-administrativo formalizado incurriendo en muchos de los vicios antes señalados. Lo hace, a modo de síntesis, en los siguientes términos:

 

(…) tampoco podría prosperar el recurso, primero porque se consintió la composición del Tribunal en los casos denunciados específicamente en la demanda; segundo porque tres de los aspirantes fueron suspendidos en el primer ejercicio, impugnando, ahora, este acuerdo en base a una serie de alegaciones extrajurídicas, propias del mundo que rodea a las oposiciones, sin una base cierta y probada, y sin que se haya demostrado tan siquiera que tuviesen un nivel que les permitiese acceder con éxito a la última prueba; pudiendo afirmarse lo mismo respecto de los otros dos aspirantes”.

 

En definitiva, la impugnación de oposiciones no es una cuestión sencilla ni en el fondo ni en la forma y requiere un estudio profundo del procedimiento y de las circunstancias que rodearon la producción de los actos administrativos que se pretende impugnar. Sin ese estudio corremos el riesgo de que nuestro cliente considere que “eligió un mal momento para ponerse en manos de ese abogado”.