El Derecho no es ni mucho menos ajeno a las diferencias significativas que suelen existir entre la teoría y la práctica en toda disciplina en la que el ser humano tenga una mínima intervención. El papel mojado no es una excepción en el mundo jurídico. Una cosa es lo que el legislador pretende y otra, probablemente muy distinta, cómo los operadores jurídicos interpretan y ejecutan esa voluntas legislatoris que, dicho sea de paso, suele ser el mejor ejemplo de concepto jurídico indeterminado (e indeterminable, podríamos añadir).
El artículo 120.2 de nuestra debatida Constitución Española afirma que “el procedimiento será predominantemente oral, sobre todo en materia criminal”. No creemos que se trate de una previsión gratuita o superflua. Quienes compaginamos el ejercicio de la abogacía con la docencia universitaria hemos experimentado una y mil veces que distribuir un ladrillo jurídico entre los alumnos es garantía de dos cosas: (1) que más de la mitad de ellos no lo leerá con detalle y (2) que de entre los esforzados lectores habrá algunos que no entiendan partes esenciales de su contenido. Lo que vale dentro de los muros de la Universidad suele valer en el mundo de la toga y las puñetas.
Si la oralidad no se tomara como una pesada penitencia que han de soportar los Jueces y Magistrados y también, justo es reconocerlo, si los abogados no utilizáramos nuestros turnos de palabra para intentar impresionar al cliente (si está presente) o demostrarnos a nosotros mismos que somos magníficos oradores (lo que no siempre es cierto), otro gallo cantaría.
La palabra pronunciada, al contrario que la escrita, no busca la máxima precisión técnica del frío papel sino mover voluntades, explicar matices que de otra manera resultarían difícilmente alcanzables para el interlocutor, rebatir posturas, plantear respuestas improvisadas (pero no por ello inválidas) a movimientos estratégicos de la parte contraria. Pero es difícil que lo verbal pueda ser defendido con éxito en una sociedad dominada por los mensajes de texto, las abreviaturas y los emoticonos. Ahora bien, quizás valga la pena defender ese ideal por muchas razones entre las que no debe ser menor la de que lo que se ventila en una sala de vistas es, en no pocas ocasiones, algo que quita el sueño al menos a las partes que allí comparecen buscando justicia.
Si ha habido tradicionalmente un ámbito reacio a la oralidad ese ha sido siempre el del mundo de la Administración. Bien está que las distintas Leyes de Procedimiento Administrativo hayan evolucionado hacia la exigencia de producción escrita de todos los actos administrativos. Es una garantía para el administrado que conocerá, negro sobre blanco, qué decisión ha tomado respecto a él la todopoderosa Administración, sus razones y las vías de reacción que el ordenamiento jurídico le ofrece.
Pero lo que es deseable en sentido descendente puede no serlo en el ascendente. La eterna burocracia se puede definir perfectamente como la exigencia desmesurada y carente de motivación de presentar escritos que podrían perfectamente ser sustituidos o, al menos, aligerados con una simple conversación entre el ciudadano y el funcionario competente para conocer y resolver el asunto que se le plantea. Resulta tarea imposible, al menos en el ámbito urbano, que una Administración solucione un problema sin que previamente el sufrido súbdito (término políticamente incorrecto pero que refleja la realidad de las relaciones con los poderes públicos) haya tenido que presentar algún modelo por escrito. Y si ahí acaba la exigencia de escritura podrá el administrado considerarse afortunado porque papel llama a papel y normalmente se verá invitado a presentar otro modelo con el mismo contenido en otra ventanilla unos cuantos meses después de haber presentado el primero.
La jurisdicción contencioso-administrativa hereda ese gusto de la Administración por lo escrito. Prueba de ello era una antigua compañera de despacho que acabó dedicándose al Derecho Administrativo por su miedo escénico a las salas de vistas con el razonamiento –bastante acertado- de que en contencioso-administrativo todo es por escrito y no hay que ponerse la toga.
Quienes estamos en la abogacía precisamente por lo contrario, por nuestro gusto por ser oídos e intentar explicar las cosas con la mayor agilidad y cercanía posible, nos ilusionamos mucho cuando el legislador de 1998 introdujo el procedimiento abreviado contencioso-administrativo. El artículo 78 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA) nos hizo albergar esperanzas de que por fin seríamos escuchados –en sentido estricto- por un Magistrado.
La lógica procesal dicta que si se quiere abreviar algo conviene potenciar la intervención verbal de las partes. Resulta más rápido (y permite en teoría acortar plazos) exponer una pretensión oralmente que redactarla como ocurre en el procedimiento ordinario. Otra cosa es que sea intelectualmente más complicado y que entrañe riesgos que no tiene quien plasma con tiempo, calma y reposo sus ideas por escrito.
El artículo 78.6 LJCA establece que la vista de un abreviado comenzará con la exposición por el demandante de los fundamentos de lo que pida o la ratificación de lo expuesto en la demanda. Nos encontramos aquí con la primera trampa práctica en la que comienza a ahogarse la oralidad de ese procedimiento. Es práctica habitual en los Juzgados (ordinarios o Centrales) de lo Contencioso-Administrativo, que son los únicos que pueden conocer de un abreviado, que los señalamientos estén comprimidos a lo largo de la mañana. Ello tiene como fatal consecuencia que sea el propio Magistrado el que invite al demandante a ratificar la demanda o, como excepción, a hacer unas brevísimas alegaciones sobre el fondo del asunto.
Huelga decir que no son pocos los debutantes en esta clase de procedimiento los que se llevan el disgusto de no poder desarrollar con extensión suficiente los razonamientos cuasi esquemáticos contenidos en esa demanda que esperaban complementar y enriquecer al inicio de la vista y, sobre todo, tras tomar conocimiento del contenido del expediente administrativo.
En la –muchas veces excesiva- lucha del legislador contra el filibusterismo procesal, la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, introdujo en el referido artículo 78 LJCA la posibilidad de que el demandante solicitase mediante otrosí que el recurso se fallara sin recibimiento del pleito a prueba ni vista. No es frecuente que así ocurra, salvo para los temerosos de la toga y de la oratoria de los que ya hemos hablado, pero tal previsión ha introducido la creencia generalizada en el mundo judicial (extendida al juicio verbal civil con la reciente reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil) de que lo realmente importante de estos pleitos es lo que las partes dicen por escrito. Se trata, probablemente, del paso intermedio para dejar sin esencia el procedimiento abreviado y convertirlo en una suerte de ordinario contencioso-administrativo sin interposición de recurso diferenciada de la demanda en el que, además, apenas se admite margen probatorio más allá del contenido del expediente administrativo. Lo que no está en él no está en el mundo.
Otro de los cepos que se encuentra escondido en la maleza procesal por la que transita el intrépido abogado que, en estricta aplicación de la Ley (artículo 78.19 LJCA), reserva lo mejor de sus argumentos para la fase de conclusiones es la exigencia judicial cada vez más frecuente de no poder hacer más que valoraciones jurídicas sobre la prueba practicada. La pregunta aquí es inmediata: ¿prevé la Ley Jurisdiccional el trámite de conclusiones solo para el supuesto de que se haya practicado prueba? No parece que sea así sino que la garantía de defensa del justiciable y, sobre todo, el principio de contradicción y audiencia deberían llevar a que en fase de conclusiones cada parte pudiera rebatir jurídicamente lo manifestado por la contraria. La sobrecarga de trabajo de los Juzgados (los procedimientos abreviados suelen ser paradójicamente más lentos en su tramitación que los ordinarios) y la patológica tendencia del ser humano a no tener interés en escuchar lo que quiere exponer el otro están consolidando una práctica muy nociva en el abreviado consistente en liquidar las conclusiones con un escueto “a definitivas” propio de los procesos penales en los que la oralidad, afortunadamente, todavía parece respetarse.
Finalmente, la oralidad también muere con la cara de sorpresa de muchos Magistrados ante la petición del abogado de que el demandante sea oído a la conclusión de la vista haciendo uso de la posibilidad prevista en el citado artículo 78.19 LJCA. Esa especie de derecho a la última palabra trasplantado del pleito penal al contencioso-administrativo no acaba de arraigar. Si parece que se considera tedioso al abogado por pretender exponer oralmente lo que por escrito no ha podido siquiera esbozar, con más reparo aún se mira a quien ajeno al mundo del Derecho podría realizar una serie de manifestaciones carentes de rigor jurídico y, normalmente, nada breves.
Para concluir, convendría hacerse algunas preguntas. ¿Acabar en la práctica con la oralidad de un procedimiento acerca o aleja la Justicia a los ciudadanos? Si administrar justicia se convierte en el estricto contraste documental de lo dicho por las partes, ¿estamos un paso más cerca de que las controversias jurídicas se puedan resolver mecánicamente incluso con inteligencia artificial? Pero, desde luego, lo que más interesa, atendido el foro al que se dirige este artículo, es preguntarse si un abogado puede acudir a un abreviado sin los deberes escritos hechos y confiado en su labia y capacidad oratoria. La respuesta, que dependerá como siempre del Juez o Magistrado que dirija la vista, es que parece prudente que la demanda sea lo más exhaustiva posible. Sus posibilidades de ganar el pleito serán así más altas aun a costa de irse de la sala de vistas con la nebulosa impresión de que la palabra molesta tanto como un escrito de larga extensión.