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Summum ius summa iniuria. Cicerón y su De officis siguen estando de actualidad, máxime si nos referimos a determinadas actuaciones administrativas. Que las sanciones no pueden tener finalidad recaudatoria es algo que parece conocer la inmensa mayoría de los ciudadanos. Que las sanciones no tienen finalidad recaudatoria es una de las excusas más usadas por políticos y funcionarios públicos. Pero ¿cuál es la realidad de la actividad administrativa sancionadora en España? Intentaremos dar respuesta a esa pregunta en este artículo aun reconociendo que toda generalización es por definición inexacta.

 

La normativa vigente en materia de tráfico y seguridad vial es punto de encuentro de muchos administrados que se sienten maltratados por los poderes públicos al considerar que la actuación de estos es, en la práctica, un mecanismo recaudatorio encubierto tendente a equilibrar los desajustes presupuestarios. Todos conocemos en nuestras ciudades calles o viales en los que el límite de velocidad es generalmente excedido por la mayor parte de los vehículos que por ellos transitan. También sabemos (y padecemos) que esos puntos son aprovechados con enorme frecuencia por las autoridades municipales para situar radares fijos o móviles, preferentemente no anunciados. El debate se plantea aquí en los mismos términos antes reseñados. Para el conductor cazado por exceso de velocidad, el radar no es sino una trampa recaudatoria que en nada contribuye a mejorar la seguridad vial. Para la –en este caso- muy diligente Administración local esa práctica contribuye a mejorar la seguridad de conductores y peatones y de ninguna manera tiene la finalidad de incrementar el saldo de las arcas municipales.

 

El anterior ejemplo es, probablemente, el más gráfico y cercano al ciudadano medio pero no es, ni mucho menos, el único. En distintos sectores de la actuación administrativa (y, por tal, podemos entender también el ámbito tributario) encontraremos casos igual de controvertidos. No es infrecuente que la aplicación de las normas urbanísticas, medioambientales, fiscales o de simple convivencia ciudadana de lugar a plantearse nuevamente la cuestión de si la Administración que sanciona está buscando el interés general o sólo reflotar su presupuesto.

 

No faltan opiniones en uno u otro sentido basadas en consideraciones filosóficas o sociológicas. Por un lado están los que defienden que la Ley debe cumplirse en todo momento y sin excepción y, por lo tanto, sancionarse todas las conductas que le resulten contrarias con la única limitación material de los medios que la Administración Pública tiene para controlarlas (por ejemplo, resultaría económicamente insostenible tener radares en todas las calles de una ciudad). Al otro lado se encuentran los que pretenden extender al ámbito administrativo sancionador el principio penal de que la actuación estatal debe ser el último recurso para castigar conductas especialmente peligrosas y reprobables.

 

Desde un punto de vista estrictamente normativo la aproximación a la cuestión resulta igualmente controvertida. Es difícilmente discutible que la tipificación legal de las infracciones no es papel mojado y que para su comisión está previsto un régimen sancionador con carácter general en todos los sectores de actividad regulados por nuestro ordenamiento jurídico. Pero tampoco se puede obviar la existencia del muchas veces olvidado artículo 3.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común en el que se establece que la actuación administrativa debe respetar “ los principios de buena fe y confianza legítima”.

 

La postura más radicalmente pro-Administración, seguida por no pocos Tribunales, deja sin campo de acción los dos principios reseñados. Donde la tipificación de una infracción es clara no cabe sino sancionar al ciudadano que incurre en ella. El problema cabe situarlo en la frecuencia con la que la tipificación de las infracciones no es ni mucho menos clara –la técnica legislativa es manifiestamente mejorable en muchos de nuestros Parlamentos y Asambleas legislativas- o en las circunstancias que rodean el momento de aplicación de la norma que define la infracción a los hechos que pretende sancionar.

 

Nuevamente la materia del tráfico y la seguridad vial nos ofrece un ilustrativo ejemplo sobre los vicios administrativos en la sanción de determinadas infracciones. Algunas Administraciones locales ponen especial interés en que vías que pertenecían a la red estatal o autonómica de carreteras pasen a ser consideradas viales urbanos con el pretexto de que han quedado ya integradas en la ciudad. La consideración como vía urbana lleva automáticamente aparejada que el límite genérico de velocidad sea de 50 km/h. Y no es infrecuente la situación en la que esa Administración local, aprovechando el cambio de titularidad de la vía, sitúa en ella radares para sancionar a quienes circulan a una velocidad superior a esos 50 km/h. Conductores que son los mismos que días antes circulaban legalmente por esa misma vía (antes considerada interurbana) a la misma velocidad por la que ahora son considerados autores de una infracción administrativa.

 

La postura contraria, la que de manera innegablemente interesada sostienen la mayor parte de los ciudadanos, es la de la extrema flexibilidad en la aplicación del derecho administrativo sancionador. Son muchas las voces que sostienen que las infracciones sólo deben ser sancionadas cuando suponen un grave riesgo para el interés público o, en general, para el bien jurídico susceptible de protección que motivó la tipificación de aquéllas. Volviendo al ejemplo que venimos usando, algunos ciudadanos consideran que circular a 70 km/h a las tres de la madrugada por una calle de tres carriles por cada sentido no reviste ningún tipo de riesgo susceptible de lesionar derechos de terceros y que, por lo tanto, no debería ser sancionado por mucho que esté tipificada esa conducta en la norma correspondiente.

 

Vivimos días en los que por cuestiones políticas resulta de mucha actualidad el debate relativo a la compatibilización de la voluntad popular con el principio de legalidad. Quien esto suscribe considera que tal debate es completamente artificial y estéril en la medida en que si existe el principio de legalidad es porque la voluntad de los ciudadanos, canalizada a través de los medios constitucionalmente establecidos, así lo ha querido. Particularizando la discusión al asunto objeto del presente artículo lo que interesa determinar aquí es si la aplicación estricta de la norma que tipifica una infracción puede tener efectos antijurídicos o no queridos por la generalidad de los ciudadanos. Toda respuesta genérica excluye excepciones que pueden no ser menores. En cualquier caso, entendemos que un Estado de Derecho sólo puede sostenerse desde la aplicación estricta de la Ley, sin reservas o dispensaciones distintas de aquéllas que estén expresamente previstas en la norma. Lo anterior no significa que toda actuación sancionadora de la Administración Pública sea legal por mucho que se ajuste a la letra de la Ley que pretende aplicar.

 

La solución al problema planteado probablemente esté en el siempre socorrido tertium genus aristotélico. La Justicia (con mayúsculas) sólo puede realizarse  a través de una interpretación y aplicación razonable de las normas. Pero consideramos incluso más importante que las normas que rodean la tipificación de una infracción (que son muchas) sean creadas y aprobadas siguiendo los dos meritados principios de la buena fe y la confianza legítima en la actuación de la Administración y, por ende, de los poderes públicos. En otras palabras, no creemos que el verdadero problema se encuentre en la aplicación estricta de la Ley sino en que las Administraciones Públicas hacen uso de sus facultades con una finalidad distinta de la querida por el legislador.

 

La clave es, por lo tanto, determinar si ha existido o no desviación de poder en la actuación de un poder público. Sobre este concepto nos ilustra la muy conocida Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de diciembre de 1996 (RJ 1996\9022) que en su Fundamento de Derecho Segundo clarifica la función de los Tribunales en controversias como la aquí planteada en los términos siguientes:

 

la incógnita sustancial que debemos despejar es la determinación de si bajo    la forma jurídica de la sanción impuesta, cuya finalidad en el ordenamiento es   la de castigar unos comportamientos irregulares, previamente tipificados en   las normas como infracciones, en realidad el fin perseguido por la             Administración y determinante de su solución, ha sido ajeno a la función legal            que hemos reseñado”.

 

Esa desviación se produce en muchos más casos de los que, desgraciadamente, corrigen los Tribunales. No todos son tan claros ni tan fácilmente demostrables como el enjuiciado por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en su Sentencia de 19 de enero de 1996 (RJCA 1996\134):

 

            demuestra que la actuación administrativa determinada por la intervención             «a consecuencia de un acto de gestión personal y directa» de la inspectora,          según reza en el impreso que utilizó, tenía por finalidad fundamental la             recaudación de dicha cantidad por participación en la multa en el modo      previsto por el art. 22 del Decreto de 11 marzo 1949, y no la finalidad de                      rectificación de la situación de la actora, que, dadas las circunstancias no era posible.

 

            Por tanto, de conformidad con lo establecido en el art. 83.3 de la Ley     Jurisdiccional, dicha actuación administrativa aprobatoria del acta de            invitación impulsada fundamentalmente por el interés recaudatorio de        participación de la inspectora en la multa o recargo, debería en todo caso             anularse por incurrir en desviación de poder”.

 

Negar la finalidad recaudatoria de algunas sanciones administrativas resultaría pueril y despegado de la realidad. Tanto como sería afirmar que la prueba de esa finalidad desviada es sencilla. Lo que parece recomendable es establecer filtros en el largo camino que media entre la creación de una norma y su aplicación por parte de la Administración Pública para evitar la tentación de actuar de manera desviada y alejada de los fines que debe perseguir todo proceso normativo.

 

El primer filtro debería situarse en el plano legislativo definiendo con precisión no sólo las infracciones sino la finalidad que se persigue con su sanción de modo tal que se ofrezca ab initio un parámetro interpretativo claro para el Tribunal que eventualmente deba conocer de la impugnación de una determinada actuación administrativa sancionadora.

 

El segundo filtro habría de localizarse en la concreta acción administrativa tendente a detectar la comisión de una infracción. Aplicar la Ley no sólo es necesario sino también obligatorio pero se ha hacer a todos y sin excepción. Lo que no es justificable es que una misma acción (volviendo al ejemplo utilizado, circular a una velocidad superior al límite legalmente establecido) sea sólo sancionada si quien la realiza es un particular y no cuando quien incurre en la infracción es un vehículo dependiente, directa o indirectamente, de la Administración con potestad sancionadora. Si esto ocurriera estaríamos ante un indicio o presunción suficiente para que un Tribunal anulara el acto sancionador por desviación de poder. Nada mejor que la publicidad de la actuación administrativa para verificar qué uso se está haciendo de la potestad sancionadora. Publicidad que hoy brilla por su ausencia.

 

Sin esos filtros, el éxito del ciudadano en su lucha contra una Administración desviada tendrá necesariamente que pasar por los Tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo. Y en ese tortuoso camino encontrará un problema que no es menor: probar siquiera indiciariamente la finalidad recaudatoria de la Administración a la que se enfrenta que, con la normativa vigente, tiene todas las facilidades del mundo para evitar informar sobre su actuación sancionadora en relación con una determinada materia o lugar (volviendo a nuestro ejemplo de tráfico).

 

En esta materia, como en muchas parcelas de la vida, prevenir es mejor que curar aunque ello suponga dudar de la buena fe en la actuación administrativa.

Quod principi placuit legis habet vigorem”. Los tiempos en los que esta máxima resultaba aplicable a la regulación jurídica y fáctica de una sociedad son, felizmente, cosa del pasado. Al menos en teoría. Abordamos en este artículo una cuestión amplia y tradicionalmente tratada por la doctrina administrativista pero no por ello resuelta, a nuestro juicio, con acierto en lo que se refiere a que el ciudadano tenga seguridad jurídica acerca de cuál ha sido la actuación de una determinada Administración pública en un asunto que le afecta directamente.

 

La forma habitual que tienen las Administraciones de relacionarse con los ciudadanos es a través de los llamados “actos administrativos”. El administrado medio tiene ya interiorizado que esos actos deben ser ajustados a Derecho y que una Administración no puede pasar como una apisonadora por encima de los derechos que las leyes y, en general, el ordenamiento jurídico le reconocen. El problema que aquí tratamos surge cuando los poderes públicos olvidan que también en el ámbito de las relaciones con los administrados no sólo hay que ser honrado (ajustar su actuación a Derecho) sino también parecerlo (notificar las actuaciones a los afectados de manera tal que no se les produzca indefensión).

 

El artículo 58 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (en adelante, LRJPAC) contiene los requisitos legales relativos a la notificación de un acto administrativo. En esencia establece lo siguiente:

 

1.- Que deben notificarse a los interesados las resoluciones y actos administrativos que afecten a sus derechos e intereses;

 

2.- Que la notificación debe ser cursada dentro del plazo de diez días contados a partir de la fecha en que el acto o resolución fue dictado;

 

3.- Que la notificación debe contener el texto íntegro de la resolución, indicando si es o no definitiva en vía administrativa, expresando los recursos que procedan, el órgano ante el que deban presentarse y el plazo para interponerlos.

 

4.- La no inclusión de los requisitos contenidos en el anterior número 3 tendrá como consecuencia la ineficacia del acto administrativo dictado hasta la fecha en que el interesado realice alguna actuación que pueda ser interpretada como manifestación del conocimiento del contenido y alcance de la resolución (por ejemplo, interponer cualquier recurso procedente); y

 

5.- Finalmente, se establece una regla especial a los solos efectos de entender cumplida la obligación de notificar un acto dentro del plazo máximo de duración de los procedimientos administrativos (so pena de que concurra caducidad del expediente): bastará que la notificación contenga el texto íntegro de la resolución así como que se haya acreditado un único intento de notificación.

 

El contenido de las notificaciones administrativas ha dado lugar a no pocos recursos contencioso-administrativos pues no siempre las Administraciones públicas, por sorprendente que parezca, cumplen con los requisitos que acabamos de detallar. Para no faltar a la verdad, hemos de reconocer que a medida que la especialización administrativa de los funcionarios públicos se ha ido extendiendo se ha producido un descenso significativo en este tipo de vicios. Suelen ser las Administraciones de tamaño reducido (generalmente Ayuntamientos de pequeños municipios) las que por falta de medios personales y materiales más incurren en infracción del precepto al que hacemos referencia.

 

Pero la dicha nunca es completa y mucho menos en el ámbito del Derecho Administrativo. Los avances en el cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 58 LRJPAC contrastan y mucho con los problemas derivados de los manifiestos y reiterados incumplimientos del artículo 59 de ese mismo texto legal que hace referencia a la práctica de las notificaciones administrativas.

 

La práctica de la notificación está sometida a las siguientes reglas:

 

1.- Puede realizarse por cualquier medio que permita tener constancia de la recepción por el interesado o su representante, así como de la fecha, identidad y el contenido del acto notificado;

 

2.- La notificación ha de practicarse en el lugar señalado por el interesado en los procedimientos iniciados por él y si no fuera posible en cualquier lugar adecuado a tal fin;

 

3.- Si no se haya presente el interesado en su domicilio, podrá hacerse cargo de la notificación cualquier persona que se encuentre en el domicilio siempre que haga constar su identidad;

 

4.- En caso de que nadie pueda hacerse cargo de la notificación debe hacerse constar esa circunstancia en el expediente junto con el día y la hora en que se intentó su práctica que deberá repetirse por una sola vez en una hora distinta dentro de los tres días siguientes;

 

5.- La negativa del interesado o su representante a recoger la notificación se hará constar en el expediente administrativo, especificándose las circunstancias de aquélla, y tendrá el efecto de entenderse efectuado el trámite; y

 

6.- Cuando los interesados en un procedimiento sean desconocidos, se ignore el lugar en el que puedan ser notificados o no se hubiera podido practicar la notificación tras los dos intentos antes referidos, el acto administrativo se entenderá notificado mediante la publicación de un anuncio en el tablón de edictos del Ayuntamiento del último domicilio conocido del destinatario, en el Boletín Oficial del Estado, de la Comunidad Autónoma o de la Provincia, según cuál sea la Administración de la que proceda el acto a notificar, y el ámbito territorial del órgano que lo dictó. Si el último domicilio conocido del administrado estuviera en el extranjero la publicación habrá de realizarse en el tablón de anuncios del Consulado o Sección Consular de la Embajada correspondiente.

7.- El anuncio en virtud del cual se publique un acto administrativo debe tener el mismo contenido exigido por el artículo 58 LRJPAC para las notificaciones.

 

Hasta aquí la teoría. Tratándose de una ordenación legal no es de extrañar que establezca criterios que podrían ser considerados demasiado genéricos siendo por ello susceptibles de desarrollo reglamentario. Antes de adentrarnos en los problemas prácticos que se derivan de la práctica de las notificaciones administrativas hemos de insistir en su importancia. De nada valdrá que una Administración sea sumamente escrupulosa en la fundamentación de sus actos administrativos, respetando el ordenamiento jurídico y con ello los derechos sustantivos de los ciudadanos si luego la notificación de aquéllos se produce de manera defectuosa produciendo indefensión en los administrados.

 

El principal problema con el que nos encontramos en materia de práctica de notificaciones administrativas es que quien notifica el acto es por lo general (existen determinadas excepciones principalmente en materia tributaria) un funcionario ajeno a la Administración que dicta el acto. Un altísimo porcentaje de las notificaciones administrativas son llevadas a cabo por el personal dependiente de la Sociedad Estatal Correos y Telégrafos, S.A. Aun siendo destacables los esfuerzos del legislador por agilizar esta práctica recurriendo a medios electrónicos (son ejemplos conocidos por todos la posibilidad que tienen los particulares de facilitar una dirección de correo electrónico a la Dirección General de Tráfico para recibir en ella las notificaciones de los actos administrativos que ésta pudiera dictar o la implantación de estos mecanismos de notificación electrónica para las personas jurídicas en el ámbito tributario), lo cierto es que la Administración electrónica no es todavía para el ciudadano medio una posibilidad efectiva. Las notificaciones electrónicas requieren todavía no sólo una importante inversión económica (de Administraciones y particulares) sino también una ingente tarea formativa para los ciudadanos, a muchos de los cuales todavía les resulta ajeno, distante e incomprensible el mundo que gira alrededor de la llamada “sociedad de la información” y sus “notificaciones telemáticas”. La senda está ya iniciada –la Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, da fe de ello- pero el camino que queda por recorrer es todavía largo.

 

Pero volvamos a lo que nos ocupa. Debemos reconocer que la práctica de notificaciones administrativas en España tiene que salvar dos escollos muy arraigados en nuestra cultura. El primero de ellos es la picaresca perfectamente descrita en obras como “El Lazarillo de Tormes”. No son pocos los administrados (de toda clase de extracción social) que literalmente juegan al ratón y al gato con la Administración cuando esta les pretende notificar un acto administrativo para demorar en la medida de lo posible la tramitación de un procedimiento y buscar con ello una posible caducidad (que como hemos visto no se producirá jamás si ese juego que describimos se practica ante el intento de notificación de la resolución administrativa que pone fin al procedimiento). El segundo obstáculo nace de una inexplicable creencia popular de la que se han derivado muchos y graves perjuicios para los administrados. Existe el convencimiento en determinados ciudadanos de que si se rehúsa una notificación en una suerte de “ojos que no ven, corazón que no siente”, o no se atiende al aviso que deja el servicio de Correos, no pasa nada y aquélla no despliega ningún efecto. Craso error. El efecto se producirá inmediatamente (en caso de haberse rehusado) o tras la preceptiva publicación en el tablón de anuncios y boletín oficial correspondiente.

 

Expuestos los dos anteriores obstáculos sobre los que no cabe imputar ninguna responsabilidad a las Administraciones públicas, cumple ahora exponer algunos de los problemas más comunes que surgen en la práctica de las notificaciones de actos administrativos.

 

  1. a) Hemos visto cómo para que pueda publicarse un acto administrativo es necesario que se acredite debidamente que se han realizado dos intentos de notificación debiendo realizarse el segundo dentro de los tres días posteriores al primero y en hora distinta. El Tribunal Supremo estableció mediante Sentencia de 28 de octubre de 2004 (RJ 2004\6594) que la expresión “hora distinta” debía entenderse como “con una diferencia de al menos sesenta minutos”. Este mismo pronunciamiento judicial describe el escenario ideal de colaboración entre Administración y administrado que es precisamente el que tiende a no producirse nunca:

 

La ausencia en el domicilio del interesado de persona alguna que se haga cargo de la notificación no puede frustrar la actividad administrativa, habida cuenta, por otra parte, que el principio de buena fe en las relaciones administrativas impone a los administrados un deber de colaboración con la Administración en la recepción de los actos de comunicación que aquélla les dirija y que el intento fallido de notificación ha de ir seguido de la introducción en el correspondiente casillero domiciliario del aviso de llegada, en el que se hará constar las dependencias del servicio postal donde el interesado puede recoger la notificación”.

 

No son infrecuentes los supuestos en los que el encargado del servicio postal no deja aviso de llegada en el casillero del destinatario de la notificación a quien con ello se priva de la posibilidad de recoger en plazo la notificación. Huelga decir que el conocimiento del contenido del acto a través de su publicación en tablones de anuncios administrativos o en boletines oficiales es en la práctica absolutamente imposible. En relación con esto es elogiable y, sin duda, susceptible de ser imitado por todas las Administraciones públicas la comunicación que por correo ordinario envían algunos Ayuntamientos a los administrados a quienes no se les ha podido notificar -tras dos intentos- un determinado acto administrativo, informándoles de la fecha de su publicación en el boletín oficial correspondiente.

 

  1. b) También ocurre, desgraciadamente con frecuencia, que una interpretación arbitraria del personal del servicio postal universal de las circunstancias en que se produce la notificación de un acto administrativo perjudica gravemente los derechos de los administrados. Si acudimos al artículo 43 del Real Decreto 1829/1999, de 3 de diciembre, por el que se aprobó el Reglamento que regula la prestación de los servicios postales, en desarrollo de lo establecido en la Ley 24/1998, de 13 de julio, del Servicio Postal Universal y de Liberalización de los Servicios Postales, aprenderemos en qué supuestos no procede el segundo intento de notificación de un acto administrativo. Uno de ellos es “que el destinatario de la notificación sea desconocido”. Pues bien, en no pocas ocasiones tal extremo se entiende acreditado por el personal de Correos por el mero hecho de que el nombre del destinatario no aparezca en el buzón correspondiente a su vivienda o, incluso, porque algún vecino manifieste no conocer a aquél.

 

La solución a los problemas planteados no es fácil, hemos de reconocerlo. En el medio plazo parece razonable entender que el desarrollo y perfeccionamiento de la administración electrónica evitará los vicios de procedimiento expuestos en este artículo. En el corto plazo sólo parece posible exigir al operador del servicio postal universal una vigilancia especialmente estrecha de su personal para que dé escrupuloso y probado cumplimiento a la normativa que regula la práctica de las notificaciones administrativas. Una actuación poco diligente por parte de ese personal puede tener consecuencias ciertamente lesivas para los derechos e intereses de los ciudadanos.

 

En definitiva, podemos concluir convirtiendo en pregunta el título de la famosa obra de James Mallahan Cain: ¿el cartero siempre llama dos veces? Si la respuesta es negativa estaremos ante un nueva práctica viciada de las Administraciones públicas que obligará al ciudadano a acudir a los Tribunales para encontrar allí la debida protección jurídica.  Pero ya sabemos que ese viaje judicial no es ni mucho menos gratuito.

 

Pedro Calleja Pueyo

Abogado y Economista

La pregunta políticamente incorrecta que con más frecuencia se hacen quienes una vez acabada la carrera universitaria valoran la posibilidad de aspirar a una plaza en la función pública es “¿hay enchufes en las oposiciones?”. La respuesta inmediata, también políticamente muy incorrecta, debe ser afirmativa. Pero con un matiz: toda generalización supone una injusticia y, por lo tanto, afirmar que el sistema de acceso a la función pública en España está masivamente aquejado de un vicio tan grave como el de corrupción en la asignación de las plazas de las oposiciones es, por lo menos, arriesgado.

 

Para quien se ha aproximado al complejo mundo del acceso la función pública desde tres perspectivas (como opositor, como compañero de funcionarios públicos en excedencia y como abogado a quien no pocos clientes acuden para impugnar el resultado insatisfactorio de una oposición) no resulta demasiado complicado hacer una valoración crítica de aquél.

 

Respetando siempre el secreto profesional, conviene ilustrar este artículo con uno de los supuestos más llamativos e injustos con los que quien esto suscribe se ha encontrado en su carrera profesional. En una determinada oposición a un plaza en la Administración General del Estado, un aspirante realizó los dos ejercicios con un alto grado de satisfacción (86 puntos sobre un total de 100). Su sorpresa llegó cuando otro de los aspirantes que había obtenido 50 puntos en el primer ejercicio y 16 en el segundo (66 puntos sobre 100 en total) apareció en el listado final de la oposición con 87 puntos, resultando así adjudicatario de la plaza convocada.

 

El aspirante desposeído de la que legítimamente esperaba fuera su plaza, estupefacto ante lo que estaba viviendo, decidió poner el asunto en manos de un abogado especializado en este tipo de asuntos. Éste le comentó que “todo tenía apariencia de ser un gran enchufe” frente al que lucharían con todos los medios. Pero las sorpresas no dejaban de llegar. Resultó que el opositor finalmente ganador había interpuesto recurso de reposición contra la calificación de su primer ejercicio (50 puntos) y que éste había sido estimado por el Tribunal calificador, sin dar audiencia a los posibles interesados, elevando en nada menos que 21 puntos su calificación inicial de tal modo que si a los 71 puntos ahora resultantes del primer ejercicio se sumaban los 16 del segundo el resultado era –sospechosamente- de 87 puntos. Justamente el punto necesario para desbancar a quien hasta entonces tenía “mejor derecho” a la plaza. Para más inri, el abogado que había manifestado que se trataba de un “enchufe”, tras consultar su archivo, tuvo que manifestar al opositor perjudicado que no podía llevarle el asunto porque había sido él el que había interpuesto el recurso de reposición del opositor finalmente ganador.

 

Así fue como el opositor derrotado llegó a mi despacho. Interpuesto el correspondiente recurso contencioso-administrativo éste se tramitó con la lentitud habitual en nuestros Tribunales obteniendo como resultado una victoria pírrica. El recurso fue estimado parcialmente. La sentencia no valoró siquiera si había habido arbitrariedad en la actuación del Tribunal calificador (“enchufe” en el lenguaje perfectamente comprensible para el ciudadano de a pie) sino que consideró que estimar el recurso de reposición (que tuvo como resultado elevar en 21 puntos la calificación otorgado inicialmente al opositor ganador de la plaza en último término) sin dar audiencia a quienes podrían resultar perjudicados por esa decisión suponía una vulneración del procedimiento legalmente establecido. En consecuencia, declaró inválido el resultado final de la oposición y ordenó retrotraer las actuaciones a fin de que mi cliente fuera oído en relación con ese recurso de reposición. Y decimos que la victoria fue pírrica porque el Ministerio afectado, dando cumplimiento a la sentencia dictada, dio trámite de audiencia a mi cliente para, acto seguido, volver a dictar exactamente la misma resolución estimatoria de la reposición elevando la puntuación del opositor impugnante en los mismos 21 puntos lo que tuvo como final consecuencia que resultara adjudicatario en firme de la plaza convocada.

 

La pregunta que cabe hacerse en este supuesto es la de si “¿es creíble que un Tribunal calificador, formado por expertos de reconocido prestigio en la materia objeto de la oposición, yerre en nada menos que 21 puntos en la nota inicialmente atribuida a un aspirante?”. La respuesta más clara a esa pregunta la recibió mi cliente cuando uno de los miembros del Tribunal de la oposición le recomendó impugnar el resultado final confesando textualmente (pero, obviamente, sin luz ni taquígrafos) que “esa oposición le estaba quitando el sueño y la vida”.

 

Hasta aquí el ejemplo que, por desgracia, no es ni mucho menos aislado. Ahora veamos qué nos dice el ordenamiento jurídico. El artículo 103.3 de nuestra Carta Magna nos dice que la ley regulará el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de “mérito y capacidad”. Antes su artículo 23.2 reconoce como derecho fundamental de los ciudadanos el de acceder “en condiciones de igualdad” a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes. Y todavía antes, su artículo 9.3 nos dice que la Constitución garantiza “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”.

 

Vemos, por lo tanto, que desde un punto de vista constitucional las cosas están meridianamente claras: accederán a la función pública en procedimientos de concurrencia competitiva (oposiciones o concursos-oposiciones) quienes acrediten tener un mayor mérito y capacidad. La teoría deja pocos flancos abiertos a la crítica. No puede hablarse de un sistema mal diseñado ab initio. Todo lo contrario.

 

Pero, como casi siempre en el Derecho y en la vida (en la que “el Derecho vale para mucho menos de lo que ustedes piensan” según gustaba proclamar un magnífico profesor universitario de Derecho Constitucional a quien tantas veces cito), la teoría y la práctica difieren considerablemente.

 

El acceso a la función pública ha sido siempre objeto de numerosas controversias. Y más en época de crisis económica como la actual en la que la estabilidad en el empleo se convierte con especial intensidad en objeto de deseo del común de los ciudadanos que percibe la condición de funcionario público como “seguro de vida”.

 

Uno de los principales problemas que se plantea en esta materia es de encontrar el sistema que valore con mayor justicia y precisión el mérito y capacidad de los aspirantes a una plaza en la función pública. Antes de desarrollarlo debemos aclarar algo que no es de general conocimiento ni siquiera en los ámbitos de opositores experimentados. La convocatoria de una oposición, en la que se sientan sus bases, es la “ley del concurso” y su no impugnación deja consentido y firme el sistema diseñado para la provisión de las plazas convocadas en ese determinado procedimiento. En otras palabras, más cercanas, el pataleo a posteriori contra las normas de la oposición está condenado al fracaso. Si un opositor no está conforme con el procedimiento establecido para la oposición en la que pretende obtener una plaza lo que debe necesariamente hacer es impugnar el acto administrativo en el que se establece aquél. Son muchos los que alzan la voz frente a esta obligación por cuanto manifiestan que de ese modo el opositor impugnante no será visto con buenos ojos por el Tribunal que haya de calificarle. Probablemente no les falte razón pero si alguna posibilidad efectiva hay de lograr que un Tribunal (de Justicia) declare inválido el resultado de una determinada oposición, aquélla pasa imperiosamente por haber combatido desde el principio lo que el opositor considera contrario a Derecho en el sistema de calificación diseñado. Si, por ejemplo, un opositor considera que el peso que unos determinados estudios científicos de investigación tienen en la calificación de la fase de concurso de un concurso-oposición es excesivo lo que debe hacer es impugnar las bases de la convocatoria en las que se pondera ese mérito. Lo que luego ya no podrá hacer será impugnar a posteriori las calificaciones de otros aspirantes o la suya discutiendo la ponderación establecida en las bases de la convocatoria.

 

Hecha la anterior aclaración, nos hemos de centrar en el desarrollo propiamente dicho de una oposición (o concurso-oposición). Ya hemos visto que los poderes públicos tienen prohibido actuar con arbitrariedad que no es –en la materia que nos ocupa- sino un vicio de la voluntad del Tribunal calificador que valora los méritos y capacidades de un aspirante a la función pública apartándose del procedimiento establecido y sin atender a los criterios contenidos en las bases de la convocatoria. En este punto cobra especial importancia la distinción entre los conceptos de “discrecionalidad técnica” y “arbitrariedad”.

 

La discrecionalidad técnica es un concepto jurídicamente indeterminado que, seamos sinceros, no resulta fácil de explicar al ciudadano medio. Éste no alcanza a entender cómo lo técnico puede ser discrecional. La sabiduría popular (en muchos casos cualitativamente superior a la sabiduría jurídica) nos lleva a entender que lo técnico es o no es, sin matices intermedios que permitan presentar una gama de grises entre el blanco y el negro. Un motor arranca o no arranca. No caben situaciones intermedias. Ese concepto nació con una idea clara que fue la de evitar que los Tribunales de Justicia pudieran entrar a valorar cuestiones técnicas cuyo conocimiento se reputa exclusivo del Tribunal calificador. Y no merece críticas teóricas puesto que no parece discutible que en una oposición, para valorar los méritos y capacidades de, por ejemplo, un aspirante a arquitecto municipal, quienes tienen los conocimientos técnicos son los miembros del Tribunal calificador y no el magistrado o magistrados que integran el Juzgado o Tribunal que en vía jurisdiccional tiene competencia para enjuiciar la impugnación del resultado final de aquélla.

 

La práctica nos dice que, desgraciadamente, esa discrecionalidad técnica sirve para encubrir auténticas arbitrariedades toda vez que el Tribunal calificador tiene una protección tal que sus decisiones se convierten en soberanas e inatacables, salvo supuestos especialmente notorios de incuestionable desviación de poder (ha tenido mucha relevancia pública en fechas recientes la revisión del resultado de unas oposiciones en Extremadura convocadas por quien luego concurrió a ellas y resultó adjudicataria de la plaza convocada). Pero esas desviaciones palmarias son tremendamente infrecuentes resultando muy difícil, por no decir imposible, que un Tribunal de Justicia revoque la decisión de un Tribunal de oposición por considerarla arbitraria. Volviendo al ejemplo antes expuesto: el Juzgado actuante no consideró que una revisión de nada menos que 21 puntos al alza de la calificación de un opositor fuera arbitraria. Ni tan siquiera valoró el indicio de que esos 21 puntos eran justamente los que el opositor impugnante en vía administrativa necesitaba para que se le adjudicara a él la plaza.

 

La realidad, fácilmente corroborable acudiendo a las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial o haciendo un extenso estudio jurisprudencial, es que las decisiones de un Tribunal de oposición raramente se declaran inválidas por los Tribunales de Justicia. Pero es ingenuo pensar que en ninguna oposición los calificadores actúen movidos por razones apartadas de la estricta valoración de los méritos y capacidades de los aspirantes. Negar la arbitrariedad en el actuar humano es lisa y llanamente pueril.

 

¿Qué soluciones pueden ofrecerse al problema planteado? La extrema (y por ello inviable) es reducir las oposiciones a un sistema automatizado de valoración objetiva de méritos y capacidades conforme a baremos taxativamente establecidos. Estaríamos ante exámenes tipo test en los que se penalizaran las respuestas equivocadas y, además, fueran lo suficientemente extensos como para valorar el conocimiento teórico global y particular de los opositores. Frente a él se alzan los que consideran que aunque sea de forma indiciaria es necesario valorar las habilidades prácticas de los opositores. Por ejemplo, si un opositor aspira a conseguir una plaza de Letrado de las Cortes Generales, el Tribunal de calificación debe poder conocer de primera mano cómo realizaría un dictamen sobre cualquiera de las iniciativas legislativas que llegan a una comisión parlamentaria. Y para ello un examen tipo test sería manifiestamente inadecuado por inútil. Hurtarle ese conocimiento al Tribunal de oposición parece, sin duda, excesivo, extravagante y, en definitiva, perjudicial para el interés que se persigue que no es otro que el de seleccionar al mejor de los aspirantes para el puesto.

 

No existe, en nuestra opinión, una solución perfecta. Pero, desde luego, el sistema actual tiene una serie de vicios adquiridos hace largo tiempo cuya corrección resulta urgente. Parece que la tendencia debe ser la de intentar objetivar al máximo las pruebas de selección (haciéndolas incómodamente extensas para el aspirante)  de modo tal que se deje poco o nulo espacio para la arbitrariedad. Y una vez superada la oposición, nada obsta –como ya ocurre, por ejemplo, en la carrera judicial- para que la plaza no pueda entenderse adquirida definitivamente para su desempeño sin superar una fase de práctica en la que el ya aprobado opositor pueda aprender el oficio con la supervisión de los profesionales que, obviamente, deben tener la potestad de proponer su decaimiento en la expectativa de ingreso en el cuerpo sin que de ello se derive su sustitución por otro candidato (fuente de casi todas las arbitrariedades).

 

El común de los ciudadanos entiende que un pleito está ganado cuando se obtiene sentencia favorable y firme. Pero la estimación de una demanda no siempre lleva aparejada la ejecución de lo dispuesto en el fallo del pronunciamiento judicial que con tanta alegría comunicamos a nuestros clientes. De la misma manera que Josef K. fue arrestado una mañana y hubo de enfrentarse a un proceso kafkiano que nunca entendió, quien ha ganado un juicio puede no entender que su victoria se convierta en papel mojado. Quien se enfrenta a la todopoderosa Administración pública debe familiarizarse con un concepto desconocido para el público en general e incluso poco explicado en las aulas de nuestras facultades de Derecho. Nos estamos refiriendo a la imposibilidad legal de ejecución de sentencia.

 

Pese a que no sea un escenario demasiado frecuente, los administrativistas deberíamos tener en cuenta a la hora de exponer las posibilidades de éxito de las pretensiones del cliente que somete un asunto controvertido a nuestra consideración, el contenido del artículo 105.2 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA). Ese precepto recoge expresamente la posibilidad de que concurran “causas de imposibilidad material o legal de ejecutar una sentencia”.

 

La imposibilidad material es fácil de explicar al profano. Difícilmente puede pretenderse la demolición de una construcción ilegal si ésta no se llevó a término nunca. Sin embargo, la imposibilidad legal sí plantea mayores dificultades conceptuales y prácticas. Además, puede convertirse en trampa para abogados carentes de experiencia en la práctica contencioso-administrativa.

 

Un particular que denuncia el otorgamiento de una licencia urbanística por parte de un determinado Ayuntamiento puede esperar que, si su pretensión es estimada en firme, la construcción amparada por ese acto administrativo sea demolida. ¿Pero una sentencia favorable y firme le garantiza la ejecución de la perseguida demolición? No siempre.

 

Imaginemos que, por la razón que fuere, quien pretendía construir el referido edificio, al sospechar que la licencia municipal otorgada puede ser finalmente declarada inválida por un Tribunal, solicita una nueva autorización sobre la base de un proyecto distinto. Podría ocurrir –y ha ocurrido, como veremos posteriormente- que una sentencia declarara nula de pleno derecho la primera de las licencias municipales y que, sin embargo, la construcción supuestamente ilegal no pudiera ser derruida.

 

Quien, perjudicado por el fallo de una sentencia, entiende que concurren razones que hacen legalmente inviable su ejecución, puede –y debe- promover el correspondiente incidente de imposibilidad de ejecución al amparo de lo dispuesto en los artículos 105.2 y 109 LJCA. Conviene aquí precisar que pese a que el artículo 104.2 LJCA establezca un plazo de dos meses para alegar la referida imposibilidad, la jurisprudencia ha rebajado la intensidad de tal exigencia temporal. Al fin y al cabo lo que subyace en esos pronunciamientos jurisprudenciales es el convencimiento –dicho en lenguaje común- de que “lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible”. En cualquier caso, habrá de estarse a la actuación de la Administración ejecutada en relación con la posibilidad o no de conocer desde el momento en que se dictó sentencia la eventual causa de inejecución para determinar si ese plazo de dos meses puede o no flexibilizarse.

 

Cambiando de bando procesal, situándonos, por lo tanto, en el del ejecutante, debemos constatar que quien haya de oponerse a la solicitud de declaración de imposibilidad legal de ejecución de una sentencia basada en la aprobación de un nuevo acto administrativo que pretendidamente da amparo a la actividad declarada inválida por aquélla, debe justificar dos extremos. A ellos hace referencia el Tribunal Supremo en, entre otras muchas, su Sentencia de 17 de septiembre de 2010 (RJ 2010\6629). El Alto Tribunal nos dice que para que pueda desestimarse la imposibilidad legal de ejecutar una sentencia por aprobación de un acto administrativo posterior que sustituye al declarado inválido “de un lado, ha de concurrir una exigencia de índole objetiva: ha de dictarse un acto contrario a un pronunciamiento judicial; y, de otro, debe mediar otra exigencia de tipo teleológico: que la finalidad sea precisamente eludir el cumplimiento de la sentencia”.

 

La trampa procesal en la que caen no pocos abogados poco familiarizados con este rama del derecho procesal se encuentra en el segundo de los elementos exigidos por la jurisprudencia a la que acabamos de hacer referencia. Es relativamente fácil detectar que un acto contraviene un pronunciamiento judicial. Por ejemplo, si un Tribunal declara no urbanizable un suelo, parece evidente que una licencia de primera ocupación de fecha posterior a la sentencia que afecte a ese terreno estará contraviniendo lo fallado por aquélla. Pero esa contravención por sí sola no basta. Para que por vía de incidente de ejecución de una sentencia pueda ser declarado inválido un acto administrativo posterior al afectado por el pronunciamiento judicial no basta que sea contrario a aquélla. Quien sostiene su invalidez ha de probar también, necesariamente, que con la aprobación de ese nuevo acto la Administración competente para su otorgamiento tenía la finalidad de incumplir lo dispuesto por la sentencia.

 

Puede parecer una diferencia puramente de matiz pero no lo es. Si quien ha ganado un pleito contra la Administración logrando que se declare inválido un determinado acto administrativo considera que una actuación posterior de esa misma Administración pone en peligro el cumplimiento del fallo, debe realizar un examen concienzudo de la situación. Habrá de determinar si el nuevo acto es contrario a lo sentenciado. Pero no sólo eso. También habrá de analizar si ese acto posterior a la sentencia fue dictado con el ánimo incuestionable de eludir su cumplimiento.

 

Los escenarios en que ha de moverse el vencedor del pleito son muy distintos en función de la conclusión a la que llegue después de haber realizado el análisis a que nos hemos referido en el párrafo anterior. Si considera que concurren los dos elementos (objetivo y teleológico) entonces estará plenamente respaldado legalmente para oponerse a la solicitud de declaración de imposibilidad legal de ejecución de sentencia instando él la nulidad del nuevo acto administrativo en el correspondiente incidente de ejecución. Por el contrario, si estima que el nuevo acto administrativo es también inválido por estar afectado por los mismos vicios que dieron lugar a la estimación de su recurso contra el acto primitivo pero que la Administración actuante al dictar aquél no tuvo intención alguna de incumplir ningún pronunciamiento judicial entonces el incidente de ejecución resultará claramente inidóneo. En este escenario lo que deberá hacer es interponer un recurso contencioso-administrativo independiente contra el nuevo acto. Recurso que será tramitado con absoluta autonomía respecto de cualquier cuestión incidental que pudiera surgir en el primero de los pleitos.

 

Lo que no debe hacerse –a riesgo de incurrir en responsabilidad profesional- es fiarlo todo en cualquier caso al resultado del incidente de imposibilidad legal de ejecución de sentencia para si en él no se declara la nulidad del nuevo acto administrativo iniciar con posterioridad el pleito independiente. Y ello por la sencilla razón de que los plazos para interponer recurso contencioso-administrativo independiente son perentorios. Transcurridos dos meses desde que el ejecutante tuvo conocimiento del nuevo acto administrativo ya no podrá interponer contra él recurso contencioso-administrativo autónomo.

 

Para clarificar la situación citaremos la muy reciente Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de Valladolid del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León de fecha 8 de enero de 2015. En ella se declara la imposibilidad legal de ejecutar una sentencia que consideró inválidas unas determinadas licencias urbanística y ambiental al haberse otorgado unas nuevas por estimar que en la producción de éstas no concurre “absolutamente ninguna razón que permita entrever siquiera que tal proceder respondía al temor de que se dictara una eventual sentencia contraria”. Adicionalmente, tal declaración supuso la desestimación del incidente de nulidad promovido contra las nuevas licencias que ya no pudieron ser atacadas en un pleito independiente por cuanto el plazo de dos meses para la interposición de recurso contencioso-administrativo contemplado en el artículo 46 LJCA estaba ampliamente excedido.

 

La conclusión procesal a la que nos lleva todo lo expuesto es la de que no toda nulidad de un acto administrativo posterior a una sentencia que supuestamente contraviene puede ser declarada en vía de ejecución.

 

En definitiva, volviendo, para terminar, a nuestro personaje Josef K., si cliente y abogado no quieren verse inmersos en la situación kafkiana de que una sentencia favorable y firme no pueda ser ejecutada, debe extremarse la precaución a la hora de analizar el nuevo acto administrativo que se erige como obstativo así como las circunstancias que rodearon su producción. En ello le va a uno la utilidad del dinero empleado en el pleito y a otro su reputación y responsabilidad profesional.

 

Son muchas las frases del refranero o cinematográficas que resultan enteramente trasladables al mundo del Derecho. Una de ellas es aquella famosa de “elegí un mal día para dejar de fumar”. No son pocos los recursos contencioso-administrativos que se desestiman o incluso se inadmiten porque quienes impugnan una oposición a la función pública eligieron un mal momento procedimental para mostrar su discrepancia con los actos administrativos que ven la luz en todo proceso de concurrencia competitiva.

 

La reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo –a la que hemos dedicado un artículo publicado por Legal Today el día 24 de noviembre de 2014- ha cambiado sustancialmente el panorama de los recursos contra los actos de los Tribunales evaluadores en estos procesos selectivos. Resumidamente, lo que nuestro Alto Tribunal ha manifestado recientemente es que la discrecionalidad técnica no puede suponer la exclusión del conocimiento por parte de los Tribunales de Justicia de la actuación de los órganos evaluadores de una oposición.  Sólo así podrá separarse el grano de la paja y determinarse si la Administración actuó discrecionalmente (lo cual sólo puede recibir la bendición jurídica del Tribunal) o con arbitrariedad, con la automática consecuencia de la nulidad del acto que haya incurrido en ella.

 

Es sabido que normalmente un importante cambio jurisprudencial produce efectos espurios y, obviamente, no queridos por nuestro Tribunal Supremo. La exigencia de precisión en los límites de la discrecionalidad técnica no ha supuesto una excepción a esa regla. En efecto, no han tardado en producirse impugnaciones de actos administrativos manifiestamente temerarias bien por hacer una interpretación aberrante de la reciente jurisprudencia, bien por desconocimiento de las más elementales reglas que rigen las oposiciones a la función pública.

 

En contra de lo que en algunas ocasiones se les hace creer a los potenciales recurrentes contra una decisión producida en seno de un procedimiento selectivo de acceso a esas –ahora más que nunca- ansiadas plazas de lo que en el mundo anglosajón se conoce como “civil servants”, el Tribunal Supremo no ha eliminado la discrecionalidad técnica en la actuación de los órganos calificadores de una oposición. No lo ha hecho pero es que, además, aunque hubiera querido no lo habría podido hacer. Toda evaluación de los méritos y capacidades de un candidato (sea a una plaza pública o en los procesos de selección que abundan en el sector privado) implica un margen de discrecionalidad en el calificador. Salvo que postulemos que la valoración se ha de hacer mediante exámenes tipo test. Y en ese caso la duda que habríamos de plantearnos es si un examen con este contenido tasadísimo es idóneo para detectar los mejores méritos y capacidades de los aspirantes. Disquisiciones de alcance al margen, lo que debemos tener claro es que la reciente jurisprudencia ha establecido que no hay “cotos privados de caza” respecto al alcance revisor de los Tribunales respecto del contenido concreto de las pruebas de acceso a la función pública. Todo queda sometido a la luz y taquígrafos de los Tribunales de Justicia. Pero eso no significa que el juicio valorativo fundado (aunque discutible) de un órgano de selección pueda ser corregido por el de un Magistrado por muchos conocimientos técnicos que pueda tener (lo cual ocurre en un porcentaje muy bajo de los casos que se someten a su enjuiciamiento) del fondo del asunto litigioso. En definitiva, los Tribunales de Justicia pueden y deben revisar (siempre atendiendo al principio de justicia rogada) todo acto administrativo de una oposición a la función pública pero ello no supone que se conviertan en un segundo y superior órgano evaluador de los méritos de los aspirantes.

 

La cascada de interpretaciones interesadas y subjetivas de la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo nos ofrece ejemplos ciertamente significativos de lo que no es arbitrariedad pese a que los recurrentes se obcequen en considerarlo así. Por ejemplo, no es arbitrario que el presidente de un Tribunal calificador intente tranquilizar a un opositor que, producto de los inevitables nervios de una prueba oral, se precipita al decidir no continuar con el ejercicio. Tampoco es arbitrario que un miembro de un órgano evaluador felicite a uno de los aspirantes tras haber concluido su ejercicio. No estamos ni siquiera en el terreno de la discrecionalidad técnica sino en el de la mera cortesía consuetudinaria de cualquier proceso selectivo de acceso a la función pública. Intentar fundamentar el ataque al acto administrativo que sucede a esas actuaciones del Tribunal calificador en motivos tan objetivamente desprovistos de contenido puede ser una tentación comprensible del recurrente. Pero la tarea de quien ejerce su dirección técnica consiste en hacerle ver que con tan poco carburante en el depósito es imposible llegar al destino deseado.

 

Indudablemente pedir objetividad a un recurso contencioso-administrativo interpuesto en la materia que nos ocupa es poco menos que buscar un imposible. Quien recurre es muy frecuentemente quien no ha resultado adjudicatario de una plaza cuyo nombre (el propio) había empezado a rotular mucho antes de iniciarse el procedimiento selectivo. Exigirle que sea imparcial es tarea de titanes. Pero lo que sí debe hacer el abogado es aplicarle a los argumentos que le expone su cliente la debida rebaja sentimental y devolvérselos barnizados jurídicamente con la –siempre arriesgada- previsión del resultado que cabe esperar de ejercitar esas pretensiones ante los Tribunales de Justicia. No podemos negar que el éxito final es difícil (aunque menos de lo que era antes de las sentencias del Tribunal Supremo de 31 de julio de 2014) pero aquél sólo puede producirse si, insistimos, la sucesión que se produce es la de frente a la subjetividad del cliente, la mayor objetividad posible en el abogado.

 

Los verdaderos desastres procesales (desde el punto de vista del impugnante) se producen cuando la subjetividad del recurrente no sólo no es neutralizada por la objetividad de su Letrado sino que éste echa más leña al fuego, vistiéndose con la camiseta del equipo del opositor malherido al que representa. No se trata de un supuesto tan infrecuente como podría parecer pues no son pocos los abogados que guardan en su armario algún fracaso opositor que nunca acaban de vengar o incluso que, en un afán quijotesco, pretenden eliminar de un plumazo toda actuación desviada de los órganos calificadores basándose en la mera sospecha de que algo raro ha pasado (lo que en terminología llana de opositor se describe como que “han colado al enchufado”). Acudir a un Tribunal de Justicia impugnando una oposición con la única carga probatoria de una mera sospecha de trato de favor a un determinado opositor es condenarse de antemano al fracaso, decepcionando falsas expectativas del recurrente y, muy probablemente, atendido el régimen actual de imposición de costas procesales, adelgazando sustancialmente su cuenta corriente. Porque no podemos olvidar que perder un pleito en esta materia –en la que la cuantía queda fijada en la mayor parte de los casos como indeterminada- puede (y debe) suponer una condena en costas de no menos de 4.000 euros. Cantidad que sumada a los honorarios del Letrado y Procurador del recurrente perdedor nos enseña que las temeridades en materia de impugnación de oposiciones pueden resultar muy caras.

 

También es importante tener en cuenta que no todos los argumentos de impugnación de una oposición pueden usarse a la hora de atacar cualquiera de los actos administrativos emanados en su devenir. Por ejemplo, no puede atacarse el acto de publicación de la relación definitiva de aspirantes que han superado el proceso selectivo basándose en la discrepancia con la composición del Tribunal de calificación. Tal composición fue dispuesta en las bases de la convocatoria que, al no ser impugnadas en debido tiempo y forma, quedan consentidas y firmes.

 

Tampoco está llamado al éxito el opositor que se ve excluido de la lista de aspirantes que han superado un determinado ejercicio y espera, paciente y absurdamente, a que se produzca la resolución final de todo el proceso selectivo para impugnarla. El error no será probablemente del recurrente sino de quien le asesora jurídicamente puesto que los actos de trámite devienen impugnables cuando impiden respecto de alguno o algunos de sus destinatarios la continuación del procedimiento (art. 25.1 LJCA). No impugnarlos supone consentirlos y debería tener como consecuencia no intentar atacar el acto final de la oposición. Por atacarlo resulta temerario y puede acarrear la condena en costas.

 

La reciente Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional de 23 de febrero de 2015 (JUR 2015\76997), en la que tuve el honor de ostentar la defensa letrada de uno de los codemandados, inadmitió el recurso contencioso-administrativo formalizado incurriendo en muchos de los vicios antes señalados. Lo hace, a modo de síntesis, en los siguientes términos:

 

(…) tampoco podría prosperar el recurso, primero porque se consintió la composición del Tribunal en los casos denunciados específicamente en la demanda; segundo porque tres de los aspirantes fueron suspendidos en el primer ejercicio, impugnando, ahora, este acuerdo en base a una serie de alegaciones extrajurídicas, propias del mundo que rodea a las oposiciones, sin una base cierta y probada, y sin que se haya demostrado tan siquiera que tuviesen un nivel que les permitiese acceder con éxito a la última prueba; pudiendo afirmarse lo mismo respecto de los otros dos aspirantes”.

 

En definitiva, la impugnación de oposiciones no es una cuestión sencilla ni en el fondo ni en la forma y requiere un estudio profundo del procedimiento y de las circunstancias que rodearon la producción de los actos administrativos que se pretende impugnar. Sin ese estudio corremos el riesgo de que nuestro cliente considere que “eligió un mal momento para ponerse en manos de ese abogado”.

Uno de los más señalados culpables de la agudísima crisis económica por la que atraviesa España (que parece no acabar nunca) es el urbanismo. Todos conocemos casos de gente que se hizo multimillonaria con la burbuja inmobiliaria y también ejemplos de quienes, posteriormente, lo perdieron todo por el ajuste radical del precio del suelo.

 

El común de los ciudadanos percibió que si tenía suelo tenía un tesoro, especialmente si existían previsiones de que lo que era un erial podría convertirse en el medio plazo en una moderna urbanización.  Tal percepción dio lugar a una suerte de fiebre del oro que tuvo como fatal resultado una desmesurada inflación del precio del suelo, síntoma inequívoco de la temida (y constitucionalmente proscrita) especulación.

 

Las leyes urbanísticas permitieron, sin duda, esta grave desviación que tantas situaciones críticas ha provocado en la vida diaria de los españoles. Pero no podemos olvidar –a la hora de cargar de responsabilidad a según qué legisladores- que el artículo 47 de la Constitución Española estableció ya en 1978 que la utilización del suelo había de realizarse de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.

 

En España, país de extremos, gusta mucho aplicar aquello de “a grandes remedios, grandes soluciones” en vez de acudir a la previsión, a la planificación y a proyectar la mirada sobre el horizonte lejano y no sobre las necesidades más inmediatas (pero no por ello perentorias) de determinados colectivos sociales y políticos.

 

En materia expropiatoria, vinculada por razones obvias al urbanismo, cayó en gracia en su día la expresión “crear ciudad”. Con ella se pretendía no discriminar a los propietarios de un suelo rústico (o no urbanizable, según la terminología empleada por las distintas leyes autonómicas) frente a quienes eran titulares dominicales de un suelo urbano (o urbanizable). Así,  los bienes de ambos grupos de propietarios eran expropiados para la realización de un proyecto de implantación de sistemas generales conforme a una valoración del suelo como urbanizable.

 

La jurisprudencia llegó a ser pacífica en esta cuestión. Baste acudir a título de ejemplo a sentencias tales como la del Tribunal Supremo de 12 de septiembre de 2008 (RJ 2008\4519) en la que aprendemos que “la valoración como suelo urbanizable de terrenos destinados a sistemas generales, ya vengan clasificados como no urbanizables, ya carezcan de clasificación específica, procede en aquellos supuestos en que estemos ante sistemas generales que sirvan para crear ciudad, lo que en el supuesto de la vía de comunicación es predicable de aquellas que integran el entramado urbano, pero no de las vías de comunicación interurbanas”.

 

Comprobado, empírica y dolorosamente, que la normativa no impedía la especulación, el legislador acudió a uno de sus tradicionales movimientos pendulares y cambió radicalmente el sistema de valoración. En expresión muy gráfica y por ello muy fácilmente comprensible en el mundo rural, la regla pasó a ser la de que “el erial sería valorado como erial por mucho que fuera razonable pensar que el futuro lo convertiría en urbanización de lujo”. O en terminología infantil, “la Cenicienta tendría la condición de plebeya por mucho que todos supiéramos que al final del cuento habría de venir a mejor fortuna al calzarse el zapato de cristal”.

 

Los anteriores ejemplos populares tienen, huelga decirlo, su base jurídica. Por ejemplo, si acudimos a la ya derogada Ley 6/1998, de 13 de abril, del Régimen del Suelo y Valoraciones (en adelante, LSV), concretamente a su artículo 25.2 (en la redacción que entró en vigor el 1 de enero de 2003), descubrimos que “la valoración de los suelos destinados a infraestructuras y servicios públicos de interés general, supramunicipal, autonómico o estatal, tanto si estuvieran incorporados al planeamiento urbanístico como si fueran de nueva creación, se determinará, de conformidad con lo dispuesto en esta Ley, según la clase de suelo en que se sitúen o por los que discurran”.

 

La claridad de la reforma de 2002 y, por lo tanto, de las intenciones del legislador a la hora de intentar poner coto a la especulación urbanística no encontró sin embargo el apoyo de los Tribunales. Muestra de ello es, entre otras, la Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de diciembre de 2012 (RJ 2013\1168) en la que para mantener el criterio de valoración como suelo urbanizable del rústico expropiado para llevar a cabo un proyecto de implantación de un sistema general, se argumenta del modo siguiente:

 

la aplicación en estos términos de dicha doctrina no desconoce ni es contraria a los criterios que se establecen en el art. 25 LSV en su nueva redacción sino que, partiendo de ellos y del fundamento que los inspira, viene a aplicarlos más allá de las previsiones formales del planeamiento, o en ausencia de las mismas, cuando es otra la realidad material de la situación en que se encuentran los terrenos expropiados”.

 

Para quienes estamos convencidos de que la justicia material es el verdadero fin que debe perseguir la aplicación del Derecho, la conclusión no podía ser más satisfactoria. Pese a ello, hemos de reconocer que la justicia material obtenida en clara oposición con lo que dispone la Ley constituye un grave problema en un Estado que se proclama constitucionalmente como de Derecho.

 

El inacabable proceso de reformas de leyes urbanísticas y de valoración del suelo no acabó, como sabemos, con la modificación introducida en la referida LSV. La Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo (LS) y el Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Suelo (TRLS), lo demuestran. Concretamente el artículo 21.2 LS (posteriormente refundido con el mismo tenor por el TRLS) introdujo una muy importante modificación en la valoración del suelo destinado a sistemas generales. En él se estableció un nuevo sistema de valoración en el suelo rural precisando que sería de aplicación también “a los suelos destinados a infraestructuras y servicios públicos de interés general supramunicipal, tanto si estuvieran previstos por la ordenación territorial y urbanística como si fueran de nueva creación, cuya valoración se determinará según la situación básica de los terrenos en que se sitúan o por los que discurren de conformidad con lo dispuesto en esta Ley”.

 

Parece claro que el legislador, dando una vuelta de tuerca más a lo ya estatuido a finales de 2002, cerraba definitivamente el grifo a que los suelos expropiados para crear ciudad, a través de la implantación de sistemas generales, tuvieran una valoración expropiatoria distinta a la normativamente asociada a la situación básica de suelo que les resultaba aplicable.

 

La duda razonable, que imaginamos no escapa al lector, era la de si el Tribunal Supremo se daría por enterado de la reforma o, por el contrario, volvería a escudarse en la realidad material de un suelo para mantener su jurisprudencia de la creación de ciudad a través de los sistemas generales. Nada mejor que acudir a la reciente jurisprudencia del Tribunal de la Plaza de la Villa de París para dar respuesta a nuestras cuitas.

 

Desde luego, quienes acusan al Tribunal Supremo de inmovilista en materia administrativa han tenido en 2014 un mal año. Ya hicimos referencia en otro artículo a la nueva jurisprudencia sobre la discrecionalidad técnica. Un giro radical cabe encontrar también en dos sentencias dictadas ambas el día 27 de octubre de 2014. Nos estamos refiriendo a las Sentencias dictadas por la Sección 6ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo en los recursos 6421/2011 (RJ 2014\5414) y 174/2012 (RJ 2014\5840).

 

Dichos pronunciamientos se expresan, con meridiana claridad, aceptando el cambio de espíritu de la actual normativa de valoración del suelo:

 

La situación de suelo rural no solo se aplica a los terrenos que tradicionalmente se han considerado como tales, por estar excluidos del proceso de transformación urbanística o por la protección de sus valores ecológicos, agrícolas, ganaderos, forestales entre otros, sino también (art. 12.b) para “el suelo para el que los instrumentos de ordenación territorial y urbanística prevean o permitan su paso a la situación de suelo urbanizado, hasta que se termine la correspondiente actuación de urbanización”.

 

Puede darse por superada la jurisprudencia de la creación de ciudad a través de los sistemas generales. Como reconocen las dos recientes sentencias a las que acabamos de hacer mención, las nuevas previsiones normativas impiden tomar en consideración las características de la infraestructura que justifica la expropiación y su influencia en el posterior desarrollo de la ciudad. En definitiva, a efectos expropiatorios se ha de atender a la situación fáctica de los servicios urbanísticos con los que cuenta la finca expropiada en el momento de su valoración.

 

Sólo cabe preguntarse, para concluir, si el sacrificio de las expectativas urbanísticas de crear ciudad tendrá como aceptable compensación el fin de la especulación. Ahora que desde distintos frentes se nos dice que la crisis toca a su fin será buen momento para comprobar si el viaje legislativo ha merecido o no la pena.

Quienes nos dedicamos al ejercicio activo del Derecho ante los Juzgados y Tribunales de lo Contencioso-Administrativo solemos tener una pesadilla nocturna recurrente: la discrecionalidad técnica. Pero quien de verdad la padece es el esforzado opositor que tras muchos años de estudio ve truncadas sus expectativas de ingreso en la función pública por una barrera (que no se distingue mucho de la guillotina). Ese impedimento insalvable es la consideración –hasta ahora mayoritaria y generalmente aceptada- de que “los Tribunales de oposición son soberanos”. Y ya sabemos que donde hay soberanía del calificador no cabe revisión externa de un tercero ajeno al proceso selectivo. ¿O sí?

 

El dictum de Acton ya nos enseñaba que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Negar que las actuaciones arbitrarias han existido, existen y existirán en los Tribunales de calificación de un proceso selectivo de acceso a la función pública es, lisa y llanamente, desconocer la realidad. La arbitrariedad, aun siendo un vicio grave e inaceptable en un Estado que se dice de Derecho, ha venido tradicionalmente encontrando un aliado estable y rocoso en el concepto de discrecionalidad técnica. Apoyándose en él muchos Tribunales (ya no de oposición sino de Justicia) han aprovechado para hacer la vista gorda y sustraer de su enjuiciamiento actuaciones manifiestamente desviadas de órganos calificadores. Los repertorios de jurisprudencia están llenos de sentencias desestimatorias de recursos contencioso-administrativos en las que el Tribunal de turno manifestaba que en ningún caso podía sustituir el criterio técnico del evaluador ni, por lo tanto, era jurídicamente aceptable revisar la valoración otorgada en vía administrativa.

 

En la contienda arbitrariedad versus discrecionalidad técnica casi siempre salía victoriosa la primera. Probar un actuación arbitraria, desviada o antijurídica de un Tribunal de selección es el perfecto ejemplo que en las aulas universitarias se pone de “probatio diabolica”. La arbitrariedad como capricho, error inducido y aceptado o buscada falta de motivación en un acto administrativo de calificación de un opositor es, no nos engañemos, una figura de laboratorio académico. Pero las cosas pueden estar cambiando.

 

En primer lugar, hemos de señalar que el propio concepto de discrecionalidad técnica no es de fácil comprensión para el común de los ciudadanos (que, no olvidemos, es quien tiene que entender y cumplir la Ley). Lo discrecional no parece conformar una buena mezcla con lo técnico. La técnica siempre se ha considerado como algo objetivo, quizás mejorable, pero nunca susceptible de interpretaciones discrecionales. Matrimoniar ambos conceptos ha dado lugar a muchas bodas en las que en el banquete nupcial se servía como plato único ruedas de molino.

 

En segundo lugar, todo exceso o abuso descarado suele llevar fecha de caducidad. Vivimos en España situaciones convulsas que ilustran que la injusticia (tenga o no respaldo legal) no tiene salvoconducto eterno. Resulta difícilmente discutible que bajo el paraguas de la discrecionalidad técnica se han cometido tradicionalmente inaceptables ataques a los principios de mérito y capacidad que deben concurrir en quien finalmente obtiene un plaza en la función pública. Una cosa es conceder un margen de apreciación de los méritos y conocimientos de un opositor y otra bien distinta blindar con el discutible concepto de la discrecionalidad técnica el mero capricho interesado de un Tribunal calificador. Evidentemente, entre dos opositores que desarrollan el tema de la Revolución Francesa puede y debe caber para el evaluador un ámbito de libertad en la calificación de los méritos. Libertad en la que no puede incluirse calificar distinto méritos iguales o dar por bueno lo que a todas luces no lo es. Pues bien, como venimos apuntando, parece que el blindaje empieza a perder efecto.

 

El ataque a la fortaleza de la discrecionalidad técnica sólo podía venir por dos caminos. Uno, que ya apuntábamos en alguno de nuestros pasados artículos sobre este tema, vía conversión de todas las pruebas de acceso a la función pública en exámenes mecánicos y exhaustivísimos (tipo test) que redujeran a cero el riesgo de trato de favor a un determinado opositor. Indudablemente, esa operación garantizaría la limpieza de los procesos selectivos pero no que quienes obtuvieran la plaza fueran los mejor preparados. Hay matices importantes en el mérito y capacidad de las personas que no son distinguidos en pruebas selectivas absolutamente rígidas y cuadriculadas. El segundo frente de ataque, más razonable, podía estar en un cambio jurisprudencial que adelgazara la coraza de la hasta ahora omnipotente discrecionalidad técnica. Ha sido esto lo que ha ocurrido o lo que, por lo menos, comienza a atisbarse con dos muy recientes Sentencias del Tribunal Supremo.

 

Nos estamos refiriendo a las Sentencias dictadas por nuestro Alto Tribunal el día 31 de julio de 2014 en los recursos de casación 2001/2013 (ponente D. Pablo Lucas Murillo de la Cueva) y 3779/2013 (ponente D. Nicolás Maurandi Guillén). Pese a tratarse de dos ponentes distintos la fundamentación es muy similar y supone, a nuestro juicio, una variación significativa en la consideración que el Supremo hace de la discrecionalidad técnica. Sorprende (y agrada) constatar que el criterio del órgano de evaluación ya no va necesariamente a misa. Así se nos dice que “la comparación entre el ejercicio del actor y los de los aspirantes que éste señaló podía hacerla por sí misma la Sala porque el caso práctico que constituyó el objeto del segundo ejercicio de la fase de oposición versaba sobre una materia jurídica de las que conoce el orden jurisdiccional contencioso-administrativo y los integrantes de la misma estaban en condiciones de apreciar por si mismos si existía o no la identidad afirmada por el Sr. Secundino desde el momento en que disponían de todos esos ejercicios”. La valoración de los méritos y capacidad de un opositor ya no es campo vedado a los Tribunales de Justicia ni la opinión del órgano calificador goza de la presunción de infalibilidad. En palabras de la primera de las Sentencias citadas “una cosa es que en sede judicial no se pueda sustituir el criterio técnico del tribunal calificador o valorar su mayor o menor acierto siempre que no sea absurdo su juicio y otra que no quepa revisar la forma en que ha sido aplicado”.

 

El Tribunal Supremo alumbra una fórmula para cuestionar la discrecionalidad técnica. Fórmula contra la que teóricamente no tenemos nada que oponer. Se trata de encontrar un término de comparación válido entre aspirantes a una misma plaza en la función pública y analizar si el Tribunal calificador actuó respecto a ellos del mismo modo. El problema aparece en la aplicación práctica de ese criterio pues encontrar dos supuestos idénticos que puedan servir como términos de comparación válidos puede resultar muy complicado. Desde luego, el absoluto rigor que el Tribunal Constitucional viene exigiendo para estimar la vulneración del principio constitucional de igualdad del artículo 14 de nuestra Carta Magna ha sido rebajado significativamente por las Sentencias del Supremo a las que nos estamos refiriendo. En ellas se hace mención a la coincidencia sustancial entre los contenidos del ejercicio del recurrente y de los de los aspirantes que le sirven como término de comparación.

 

Además, dando un significativo tirón de orejas a los Tribunales calificadores, el Supremo recuerda que las puntuaciones numéricas pueden servir como motivación del acto administrativo siempre que el afectado no las discuta pues en ese caso la necesidad de motivar la decisión debe conducir a la exhaustividad que permita considerar razonado el juicio valorativo emitido.

 

Lo realmente novedoso es que el Tribunal Supremo se considera con capacidad para analizar el término de comparación que le facilita el recurrente y, lo que es más importante, para sustituir el criterio técnico del órgano de evaluación. Nunca pensamos que pudiéramos leer en una sentencia del Alto Tribunal algo como lo siguiente: “reconocemos el derecho del recurrente a que se le tenga por superado el segundo ejercicio de la fase de oposición con la misma calificación que se le asignó al Sr. Laureano y a proseguir el proceso selectivo”.

 

Creemos, por lo tanto, que hay una puerta abierta al optimismo en la medida en que esta jurisprudencia supone una amenaza directa a actuaciones injustificadas, inmotivadas y caprichosas de los Tribunales de evaluación. Pero el optimismo debe ser moderado por las dos siguientes razones:

 

(1) La discrecionalidad técnica no ha sido eliminada sino adelgazada. Esto no significa que a partir de ahora toda decisión del órgano evaluador pueda ser rebatida con la mera aportación de un informe pericial en sentido contrario. Lo que sí se producirá (de hecho, ya se está produciendo) es un cambio sustancial en las decisiones de los órganos jurisdiccionales respecto a las periciales propuestas por los recurrentes. Hasta ahora eran inadmitidas por innecesarias. A partir de ahora la tendencia será la contraria en la medida en que, insistimos, puedan servir para acreditar un trato desigual entre opositores.

 

(2) La Administración Pública tiene una sorprendente capacidad camaleónica y de adaptación. Será a partir de ahora, sin duda, mucho más meticulosa a la hora de motivar sus decisiones y de justificar las diferencias de puntuación entre aspirantes pero, recordemos, no ha perdido (ni podría hacerlo) su flexibilidad en la apreciación de los méritos y capacidades de los aspirantes.

 

En definitiva, no estamos ante la muerte de la discrecionalidad técnica (no sería deseable a juicio de quien esto suscribe) sino de un paso más hacia el control de la no siempre regular actuación administrativa en los procedimientos selectivos. Es buena noticia porque el ciudadano está un paso más cerca de poder gritar aquello de “la arbitrariedad ha muerto, ¡viva la discrecionalidad técnica!”.

Es difícil negar que España es un país futbolero en el que probablemente muchos asuntos enquistados se resuelven, para bien o para mal, por afinidad o rechazo a unos colores. Pero también es difícil obviar que España es un Estado social y democrático de Derecho en el que se propugna como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico la justicia. El problema, demasiado frecuente en nuestros días, aparece cuando el mundo del fútbol y el del Derecho confluyen. Futbolistas de prestigio ocupan portadas de periódicos no por sus goles sino por sus problemas con Hacienda y federaciones deportivas se enzarzan con la Administración General del Estado en luchas que muchas veces tienen por objeto un anhelo imposible: que no se les aplique la Ley.

 

El punto de fricción más reciente del que tenemos noticia lo constituye la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid nº 77/2015, de 2 de febrero, que declara la nulidad de la Modificación Puntual del Plan General de Ordenación Urbana de Madrid en el ámbito del Área de Planeamiento Específico (APE) 00.03. Este pronunciamiento judicial no tendría ninguna relevancia pública si no fuera porque la declaración de nulidad efectuada impide la proyectada macrorremodelación del estadio Santiago Bernabéu y afecta, huelga decirlo, a una institución privada pero de enorme relevancia pública como es el Real Madrid Club de Fútbol.

 

El urbanismo ha sido tradicionalmente percibido por el mundo del Derecho como una disciplina especialmente técnica. Tal consideración ha beneficiado a muchos pues toda tecnificación exige especialización y ésta implica una criba entre los profesionales que potencialmente podrían dedicarse a ese campo. Pero también ha tenido históricamente un efecto perverso. Siendo fácil perderse en el tecnicismo de las normas urbanísticas es difícil rebatir con fundamento jurídico lo acordado por la Administración competente en esta materia. Hasta el punto de que en mis ya lejanos años de formación universitaria, el prestigioso Magistrado del Tribunal Supremo que impartía la asignatura de Derecho Administrativo renunció voluntariamente a examinarnos sobre Urbanismo al confesar que se trataba de una materia muy compleja que ni siquiera él dominaba con suficiencia.

 

La situación empezó a cambiar ya hace algunos años. La especialización llevó a que Magistrados bien preparados en esta materia fueran accediendo a las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia y del Tribunal Supremo. Estos dos Tribunales son los que, en un porcentaje elevadísimo de los supuestos, resuelven las impugnaciones de instrumentos urbanísticos realmente relevantes para el desarrollo de nuestras ciudades. La percepción del urbanismo como una disciplina jurídicamente inextricable fue desapareciendo y, con ello, aumentó la efectiva fiscalización de la actuación municipal –no siempre bienintencionada o, por lo menos, no siempre dirigida a satisfacer el interés general-.

 

Aun así, la percepción de que el mundo del fútbol y, especialmente, aquellos clubes que han internacionalizado su marca y se han convertido en empresas de dimensión global, tienen una cierta bula municipal, autonómica e incluso estatal para hacer lo que les venga en gana, no acaba de desaparecer. La Sentencia que ahora comentamos, cuya fundamentación –anticipamos- compartimos plenamente, supone un importante vuelco en esa situación consuetudinariamente consentida. Ni siquiera los grandes transatlánticos del balón quedan exentos del cumplimiento de las normas urbanísticas y de los principios que las inspiran.

 

Entrando a conocer de las concretas razones por las que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha decidido declarar nula la modificación puntual que hubiera permitido cambiar radicalmente la fisonomía del estadio Bernabéu y su entorno, hemos de precisar lo siguiente:

 

(1) Que el urbanismo debe perseguir siempre y en todo caso el interés general. Ello no impide necesariamente el que de la aprobación de un instrumento de planificación o ejecución urbanística se deriven beneficios para el interés particular de una persona física o jurídica pero no puede ser su finalidad última. El artículo 47 de nuestra Carta Magna es muy claro cuando afirma que los poderes públicos regularán la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. Añade que la comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.

 

(2) En el mediático supuesto que nos ocupa, una serie de particulares (cuyo interés directo –que lo tenían- en relación con la modificación puntual impugnada resulta irrelevante dada la legitimación pública que existe en materia urbanística) consideró que la modificación puntual aprobada era ilegal. Esgrimían una serie de motivos pero sólo nos centraremos en el que, sin analizar los demás, fue objeto de estimación por parte del Tribunal Superior de Justicia de Madrid.

 

Los recurrentes consideraron que la modificación puntual aprobada vulneraba una serie de preceptos de la Ley del Suelo de la Comunidad de Madrid (artículos 98.2 y 99.2.a) del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 (artículo 14.1.b) y de las Normas Urbanísticas del Plan General de Ordenación Urbana de Madrid (3.2.8). Huyendo de tecnicismos innecesarios diremos que lo que se argumentaba es que el Ayuntamiento de Madrid había hecho uso de una facultad (la de desconsolidar suelo) que carece de apoyo legal y excede el margen de discrecionalidad que la jurisprudencia reconoce al planificador urbanístico. Además, incidían los impugnantes en que los terrenos afectados por el acuerdo atacado están alejados unos de otros más de 7 kilómetros (los que separan el estadio Bernabéu del distrito de Opañel).

 

(3) El Ayuntamiento de Madrid se escudó en que se trataba de una actuación de dotación de las contempladas en el artículo 14 del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2008 que las define como aquéllas “que tengan por objeto incrementar las dotaciones públicas de un ámbito de suelo urbanizado para reajustar su proporción con la mayor edificabilidad o densidad o con los nuevos usos asignados en la ordenación urbanística a una o más parcelas del ámbito y no requieran la reforma o renovación de la urbanización de éste”.

 

Las Administraciones públicas incurren con sorprendente frecuencia en la imprudencia de confesar las verdaderas intenciones de sus actuaciones urbanísticas. En este caso el Ayuntamiento motivó la modificación puntual con en un párrafo que no tiene desperdicio:

 

Se plantea un reto con proyección de futuro: Convertir al Club Real Madrid Club en una institución deportiva de referencia en el mundo. Esta proyección y presencia en todos los países, requiere transformar al Club en paradigma de calidad en todas sus vertientes: deportiva en primer lugar, pero también, entre todas las demás, en calidad y representatividad de sus instalaciones deportivas: En este sentido el estadio “Santiago Bernabéu” aparece como la sede deportiva de mayor representatividad del Club, en el corazón de Madrid”.

 

(4) El Tribunal Superior de Justicia de Madrid detectó claramente el vicio constatando que en el distrito en el que supuestamente existían las carencias dotacionales que justificaban la modificación puntual la realidad era bien distinta (había exceso de dotaciones con centros públicos de carácter deportivo, docente y sanitario). No se trata, por lo tanto, de una actuación dotacional sino de la modificación de un Área de Planeamiento Incorporado a través de la ilegal constitución de un Área Homogénea discontinua.

 

Baste citar la conclusión a la que llega la Sentencia que ahora comentamos: “si bien es cierto que el instrumento urbanístico es válido para operar dicha variación no es menos cierto que debe estar sujeto a una razonabilidad asociada al interés general y la transformación no se vincula a dicho interés sino al propio de las necesidades del Club en relación con el proyecto presentado”.

 

Lo peor de todo es que especialmente la Comunidad de Madrid ya sabía que este tipo de actuaciones no gozaban del respaldo de los Tribunales. Tuve la enorme satisfacción profesional de dirigir un recurso contencioso-administrativo que concluyó, allá por noviembre de 2009, con la declaración de nulidad de una modificación puntual de las Normas Subsidiarias de Planeamiento de San Martín de la Vega (en Madrid) cuya motivación principal era la de enjugar el déficit de una conocida empresa semipública. La Sentencia dictada entonces por el TSJ de Madrid (RJCA 2010\193) fue convalidada plenamente por el Tribunal Supremo el día 9 de julio de 2013 (RJ 2013\5838). Pese a ello, las Administraciones públicas reinciden en su intención de disfrazar de interés general lo que es, lisa y llanamente, favorecer a través del urbanismo a un particular.

 

Esta es la conclusión a la que necesariamente hemos de llegar. El interés general no es el interés de un club de fútbol por muy importante, prestigioso y global que resulte. Confundir esos dos intereses nos acercaría peligrosamente al “panem et circenses” de los romanos. La normativa urbanística es, por innecesario que pueda parecer recordarlo, vinculante para todos por muy chocante e impopular que esto pueda resultar en casos como el que hemos analizado. Concluimos recordando el aforismo latino “dura lex sed lex. Hay que aplicar la Ley a todos por igual. Así lo defiende con la razón, que no con el corazón, quien esto suscribe, socio del Real Madrid Club de Fútbol con 39 años de antigüedad.

La Filosofía y el Derecho nunca han sido compartimentos estancos. Es difícil encontrar a algún pensador de renombre que no haya dedicado parte de su obra a la estructuración de la sociedad conforme a unas normas o que no haya definido lo que considera justo. La indeseable oposición entre Justicia y justicia o, dicho de otro modo, entre lo que dicta la Ley y los principios que la inspiran (o debieran inspirarla) es una muy vieja y muy actual disquisición multidisciplinar.

 

Bajando al terreno de la Ley escrita y de los principios que inspiran nuestro Estado de Derecho, hemos de reconocer que los movimientos legislativos que vienen produciéndose en tiempos recientes en relación con el recurso de casación no siempre se compadecen con uno de los pilares básicos del sistema constitucional español como es el derecho a la tutela judicial efectiva.

 

En las aulas universitarias nos hemos cansado de oír (primero como discentes) y de exponer (llegado el momento de la docencia) que en nuestro ordenamiento jurídico no existe un genérico derecho al recurso (afirmación ésta matizada desde las instituciones europeas singularmente en materia penal) sino un derecho a usar los recursos legalmente establecidos en los términos y condiciones previstos por la Ley.

 

El problema aparece cuando la Ley establece con claridad un determinado régimen de acceso a un recurso y los Tribunales desarrollan una suerte de doctrina interpretativa paralela que acaba por hacer decir a la Ley justo lo contrario de lo que dice o, en el mejor de los casos, lo que claramente no dice o exige.

 

Ha habido dos recursos que en los últimos tiempos han sufrido una rigidificación de sus requisitos para ser admitidos. Se trata del recurso de amparo y del recurso de casación. El primero ha quedado como una suerte de recurso elitista reservado para asuntos de especialísima trascendencia constitucional en el que la admisión a trámite debe considerarse como un éxito procesal digno de general alabanza. El legislador pareció querer aligerar de carga las estanterías del Supremo Intérprete de la Constitución, trasladándola a las de los Tribunales que dicten pronunciamientos contra los que no cabe recurso ordinario o extraordinario alguno. Para ello extendió los supuestos de promoción del incidente de nulidad de actuaciones con un resultado que, en términos generales, cabe considerar de claramente insatisfactorio.

 

El recurso de casación no ha corrido mejor suerte. En él han confluido dos movimientos (interno y legislativo) que, en la práctica, lo han convertido en un recurso extraordinario. Tan extraordinario como extraordinariamente difícil resulta su admisión. El legislador contribuyó significativamente a ello con la elevación de la summa gravaminis de los 150.000 a los 600.000 euros, manteniendo (sin muchas ganas y con poca efectividad) abierta la puerta del interés casacional. Internamente, el propio Tribunal había emprendido ya hace tiempo un camino tortuoso y difícilmente comprensible para los operadores jurídicos (tanto más para los indefensos ciudadanos) consistente en añadir a las exigencias legales otras que, en puridad jurídica, no están contenidas en ningún texto normativo. El riesgo, denunciado desde hace años por quienes tenemos que preparar e interponer recursos de casación con frecuencia, es el de convertir al Tribunal Supremo en un órgano autonormativo.

 

Podríamos hablar también, pero por razones de extensión lo dejamos para otro artículo, del adelgazamiento sufrido por el recurso de apelación y de la tendencia del legislador a que la mayor parte de los asuntos judiciales se ventilen en un futuro no muy lejano en una única instancia.  Estamos asistiendo a un acelerado proceso de desaparición de los recursos ordinarios y, probablemente con ello, al sensible debilitamiento del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Quizás convendría reflexionar sobre algo que parece caer por su propio peso. El ser humano no es infalible y los Jueces, en cuanto personas, tampoco lo son. Hay que sopesar si interesa más reducir al mínimo la posibilidad de que un error judicial adquiera la condición de definitivo o lograr que los Juzgados y Tribunales sean muy eficaces porque tengan pocos pleitos y menos recursos.

 

Dentro de esta situación crítica (en sentido estrictamente etimológico del término) de la figura de los recursos en nuestro ordenamiento jurídico, resulta interesante analizar aquí una muy reciente Sentencia del Tribunal Constitucional en la que se plantea con profundidad y detenimiento el debate sobre cómo han de ser interpretadas las normas de admisión del recurso de casación. Nos estamos refiriendo a la Sentencia del Tribunal Constitucional nº 16/2015, de 16 de febrero, de la que es ponente su Presidente, D. Francisco Pérez de los Cobos Orihuel.

 

En esa Sentencia se enfrentan en un debate procesal y constitucionalmente muy interesante dos posturas. La mayoritaria que considera que –FJ 2- “corresponde al Tribunal Supremo la última palabra sobre la admisibilidad de los recursos de casación ante él interpuestos, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales (art. 123 CE) (STC 37/1995, de 7 de febrero, FJ 6), por lo que el control constitucional que este Tribunal debe realizar de las resoluciones judiciales dictadas sobre los presupuestos o requisitos de admisión de recursos tiene carácter externo, siendo, si cabe, más limitado en lo referido al recurso de casación, pues (i) el Tribunal Supremo tiene encomendada la función de interpretar la ley con el valor complementario que atribuye a su jurisprudencia el Código Civil y (ii) el recurso de casación tiene, a su vez, naturaleza extraordinaria, de donde se sigue que su régimen procesal es más estricto (SSTC 37/1995, de 17 de febrero, FJ 5; 248/2005, de 10 de octubre, FJ 2; 100/2009, de 27 de abril, FJ 4; y 35/2011, de 28 de marzo, FJ 3”. Además, en su FJ 3, afirma que “el Auto del Tribunal Supremo impugnado –lejos de ser una decisión particularizada y ad hoc por el órgano judicial para resolver ese solo caso o para aplicarlo exclusivamente a la persona del recurrente- constituye la plasmación de un criterio jurisprudencial previamente adoptado con carácter general y con vocación de permanencia para resolver todos los supuestos de las mismas características”.

 

Enfrente, la postura minoritaria, con la que concuerda plenamente quien esto suscribe, reflejada en el voto particular del Magistrado D. Juan Antonio Xiol Ríos al que se adhiere el Magistrado D. Luis Ignacio Ortega Álvarez. Se afirma en ese voto particular que “el problema radica en que la exigencia de este requisito no puede hacerse en contra de lo dispuesto por la ley de modo expreso”.  La crítica –acertada, insistimos, en nuestra opinión- supone un “basta ya” respecto a una peligrosa línea seguida por el Tribunal Supremo que, primero, convirtió el escrito de interposición del recurso de casación en una especie de lotería en la que –al menos en materia contencioso-administrativa- había que jugárselo todo a determinar si una determinada infracción debía ser articulada por el art. 88.1.c o por el art. 88.1.d cuando la línea que separa ambos ordinales es tremendamente difusa. En materia procesal hay pocas cosas que sean blancas o negras. Pero es que esa línea ha ido evolucionando hacia la exigencia al escrito de preparación del recurso de casación de requisitos que claramente no están contenidos en la Ley. Y es aquí donde se centra el voto particular cuya exégesis estamos realizando:

 

En efecto, dicho requisito no aparece en la ley como un requisito del escrito de preparación que se presenta ante el tribunal que dictó la Sentencia (art. 89.1 LJCA), sino como un requisito del escrito de interposición, para cuya presentación ante el tribunal de casación se concede un plazo más amplio (art. 92.1 LJCA: “… en el que se expresará razonadamente el motivo o motivos en que se ampare, citando las normas o la jurisprudencia que se consideren infringidas”). Exigirlo en el escrito de preparación está en directa contradicción con la ley, en tanto no sean modificada”.

 

Lo que no es aceptable en nuestro sistema constitucional es que un Tribunal se convierta en legislador, aunque “sólo” sea para darse las normas que han de regir la admisión a trámite de los recursos que haya de conocer. Siguiendo los muy acertados términos del meritado voto particular “si el cambio de jurisprudencia sólo hace decir a la norma lo que esta desde un principio decía, debe concluirse que lo que hubiera estado vedado al legislador, por respeto al principio de seguridad jurídica, también debe estar vedado a la interpretación de la ley por el camino de la evolución de la jurisprudencia con idénticos efectos”.

 

La regla hermenéutica “in claris non fit interpretatio” debe regir también en materia procesal. Si el legislador estableció claramente el contenido de un escrito procesal, la jurisprudencia, en aplicación de lo dispuesto en el artículo 1.6 del Código Civil, podrá complementar la previsión legal. Pero complementar no es cambiar el sentido. Lo que el Tribunal Constitucional hace en la Sentencia que comentamos es legitimar una actuación del Tribunal Supremo consistente en variar sustancialmente el contenido de un precepto legal para convertir el escrito de preparación de recurso de casación en una especie de interposición anticipada y abreviada. Y eso, cuando tiene como fatal resultado la inadmisión de un recurso de casación preparado con estricta observancia de lo exigido en la Ley afecta de lleno, a nuestro juicio, al contenido sustantivo del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva pues impide ejercitar un recurso planteado con plena corrección legal.

 

La cuestión aquí analizada tiene más alcance del que pueda pensarse pues no se trata simplemente de un asunto procesal. Tan peligroso para el Estado de Derecho es un legislativo que interfiere en el poder judicial como un Tribunal que adapta a su gusto (variando su contenido y alcance) las normas que ha de aplicar.

La sabiduría popular nos recuerda que “rectificar es de sabios”. Ya en el terreno procesal el artículo 231 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) parece alinearse con el refranero cuando manifiesta que “el Tribunal y el Secretario judicial cuidarán de que puedan ser subsanados los defectos procesales en que incurran los actos procesales de las partes”. Sabemos también que la LEC es de aplicación subsidiaria al procedimiento contencioso-administrativo pues así lo establece la Disposición final primera de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de esa jurisdicción (LJCA). ¿Pero puede confiarse el abogado a la hora de redactar apresuradamente un escrito fiándolo todo a la posibilidad de subsanar posteriormente los errores que haya podido cometer? La respuesta debe ser negativa con algún matiz.

 

El error procesal se produce fundamentalmente por tres motivos: por descuido, por desconocimiento de una concreta jurisdicción o por un cambio normativo del que el abogado no ha tenido noticia. No entraremos en si alguno de los tres es excusable sino que nos limitaremos a exponer las soluciones que la práctica procesal ofrece para intentar tapar esas vías de agua.

 

Como ejemplo del error cometido por descuido tenemos la falta de indicación en el escrito de demanda contencioso-administrativa de la cuantía del procedimiento. El artículo 40.2 LJCA prevé que el Secretario judicial conceda, en ese caso, a las partes un plazo no superior a diez días para que la fijen con el apercibimiento de que de no hacerlo la cuantía será fijada por él. En general, puede afirmarse que esta clase de errores, que cabe calificar de adjetivos, no inciden sustancialmente en la tramitación del procedimiento y, por ello, no revisten grave riesgo para el abogado ni para los intereses de su defendido.

 

El ejemplo típico de error por desconocimiento de la jurisdicción contencioso-administrativa es el de la falta de cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 45.2.d) LJCA. Quienes están familiarizados con otras jurisdicciones pueden (aunque no deben) ignorar que al escrito de interposición de recurso contencioso-administrativo se ha de acompañar, si el recurrente es una persona jurídica, “el documento o documentos que acrediten el cumplimiento de los requisitos exigidos para entablar acciones las personas jurídicas con arreglo a las normas o estatutos que les sean de aplicación”. Se exceptúan, claro está, aquellos casos en los que ese documento haya quedado incorporado al poder general para pleitos exigible también para interponer ese recurso.

 

Antes de nada, hemos de significar aquí que este requisito legal encuentra difícil justificación en evitar que una persona jurídica inicie un pleito contencioso-administrativo no querido por quien tiene la representación legal de aquélla. La misma razón podría darse respecto de los particulares pues nada impide a un Procurador y a un Letrado iniciar, por ejemplo, un juicio de desahucio en nombre de quien no les ha dado instrucciones para ello sino que en su día les otorgó poder para un procedimiento distinto. Pero no existe la misma exigencia para las personas físicas.

En todo caso el artículo 45.2.d) LJCA ha sido (aunque cada vez menos) un gran desconocido para quienes no están en el día a día del procedimiento contencioso-administrativo. En no pocas ocasiones (normalmente en los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo), no se exige de oficio su cumplimiento y sólo plantea problemas cuando el representante de la Administración opone su falta de observancia por el demandante en el trámite de alegaciones previas previsto en el artículo 58.1 LJCA o, incluso, en la contestación a la demanda.

 

La falta de aportación del documento que acredite la voluntad de la persona jurídica de iniciar un procedimiento contencioso-administrativo plantea al menos dos problemas: el momento en el que se puede subsanar su falta de aportación y la fecha de adopción del acuerdo de recurrir el acto administrativo objeto de litigio. Algún Tribunal sostuvo que se trataba de un defecto sólo subsanable durante el plazo de diez días que al efecto debía conceder el Secretario Judicial (artículo 45.3 LJCA) y que, en todo caso, el acuerdo decidiendo recurrir debía tener fecha anterior a la del escrito de interposición presentado en el Tribunal. Ambas cuestiones han sido resueltas con carácter pacífico por el Tribunal Supremo. La primera de ellas en sentencias tales como las de 24 de junio (RJ 2014\3197) y 22 de septiembre de 2014 (RJ 2014\4602). En ellas se establece que no puede declararse la inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo si no se ha concedido trámite de subsanación a la demandante habiéndose detectado de oficio la omisión. Adicionalmente, si es el demandado quien opone la falta de aportación del meritado documento, el artículo 138.1 LJCA concede un plazo de diez días al recurrente para subsanarlo. Y si discrepare con la omisión que se le imputa, la jurisprudencia a la que hemos hecho referencia obliga al Tribunal a valorar la controversia y, en el peor de los casos para la parte recurrente, concederle plazo de diez días para la subsanación.

 

Respecto a la fecha en la que haya de adoptarse el acuerdo decidiendo la interposición de recurso contencioso-administrativo, la jurisprudencia es ciertamente flexible. Parecería lógico entender –como hizo en el pasado algún Tribunal Superior de Justicia- que el acuerdo de la persona jurídica decidiendo interponer un recurso contencioso-administrativo habría de ser, en todo caso, anterior a la fecha del escrito de interposición. Pero la lógica ha cedido para dejar paso al principio pro actione. Buen ejemplo de ello son las sentencias del Tribunal Supremo de 14 de marzo (RJ 2014\2521) y 3 de abril de 2014 (RJ 2014\2875) cuando afirman que “tampoco cabe considerar precisa del todo la exigencia de que el requisito que nos ocupa haya de preexistir y que consiguientemente la autorización para litigar deba adoptarse con anterioridad a la interposición del recurso”.

 

Nos encontramos, por lo tanto, con que este segundo tipo de errores –los provocados por el desconocimiento de las especialidades propias de la jurisdicción contencioso-administrativa- son, por lo general, subsanables. Incurrir en causa de inadmisión o desestimación del recurso necesitaría de una actuación manifiestamente negligente del abogado a quien el recurrente confirió la dirección técnica de su asunto. Actuación que no es razonable esperar.

 

El tercer grupo de errores que hemos identificado antes es, sin duda, el más problemático. Se trata de aquellas carencias de los escritos procesales derivadas de cambios normativos desconocidos por el Letrado de una de las partes. El supuesto prototípico y desgraciadamente frecuente es el de olvidar proponer prueba mediante otrosí en los escritos de demanda y contestación. El origen del error se encuentra en la modificación del artículo 60.1 LJCA operada por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal. Antes de esa modificación legislativa la proposición de prueba era una fase procesal independiente que se abría una vez contestada la demanda por la Administración.

 

¿Qué ocurre cuando un incauto abogado omite la proposición de prueba en su escrito de demanda? La cuestión es complicada. Quizás el artículo 60.2 LJCA le ofrezca un salvavidas al establecer que “si de la contestación a la demanda resultaran nuevos hechos de trascendencia para la resolución del pleito, el recurrente podrá pedir el recibimiento del pleito a prueba y expresar los medios de prueba que se propongan dentro de los cinco días siguientes a aquél en que se haya dado traslado de la misma”. Pero el riesgo es máximo porque no siempre es posible convencer al Tribunal de que la contestación a la demanda ha introducido hechos nuevos. Normalmente se habrá limitado a negar los invocados por el recurrente.

 

El Tribunal Supremo ha mantenido sobre esta grave omisión criterios contradictorios. Así, entre otros, el Auto de 5 de junio de 2013 (recurso 288/2012)  deniega la prueba, sin admitir la subsanación, por considerar que la parte “no solicitó en su escrito de contestación a la demanda el recibimiento a prueba, ni expresó los puntos de hecho, ni los medios de prueba propuestos, tal como exige el artículo 60.1 de la LRJCA en la redacción otorgada por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, aplicable al presente recurso contencioso-administrativo, sino en un posterior escrito presentado el 3 de diciembre de 2012”. En sentido claramente contrario, el Auto de 17 de septiembre de 2013 (recurso 417/2012) considera que “la circunstancia de que hasta la reforma operada por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, no era preciso enumerar los medios de prueba al tiempo que se solicitaba el recibimiento a prueba del recurso, ha llevado a esta Sala a admitir en una etapa inicial la posibilidad de subsanar la omisión de dicha exigencia cuando ello se hace tan pronto la parte es advertida de la deficiente cumplimentación de la solicitud de recibimiento a prueba”.

 

Ciertamente esta indefinición de nuestro Alto Tribunal crea inseguridad jurídica y, de alguna manera, choca con la flexibilidad mostrada respecto a los otros tipos de error que hemos analizado en este artículo. Es muy recomendable corregir esa indefinición con la máxima celeridad sin perjuicio de reconocer que evitando el error se evita todo peligro.

 

Expuestos los errores más frecuentes en que estadísticamente incurrimos los abogados en el procedimiento contencioso-administrativo sólo nos queda recordar dos cosas: una, que “errare humanum est” y, sin embargo, otra, que el error más inocuo es el que no se comete. La diligencia y la permanente consulta de textos normativos actualizados -por más que creamos dominar la disciplina- nos evitarán muchos disgustos.