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El mundo de la abogacía es un mundo de contrastes varios. Encontramos la abogacía de los grandes despachos del “Magic Circle” y también la de los despachos unipersonales y artesanos. Pero al igual que ocurre con los enfermos y las enfermedades, no hay ejercicio de la abogacía sino abogados.

 

Que la abogacía es una profesión importante en nuestra sociedad resulta innegable. Como también lo es que los abogados tenemos, para el común de los ciudadanos, mala prensa. Lo que más se nos reprocha (y más en esta época de crisis) es que somos caros. Pero no solo eso. También se nos echa en cara que teniendo conocimiento de los riesgos que corre un potencial cliente que acude a valorar sus posibilidades de iniciar un litigio, nos los callamos puesto que lo que queremos a toda costa es que nos contrate. De todo hay en la viña del Señor.

 

Clasificar es generalizar y, por lo tanto, equivocarse o ser injustos. Aun así hemos de arriesgarnos puesto que sin clasificaciones la realidad nos resultaría inaprehensible. Recuerdo que un antiguo compañero de despacho comentaba con acierto que en toda organización (relacionada o no con el mundo de la abogacía) siempre se repiten los mismos esquemas y es posible encontrar los mismos tipos de trabajadores.

 

En otro post trataremos una de las contraposiciones más interesantes que pueden encontrarse en el ejercicio togado del Derecho. Abogados de raza versus abogados de paga (o de pega). Pero nos interesa centrarnos en cuestiones probablemente menos filosóficas pero también de mayor interés para un potencial cliente.

 

Una de esas cuestiones es la de la elección de despacho de abogados cuando una persona se enfrenta a un problema que le excede y al que no puede poner solución por carecer de los necesarios conocimientos técnicos. El abanico es amplio pero podríamos establecer cuatro niveles: (1) Despachos multinacionales o nacionales de reconocido prestigio; (2) Despachos de tamaño intermedio; (3) Boutiques legales con alta especialización en una determinada materia y (4) Despachos unipersonales.

 

Parece evidente que un ciudadano medio no puede plantearse acudir a un despacho multinacional. Existiría mutuo disenso. Ni el particular podría pagar la minuta del transatlántico jurídico ni probablemente al despacho grande le resultara interesante desde ningún punto de vista llevar el asunto.

 

Los grandes despachos –con las diferencias que existen entre ellos y que probablemente solo se conozcan de verdad tras haber realizado distintos encargos profesionales- suelen tener como público objetivo las empresas que ocupan el vértice de la pirámide económica. Son una suerte de despachos del IBEX 35.

 

En los despachos intermedios suele haber cabida para empresas de un tamaño mediano y para algunas pymes con potencial económico y actividad creciente. No habrá minutas astronómicas pero tampoco un asesoramiento personal cercano, de reacción inmediata y de obligada empatía con la situación del cliente pues éste busca otra cosa.

 

En el tercer nivel encontramos el concepto de boutique legal que, más allá de la cursilería del término, supuestamente está dirigida a clientes que necesiten un asesoramiento de altísima especialización en una determinada materia. Al menos así se venden. En no pocos casos están integradas por abogados que no soportaron la fuerza centrífuga de los grandes despachos multinacionales y acabaron fuera de un sistema al que formalmente reprochan muchas cosas pero que, en la práctica, intentan reproducir a pequeña escala en sus organizaciones.

 

Finalmente, en el cuarto nivel, en la base de la pirámide encontramos los despachos pequeños, conformados por un número reducido de abogados o incluso unipersonales. Particularmente, después de haber pasado por dos de los tres niveles anteriormente descritos y tener la fortuna de ejercer la abogacía en este cuarto nivel, tengo la convicción personal de que el Derecho de verdad, en el que lo que se ventila son problemas personales que dejan sin dormir a las personas, en el que no importan los nombres ni los títulos sino ganar la batalla pues al cliente le va la vida en ello, está en esta clase de despachos.

 

Lo anterior, insistimos, es una generalización y, por lo tanto, no puede ser tomado como dogma de fe ni como método anticipado de análisis para encargar un determinado asesoramiento jurídico a uno u otro despacho. Pero puede servir para tomar unas precauciones iniciales que no están de más cuando uno se acerca por primera vez al complejo mundo de los abogados.

 

A modo de ejemplo de los riesgos que un ciudadano corre cuando piensa en encargar su defensa a un abogado para cualquier asunto, está el de la falta de información por parte de éste de qué consecuencias tendría la desestimación de la acción ejercitada. No son pocos los abogados (incluso de despachos que invierten mucho en publicidad) que ante la pregunta “¿qué pasa si pierdo?” ofrecen como única respuesta “no es probable así que no pienses ahora en ello”. Eso es lisa y llanamente ocultar información al consumidor y procurarse, si las cosas vienen mal dadas, un pleito como demandado por responsabilidad profesional.

 

Lo realmente difícil para el cliente no formado en materias jurídicas es saber si el trabajo realizado es o no de calidad y comprometido. No se trata de buscar que el encargo profesional lo lleve a cabo un “Hans Kelsen” de la especialidad sobre la que versa áquel. Normalmente esos perfiles son mucho más aprovechables en el mundo de lo que podríamos llamar “ascética jurídica”. Un CV brillantísimo con un expediente académico inmaculado no garantiza que su titular tenga las imprescindibles capacidades para ser un buen abogado, ni tan siquiera es condición necesaria.

 

Tampoco asegura el éxito dejarse llevar por el deslumbramiento de los grandes nombres. Una pregunta incómoda pero que conviene hacerse o hacer es “¿qué ocurre cuando un jurista deja de estudiar al día siguiente de haber aprobado una oposición?”. La respuesta será todo lo políticamente incorrecta que se quiera pero debe darse. Lo que ocurre es que ese abogado pierde su ventaja competitiva inicial y, por lo tanto, se iguala en la lucha con el resto de compañeros. Y, evidentemente, ante su falta de estudio y su vivir de las rentas, muy probablemente sea adelantado por quien sin estar afectado por el virus de la titulitis realice esfuerzos diarios de actualización profesional y estudio.

 

Concluimos este post recordando una anécdota de despacho que fotografía muy bien determinadas realidades de las que no suele gustar que tengan relevancia pública. Un joven y bien preparado abogado, formado con éxito en un importante despacho nacional de general conocimiento e incuestionable relevancia, decidió cambiar de aires para pasar a otro transatlántico jurídico que “operaba” rutas internacionales. Acostumbrado al rigor de su primitivo despacho, revisó concienzudamente un informe que en materia urbanística había realizado su nuevo bufete con la firma y supuesta supervisión de un jurista de reconocido (desconocido, dirían algunos) prestigio. El trabajo jurídico había sido realizado por la lugarteniente del factótum, supuestamente experta en Urbanismo y Medio Ambiente aunque a la larga más conocida por esconder el polvo debajo de las alfombras. La valoración que para el riguroso abogado mereció el informe fue literalmente la de “haber sido realizado por Pepe Gotera y Otilio”. Y, claro está, aquí también llegó el mutuo disenso y, además, lo hizo rápidamente. Ni a la eminencia jurídica le gustó la comparación con un fontanero chapuzas ni al “nuevo entrante” le pareció buena idea continuar en un lugar en el que se hacía mucho ruido pero había pocas nueces.

 

La moraleja de todo esto es que quien esté pensando en acudir a un abogado más vale que lo haga con los ojos bien abiertos y con juicio crítico. Tendrá que escoger bien el perfil de asesor jurídico que necesita, ajustándolo a su bolsillo pero, sobre todo, al nivel de implicación y dedicación personal que requiera. De no proceder así, su encargo profesional podría tener como único resultado la convicción absoluta de que le hicieron una chapuza a domicilio.

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“El Derecho vale para mucho menos de lo que la gente piensa”. Con esa frase aparentemente desilusionante nos daba su visión del ejercicio de la abogacía un magnífico profesor de Derecho Constitucional. Contrastaba, sin duda, la dureza de su afirmación con la pasión que ponía en la enseñanza de su asignatura. Cuando unos cuantos años después, tantos como 24, quien fue su alumno es hoy abogado y, al tiempo, profesor universitario, revisa esa afirmación imborrable no tiene más remedio que corroborarla.

Lo que un cliente (normalmente preocupado) espera de un abogado (deseablemente entregado) es, primero, que le escuche con la atención que merece. Detrás de una consulta siempre hay un problema personal o empresarial puesto que casi nadie acude a un abogado para compartir su enorme alegría existencial. Pero también espera que le asesore lealmente. Para esa labor de consejo prudente, mesurado, calculador y sincero no todo el mundo vale. Además de la preparación técnica (que, en muchas ocasiones, se presupone arriesgadamente a quien ha obtenido su título de Licenciado o Graduado en Derecho y, posteriormente, colegiado como abogado) es necesario tener empatía. Ponerse en el lugar del otro debería ser la primera de las enseñanzas universitarias en la carrera de Derecho. Solo así, mirando la vida desde los ojos del cliente, uno puede hacerse una idea de cuál es el punto de partida y, sobre todo, de cuál es la meta a la que se nos pide que llevemos a quien se pone en nuestras manos para que le guiemos.

Toda profesión tiene sus ovejas negras que perjudican, indudable y gravemente, al colectivo. La abogacía no está exenta de ese mal sino más bien intensamente contaminada por él. Son muchos los ciudadanos que nos ven como profesionales sobrevalorados, caros, superficiales y materialistas. Para quienes crecimos con el genial “13 Rue del Percebe” de Francisco Ibáñez, no es difícil reconocer que la imagen que algunos abogados proyectan a la gente es la del tendero Don Senén.

Lo que este blog pretende es presentar la abogacía de otro modo más cercano y, creemos, más real. En mis conversaciones con mis alumnos universitarios y con mis clientes suelo insistirles en que si hay dos profesiones capitales en la sociedad actual esas son las de médico y abogado. Los primeros tienen en sus manos nuestra vida en sentido físico y los segundos podemos hacer con nuestra tarea que la existencia de las personas sea lo más llevadera posible una vez surgido un problema que siempre es indeseable pero que no por ello no deja de plantearse.

Nos aproximaremos en este diario jurídico al mundo del Derecho intentando que lo escrito, siendo preciso y coherente, pueda ser fácilmente comprendido por el lector. En otro apartado de esta página web, concretamente en el de “Artículos”, incluiremos valoraciones mucho más jurídicas y académicas, pero la razón de ser de este blog es la de presentar al ciudadano asuntos complejos de una manera sencilla y asequible.

Si tras cada post el lector tiene una idea más certera de lo que es la abogacía y, sobre todo, de cómo intentamos los abogados resolver eficientemente los problemas de la gente, nos daremos por satisfechos. Es cierto que el Derecho no es la panacea universal y que donde no hay buena voluntad es difícil que una norma (o su aplicación ejecutiva) llegue a solucionar definitivamente un problema. Pero no es menos cierto que quienes estamos en el día a día del Derecho tenemos una especial responsabilidad a la hora de procurar soluciones razonables y razonadas a controversias que, de enquistarse, pueden llegar a hacer imposible o muy desagradable la vida a las personas.

Concluimos este primer post recordando una anécdota de quien hoy es un brillante abogado madrileño. Corría el año 1995 y fuimos destinados juntos como alféreces de las conocidas como milicias universitarias a un cuartel de Siero (Asturias). El primer día, el de las presentaciones ante los mandos del acuartelamiento, había que acudir vestidos de gala. Así lo hicimos todos excepto uno de los alféreces. Había olvidado su pantalón de gala en Madrid y no tuvo más remedio que hacer su aparición vestido con el tradicional traje militar de campaña, preparado para el combate, el barro y las lluvias tan habituales en esa tierras del Norte de España. Aquello levantó ampollas y le supuso algún que otro disgusto y críticas entre los mandos. Sin embargo, uno de los capitanes ensalzó su bravura y determinación golpeándole fuerte en la espalda y diciéndole: “estos son los alféreces que a mí me gustan, los que vienen directamente operativos”. Ojalá este blog sirva para que el lector perciba que los que ejercemos esta bendita profesión con intensidad, ilusión y compromiso estamos, como aquel alférez, directamente operativos en nuestro empeño máximo por defender los intereses de nuestros clientes.