En la Universidad (y en la vida) nos enseñan que lo que importa es la esencia y no la forma. O que el nomen iuris puede ser uno y la realidad jurídica que subyace una cosa bien distinta. También nos ilustran los Tribunales acerca de que las partes pueden llamar a un contrato como tengan por conveniente pero no por eso su contenido debe ser calificado jurídicamente conforme a la denominación contractual. En el Derecho Administrativo las cosas no son muy distintas. Y menos si de lo que se trata es de enjuiciar la actuación de una Administración pública en campos en los que no existen potestades regladas sino, sobre el papel, facultades discrecionales.
La primera duda que se nos plantea es la de si la discrecionalidad de la Administración es inevitable o si, por el contrario, podría y debería actuar siempre en ejercicio de potestades regladas. Dar respuesta a esta cuestión abre siempre un enriquecedor debate en el que se enfrentan posturas probablemente irreconciliables. La de los que (normalmente en defensa de la Administración) consideran que eliminar la discrecionalidad es imposible y que, además, de ser posible resultaría perjudicial para el interés público. Como ejemplo nos dicen que si el proceso selectivo para el acceso a cualquiera de los grandes cuerpos jurídicos del Estado o de los órganos de relevancia constitucional se basara en exámenes tipo test, el resultado final podría no ser el de adjudicar las plazas convocadas a los mejores aspirantes o, en otras palabras, a los que realmente tienen más méritos y capacidades.
Al otro lado del cuadrilátero nos encontramos a quienes (casi siempre en defensa del administrado o de aspirantes a plazas de la función pública que no obtienen los resultados deseados) sostienen que precisamente lo que perjudica al interés público es la mera existencia de facultades discrecionales en la Administración. El ejemplo al que recurren, típico, manido, pero no por ello irreal, es el de la existencia de enchufes en las oposiciones o de evidentes irregularidades en actuaciones municipales en materia urbanística que, desde luego, no se producirían si se eliminara ese amplio “margen de maniobra” en que consiste la discrecionalidad técnica.
Como casi siempre, las posturas extremas impiden ofrecer una solución real a un problema cuya negación sería infantil o interesada: la Administración no siempre hace un uso correcto de sus facultades discrecionales.
¿Pueden seleccionarse funcionarios públicos de una manera mecánica a través de pruebas absolutamente objetivas? Quizás la respuesta más adecuada fuera la de depende. Porque resulta innegable que la cualificación necesaria para desempeñar un puesto de trabajo difiere de la exigible para otro. Probablemente sí pudiera eliminarse la discrecionalidad técnica en la selección de taquígrafos y estenotipistas para una determinada Administración. Pero -también probablemente- resultaría imposible valorar las capacidades de un aspirante a ingresar en el cuerpo de Abogados del Estado si no se le exigiera superar una prueba consistente en la redacción de un informe jurídico cuya corrección y valoración por parte del Tribunal de selección no puede excluir su discrecionalidad técnica.
Una parte de la más prestigiosa y acreditada doctrina administrativista sugiere sustituir el término discrecionalidad técnica por el de valoración técnica. Es un loable intento de limitar el campo de actuación en el que puede moverse una Administración que ha de actuar conforme a facultades que no son regladas. Reglado es conceder o no una licencia de primera ocupación. Si la solicitud cumple las condiciones normativamente establecidas, nada habrá que oponerse y deberá emitirse el acto administrativo de otorgamiento. Pero no es reglado calificar un suelo como urbanizable o no urbanizable. Habrá, entre otras cosas, que justificarse si la ciudad se expande o no en esa dirección y dónde debe ponerse el límite entre una y otra clase de suelo. Eso es discrecional o, si se quiere, una cuestión de valoración técnica.
Podemos aceptar, por lo tanto, que la discrecionalidad de la Administración es inevitable. Lo contrario sería robotizar la gestión de intereses públicos e implantar ya en nuestra día a día una suerte de inteligencia artificial que resolvería situaciones controvertidas conforme a parámetros exclusivamente técnicos y, por ello, poco humanos.
Lo que debe aceptarse, de ningún modo, es que la Administración disfrace de discrecionalidad lo que es arbitrario, caprichoso, erróneo o desviado de la finalidad prevista por la norma. No estamos hablando de situaciones de laboratorio. Baste darse un paseo jurisprudencial para descubrir no pocos pronunciamientos judiciales en los que, por ejemplo, se invalida el resultado de una oposición por trato desigual a aspirantes que habían realizado pruebas de contenido completamente equiparable. O sentencias en materia urbanística que declaran inválida una revisión de unas normas subsidiarias en las que se incrementa la edificabilidad de una amplia superficie de un término municipal con la única real justificación de beneficiar a una sociedad mercantil y no al conjunto de los ciudadanos del municipio.
Si nos centramos en el terreno de las oposiciones y dejamos para otro artículo el análisis urbanístico de la controvertida discrecionalidad técnica, encontramos algunos puntos negros en la actuación administrativa en los que la accidentalidad por arbitrariedad se dispara.
Así, no es imposible que en las bases de un proceso selectivo de acceso a la función pública (que, en la práctica se convierten en su “ley” reguladora) se recojan contenidos que no tienen directa relación con las plazas que se pretenden cubrir pero para los que, a toro pasado, se demuestra que había algunos aspirantes (pocos o muy pocos) con conocimientos profundos sobre ellos. Se está cociendo a fuego lento, en esos casos, una adjudicación de plaza arbitraria e injusta pues no valora, como resulta de una exigencia de rango constitucional, los méritos y capacidades de los aspirantes para desempeñar un puesto de trabajo sino rasgos distintivos del conocimiento de solo unos pocos de ellos que no son necesarios para acceder y mantenerse en la plaza.
En ese primer punto negro nos encontramos ya con un problema material, que no formal, de impugnación. Las bases de una oposición son impugnables. De hecho si se discrepa con ellas, total o parcialmente, el momento procedimental para hacer público ese desacuerdo no supera el mes que la norma establece para recurrirlas en reposición o alzada (según proceda por razón del órgano que las aprobó). Pero ¿en qué situación queda el aspirante que comparece en un proceso selectivo cuyas bases ha impugnado? Presumir que será visto con ojos neutrales por el Tribunal de selección es mucho presumir.
Otro punto negro en esa compleja red viaria de las oposiciones lo constituyen lo que podríamos llamar hitos de arbitrariedad. Nada cuesta convocar un proceso selectivo en el que, por ejemplo, tras dos pruebas relativamente objetivas (que incluso se realizan con exámenes tipo test para dar apariencia de normalidad y ejercicio de potestades regladas) se sitúa como tercera una entrevista y como cuarta un examen de idiomas. El orden es importante. Si en la entrevista (como sucede en no pocas ocasiones) se realizaran valoraciones arbitrarias de los méritos de los candidatos y su impugnación ante los Tribunales tuviera éxito, el resultado sería la retroacción del procedimiento para realizar una entrevista “objetiva” nunca el de la adjudicación directa de la plaza convocada pues el Juzgado o Tribunal no podría hacerla quedando pendiente el cuarto ejercicio. Y en ese cuarto ejercicio, de alto componente discrecional, el sufrido opositor impugnante tampoco sería observado con ojos amistosos. Un simple cambio de orden en la realización de los ejercicios ofrecería un resultado bien distinto. Si el tercero fuera la prueba de idiomas y el cuarto y último la entrevista, entonces sí, un Tribunal de Justicia podría resolver una eventual impugnación de los resultados de la entrevista reconociendo el derecho del aspirante a ingresar en la función pública. Y, con ello, requisando a la Administración su armadura de la discrecionalidad técnica.
El Tribunal Supremo, desde julio de 2014, viene desmontando (con pronunciamientos en ocasiones pendulares) la sacrosantidad de las valoraciones técnicas de los Tribunales de selección. Permite efectivamente su contradicción en sede judicial, bien con la opinión del propio órgano jurisdiccional (si la controversia es de naturaleza jurídica), bien con la intervención de un perito de reconocido prestigio (con exigencias en cuanto a su cualificación que, desde luego, no todos los profesionales del sector profesional a que afecta el litigio podrían cumplir).
La realidad nos demuestra que los Tribunales pueden fiscalizar con rigor la actuación administrativa y dificultar con mayor o menor intensidad la conducta arbitraria de un órgano de selección. Pero la solución al problema no llegará nunca mientras exista un innegable ánimo en la Administración pública de controlar los procesos de selección de su personal conforme a criterios que no están directamente vinculados a los méritos y capacidades de los aspirantes.
El primer paso en esa desintoxicación administrativa bien podría ser la aprobación de una norma que estableciera con toda precisión las garantías de publicidad y revisión de decisiones de los órganos de selección en los procesos de ingreso en la función pública. No es aceptable que todavía se sigan haciendo exámenes orales para el acceso a prestigiosos cuerpos de la Administración de los que no queda más reflejo que el acta emitida por su secretario pero no la grabación de la prueba (al menos en soporte audio).
Sin esa voluntad de cambio seguiremos llamando discrecionalidad técnica a lo que realmente es pura y simple arbitrariedad, buscada, además, con premeditación.