En la Universidad (y en la vida) nos enseñan que lo que importa es la esencia y no la forma. O que el nomen iuris puede ser uno y la realidad jurídica que subyace una cosa bien distinta. También nos ilustran los Tribunales acerca de que las partes pueden llamar a un contrato como tengan por conveniente pero no por eso su contenido debe ser calificado jurídicamente conforme a la denominación contractual. En el Derecho Administrativo las cosas no son muy distintas. Y menos si de lo que se trata es de enjuiciar la actuación de una Administración pública en campos en los que no existen potestades regladas sino, sobre el papel, facultades discrecionales.

 

La primera duda que se nos plantea es la de si la discrecionalidad de la Administración es inevitable o si, por el contrario, podría y debería actuar siempre en ejercicio de potestades regladas. Dar respuesta a esta cuestión abre siempre un enriquecedor debate en el que se enfrentan posturas probablemente irreconciliables. La de los que (normalmente en defensa de la Administración) consideran que eliminar la discrecionalidad es imposible y que, además, de ser posible resultaría perjudicial para el interés público. Como ejemplo nos dicen que si el proceso selectivo para el acceso a cualquiera de los grandes cuerpos jurídicos del Estado o de los órganos de relevancia constitucional se basara en exámenes tipo test, el resultado final podría no ser el de adjudicar las plazas convocadas a los mejores aspirantes o, en otras palabras, a los que realmente tienen más méritos y capacidades.

 

Al otro lado del cuadrilátero nos encontramos a quienes (casi siempre en defensa del administrado o de aspirantes a plazas de la función pública que no obtienen los resultados deseados) sostienen que precisamente lo que perjudica al interés público es la mera existencia de facultades discrecionales en la Administración. El ejemplo al que recurren, típico, manido, pero no por ello irreal, es el de la existencia de enchufes en las oposiciones o de evidentes irregularidades en actuaciones municipales en materia urbanística que, desde luego, no se producirían si se eliminara ese amplio “margen de maniobra” en que consiste la discrecionalidad técnica.

 

Como casi siempre, las posturas extremas impiden ofrecer una solución real a un problema cuya negación sería infantil o interesada: la Administración no siempre hace un uso correcto de sus facultades discrecionales.

 

¿Pueden seleccionarse funcionarios públicos de una manera mecánica a través de pruebas absolutamente objetivas? Quizás la respuesta más adecuada fuera la de depende. Porque resulta innegable que la cualificación necesaria para desempeñar un puesto de trabajo difiere de la exigible para otro. Probablemente sí pudiera eliminarse la discrecionalidad técnica en la selección de taquígrafos y estenotipistas para una determinada Administración. Pero -también probablemente- resultaría imposible valorar las capacidades de un aspirante a ingresar en el cuerpo de Abogados del Estado si no se le exigiera superar una prueba consistente en la redacción de un informe jurídico cuya corrección y valoración por parte del Tribunal de selección no puede excluir su discrecionalidad técnica.

 

Una parte de la más prestigiosa y acreditada doctrina administrativista sugiere sustituir el término discrecionalidad técnica por el de valoración técnica. Es un loable intento de limitar el campo de actuación en el que puede moverse una Administración que ha de actuar conforme a facultades que no son regladas. Reglado es conceder o no una licencia de primera ocupación. Si la solicitud cumple las condiciones normativamente establecidas, nada habrá que oponerse y deberá emitirse el acto administrativo de otorgamiento. Pero no es reglado calificar un suelo como urbanizable o no urbanizable. Habrá, entre otras cosas, que justificarse si la ciudad se expande o no en esa dirección y dónde debe ponerse el límite entre una y otra clase de suelo. Eso es discrecional o, si se quiere, una cuestión de valoración técnica.

 

Podemos aceptar, por lo tanto, que la discrecionalidad de la Administración es inevitable. Lo contrario sería robotizar la gestión de intereses públicos e implantar ya en nuestra día a día una suerte de inteligencia artificial que resolvería situaciones controvertidas conforme a parámetros exclusivamente técnicos y, por ello, poco humanos.

 

Lo que debe aceptarse, de ningún modo, es que la Administración disfrace de discrecionalidad lo que es arbitrario, caprichoso, erróneo o desviado de la finalidad prevista por la norma. No estamos hablando de situaciones de laboratorio. Baste darse un paseo jurisprudencial para descubrir no pocos pronunciamientos judiciales en los que, por ejemplo, se invalida el resultado de una oposición por trato desigual a aspirantes que habían realizado pruebas de contenido completamente equiparable. O sentencias en materia urbanística que declaran inválida una revisión de unas normas subsidiarias en las que se incrementa la edificabilidad de una amplia superficie de un término municipal con la única real justificación de beneficiar a una sociedad mercantil y no al conjunto de los ciudadanos del municipio.

 

Si nos centramos en el terreno de las oposiciones y dejamos para otro artículo el análisis urbanístico de la controvertida discrecionalidad técnica, encontramos algunos puntos negros en la actuación administrativa en los que la accidentalidad por arbitrariedad se dispara.

 

Así, no es imposible que en las bases de un proceso selectivo de acceso a la función pública (que, en la práctica se convierten en su “ley” reguladora) se recojan contenidos que no tienen directa relación con las plazas que se pretenden cubrir pero para los que, a toro pasado, se demuestra que había algunos aspirantes (pocos o muy pocos) con conocimientos profundos sobre ellos. Se está cociendo a fuego lento, en esos casos, una adjudicación de plaza arbitraria e injusta pues no valora, como resulta de una exigencia de rango constitucional, los méritos y capacidades de los aspirantes para desempeñar un puesto de trabajo sino rasgos distintivos del conocimiento de solo unos pocos de ellos que no son necesarios para acceder y mantenerse en la plaza.

 

En ese primer punto negro nos encontramos ya con un problema material, que no formal, de impugnación. Las bases de una oposición son impugnables. De hecho si se discrepa con ellas, total o parcialmente, el momento procedimental para hacer público ese desacuerdo no supera el mes que la norma establece para recurrirlas en reposición o alzada (según proceda por razón del órgano que las aprobó). Pero ¿en qué situación queda el aspirante que comparece en un proceso selectivo cuyas bases ha impugnado? Presumir que será visto con ojos neutrales por el Tribunal de selección es mucho presumir.

 

Otro punto negro en esa compleja red viaria de las oposiciones lo constituyen lo que podríamos llamar hitos de arbitrariedad. Nada cuesta convocar un proceso selectivo en el que, por ejemplo, tras dos pruebas relativamente objetivas (que incluso se realizan con exámenes tipo test para dar apariencia de normalidad y ejercicio de potestades regladas) se sitúa como tercera una entrevista y como cuarta un examen de idiomas. El orden es importante. Si en la entrevista (como sucede en no pocas ocasiones) se realizaran valoraciones arbitrarias de los méritos de los candidatos y su impugnación ante los Tribunales tuviera éxito, el resultado sería la retroacción del procedimiento para realizar una entrevista “objetiva” nunca el de la adjudicación directa de la plaza convocada pues el Juzgado o Tribunal no podría hacerla quedando pendiente el cuarto ejercicio. Y en ese cuarto ejercicio, de alto componente discrecional, el sufrido opositor impugnante tampoco sería observado con ojos amistosos. Un simple cambio de orden en la realización de los ejercicios ofrecería un resultado bien distinto. Si el tercero fuera la prueba de idiomas y el cuarto y último la entrevista, entonces sí, un Tribunal de Justicia podría resolver una eventual impugnación de los resultados de la entrevista reconociendo el derecho del aspirante a ingresar en la función pública. Y, con ello, requisando a la Administración su armadura de la discrecionalidad técnica.

 

El Tribunal Supremo, desde julio de 2014, viene desmontando (con pronunciamientos en ocasiones pendulares) la sacrosantidad de las valoraciones técnicas de los Tribunales de selección. Permite efectivamente su contradicción en sede judicial, bien con la opinión del propio órgano jurisdiccional (si la controversia es de naturaleza jurídica), bien con la intervención de un perito de reconocido prestigio (con exigencias en cuanto a su cualificación que, desde luego, no todos los profesionales del sector profesional a que afecta el litigio podrían cumplir).

 

La realidad nos demuestra que los Tribunales pueden fiscalizar con rigor la actuación administrativa y dificultar con mayor o menor intensidad la conducta arbitraria de un órgano de selección. Pero la solución al problema no llegará nunca mientras exista un innegable ánimo en la Administración pública de controlar los procesos de selección de su personal conforme a criterios que no están directamente vinculados a los méritos y capacidades de los aspirantes.

 

El primer paso en esa desintoxicación administrativa bien podría ser la aprobación de una norma que estableciera con toda precisión las garantías de publicidad y revisión de decisiones de los órganos de selección en los procesos de ingreso en la función pública. No es aceptable que todavía se sigan haciendo exámenes orales para el acceso a prestigiosos cuerpos de la Administración de los que no queda más reflejo que el acta emitida por su secretario pero no la grabación de la prueba (al menos en soporte audio).

 

Sin esa voluntad de cambio seguiremos llamando discrecionalidad técnica a lo que realmente es pura y simple arbitrariedad, buscada, además, con premeditación.

El Derecho no es ni mucho menos ajeno a las diferencias significativas que suelen existir entre la teoría y la práctica en toda disciplina en la que el ser humano tenga una mínima intervención. El papel mojado no es una excepción en el mundo jurídico. Una cosa es lo que el legislador pretende y otra, probablemente muy distinta, cómo los operadores jurídicos interpretan y ejecutan esa voluntas legislatoris que, dicho sea de paso, suele ser el mejor ejemplo de concepto jurídico indeterminado (e indeterminable, podríamos añadir).

 

El artículo 120.2 de nuestra debatida Constitución Española afirma que “el procedimiento será predominantemente oral, sobre todo en materia criminal”. No creemos que se trate de una previsión gratuita o superflua. Quienes compaginamos el ejercicio de la abogacía con la docencia universitaria hemos experimentado una y mil veces que distribuir un ladrillo jurídico entre los alumnos es garantía de dos cosas: (1) que más de la mitad de ellos no lo leerá con detalle y (2) que de entre los esforzados lectores habrá algunos que no entiendan partes esenciales de su contenido. Lo que vale dentro de los muros de la Universidad suele valer en el mundo de la toga y las puñetas.

 

Si la oralidad no se tomara como una pesada penitencia que han de soportar los Jueces y Magistrados y también, justo es reconocerlo, si los abogados no utilizáramos nuestros turnos de palabra para intentar impresionar al cliente (si está presente) o demostrarnos a nosotros mismos que somos magníficos oradores (lo que no siempre es cierto), otro gallo cantaría.

 

La palabra pronunciada, al contrario que la escrita, no busca la máxima precisión técnica del frío papel sino mover voluntades, explicar matices que de otra manera resultarían difícilmente alcanzables para el interlocutor, rebatir posturas, plantear respuestas improvisadas (pero no por ello inválidas) a movimientos estratégicos de la parte contraria. Pero es difícil que lo verbal pueda ser defendido con éxito en una sociedad dominada por los mensajes de texto, las abreviaturas y los emoticonos. Ahora bien, quizás valga la pena defender ese ideal por muchas razones entre las que no debe ser menor la de que lo que se ventila en una sala de vistas es, en no pocas ocasiones, algo que quita el sueño al menos a las partes que allí comparecen buscando justicia.

 

Si ha habido tradicionalmente un ámbito reacio a la oralidad ese ha sido siempre el del mundo de la Administración. Bien está que las distintas Leyes de Procedimiento Administrativo hayan evolucionado hacia la exigencia de producción escrita de todos los actos administrativos. Es una garantía para el administrado que conocerá, negro sobre blanco, qué decisión ha tomado respecto a él la todopoderosa Administración, sus razones y las vías de reacción que el ordenamiento jurídico le ofrece.

 

Pero lo que es deseable en sentido descendente puede no serlo en el ascendente. La eterna burocracia se puede definir perfectamente como la exigencia desmesurada y carente de motivación de presentar escritos que podrían perfectamente ser sustituidos o, al menos, aligerados con una simple conversación entre el ciudadano y el funcionario competente para conocer y resolver el asunto que se le plantea. Resulta tarea imposible, al menos en el ámbito urbano, que una Administración solucione un problema sin que previamente el sufrido súbdito (término políticamente incorrecto pero que refleja la realidad de las relaciones con los poderes públicos) haya tenido que presentar algún modelo por escrito. Y si ahí acaba la exigencia de escritura podrá el administrado considerarse afortunado porque papel llama a papel y normalmente se verá invitado a presentar otro modelo con el mismo contenido en otra ventanilla unos cuantos meses después de haber presentado el primero.

 

La jurisdicción contencioso-administrativa hereda ese gusto de la Administración por lo escrito. Prueba de ello era una antigua compañera de despacho que acabó dedicándose al Derecho Administrativo por su miedo escénico a las salas de vistas con el razonamiento –bastante acertado- de que en contencioso-administrativo todo es por escrito y no hay que ponerse la toga.

 

Quienes estamos en la abogacía precisamente por lo contrario, por nuestro gusto por ser oídos e intentar explicar las cosas con la mayor agilidad y cercanía posible, nos ilusionamos mucho cuando el legislador de 1998 introdujo el procedimiento abreviado contencioso-administrativo. El artículo 78 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA) nos hizo albergar esperanzas de que por fin seríamos escuchados –en sentido estricto- por un Magistrado.

 

La lógica procesal dicta que si se quiere abreviar algo conviene potenciar la intervención verbal de las partes. Resulta más rápido (y permite en teoría acortar plazos) exponer una pretensión oralmente que redactarla como ocurre en el procedimiento ordinario. Otra cosa es que sea intelectualmente más complicado y que entrañe riesgos que no tiene quien plasma con tiempo, calma y reposo sus ideas por escrito.

 

El artículo 78.6 LJCA establece que la vista de un abreviado comenzará con la exposición por el demandante de los fundamentos de lo que pida o la ratificación de lo expuesto en la demanda. Nos encontramos aquí con la primera trampa práctica en la que comienza a ahogarse la oralidad de ese procedimiento. Es práctica habitual en los Juzgados (ordinarios o Centrales) de lo Contencioso-Administrativo, que son los únicos que pueden conocer de un abreviado, que los señalamientos estén comprimidos a lo largo de la mañana. Ello tiene como fatal consecuencia que sea el propio Magistrado el que invite al demandante a ratificar la demanda o, como excepción, a hacer unas brevísimas alegaciones sobre el fondo del asunto.

 

Huelga decir que no son pocos los debutantes en esta clase de procedimiento los que se llevan el disgusto de no poder desarrollar con extensión suficiente los razonamientos cuasi esquemáticos contenidos en esa demanda que esperaban complementar y enriquecer al inicio de la vista y, sobre todo, tras tomar conocimiento del contenido del expediente administrativo.

 

En la –muchas veces excesiva- lucha del legislador contra el filibusterismo procesal, la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, introdujo en el referido artículo 78 LJCA la posibilidad de que el demandante solicitase mediante otrosí que el recurso se fallara sin recibimiento del pleito a prueba ni vista. No es frecuente que así ocurra, salvo para los temerosos de la toga y de la oratoria de los que ya hemos hablado, pero tal previsión ha introducido la creencia generalizada en el mundo judicial (extendida al juicio verbal civil con la reciente reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil) de que lo realmente importante de estos pleitos es lo que las partes dicen por escrito. Se trata, probablemente, del paso intermedio para dejar sin esencia el procedimiento abreviado y convertirlo en una suerte de ordinario contencioso-administrativo sin interposición de recurso diferenciada de la demanda en el que, además, apenas se admite margen probatorio más allá del contenido del expediente administrativo. Lo que no está en él no está en el mundo.

 

Otro de los cepos que se encuentra escondido en la maleza procesal por la que transita el intrépido abogado que, en estricta aplicación de la Ley (artículo 78.19 LJCA), reserva lo mejor de sus argumentos para la fase de conclusiones es la exigencia judicial cada vez más frecuente de no poder hacer más que valoraciones jurídicas sobre la prueba practicada. La pregunta aquí es inmediata: ¿prevé la Ley Jurisdiccional el trámite de conclusiones solo para el supuesto de que se haya practicado prueba? No parece que sea así sino que la garantía de defensa del justiciable y, sobre todo, el principio de contradicción y audiencia deberían llevar a que en fase de conclusiones cada parte pudiera rebatir jurídicamente lo manifestado por la contraria. La sobrecarga de trabajo de los Juzgados (los procedimientos abreviados suelen ser paradójicamente más lentos en su tramitación que los ordinarios) y la patológica tendencia del ser humano a no tener interés en escuchar lo que quiere exponer el otro están consolidando una práctica muy nociva en el abreviado consistente en liquidar las conclusiones con un escueto “a definitivas” propio de los procesos penales en los que la oralidad, afortunadamente, todavía parece respetarse.

 

Finalmente, la oralidad también muere con la cara de sorpresa de muchos Magistrados ante la petición del abogado de que el demandante sea oído a la conclusión de la vista haciendo uso de la posibilidad prevista en el citado artículo 78.19 LJCA. Esa especie de derecho a la última palabra trasplantado del pleito penal al contencioso-administrativo no acaba de arraigar. Si parece que se considera tedioso al abogado por pretender exponer oralmente lo que por escrito no ha podido siquiera esbozar, con más reparo aún se mira a quien ajeno al mundo del Derecho podría realizar una serie de manifestaciones carentes de rigor jurídico y, normalmente, nada breves.

 

Para concluir, convendría hacerse algunas preguntas. ¿Acabar en la práctica con la oralidad de un procedimiento acerca o aleja la Justicia a los ciudadanos? Si administrar justicia se convierte en el estricto contraste documental de lo dicho por las partes, ¿estamos un paso más cerca de que las controversias jurídicas se puedan resolver mecánicamente incluso con inteligencia artificial? Pero, desde luego, lo que más interesa, atendido el foro al que se dirige este artículo, es preguntarse si un abogado puede acudir a un abreviado sin los deberes escritos hechos y confiado en su labia y capacidad oratoria. La respuesta, que dependerá como siempre del Juez o Magistrado que dirija la vista, es que parece prudente que la demanda sea lo más exhaustiva posible. Sus posibilidades de ganar el pleito serán así más altas aun a costa de irse de la sala de vistas con la nebulosa impresión de que la palabra molesta tanto como un escrito de larga extensión.

Un buen amigo, compañero de fatigas en nuestros ya lejanos años universitarios y también ahora en la maravillosa tarea docente, miembro de uno de los cuerpos jurídicos más prestigiosos de nuestro país, me contaba el otro día una práctica habitual entre esos competentes juristas. Ante cualquier argumentación jurídica que escuchan o exponen suelen preguntarse algo tan simple como “¿eso dónde lo pone?”.

 

El Derecho debe partir de la lógica, del sentido común, para no olvidar que se trata de algo que pretende regular relaciones humanas. La realidad nos sitúa a veces en posiciones muy alejadas de lo razonable. No solo en el complejo mundo de las relaciones personales de igual a igual (pensemos, por ejemplo, en los muy desagradables procesos de divorcio en los que los hijos son utilizados como arma arrojadiza cuando no como rehenes o propiedades de los padres litigantes) sino también, y esto es ahora lo que nos ocupa y preocupa, en el marco de las relaciones entre la Administración pública y los administrados (casi siempre esforzados ciudadanos que no alcanzan a entender las razones de quien les atiende al otro lado de la ventanilla).

 

Probablemente ninguno de nuestros alumnos universitarios se haya planteado jamás dónde pone que tiene derecho a revisar los exámenes que realiza en cada una de las asignaturas que integran su carrera. Parece evidente que si uno hace una prueba (sea escrita, oral, física o médica) y también una entrevista en un proceso selectivo existe un derecho inmediatamente asociado, automático, a poder revisar el juicio o valoración técnica que sobre aquéllas realiza el órgano de selección. Igualmente parece indiscutible que si ese derecho existe debe tener un contenido concreto y ejercitable. En otras palabras, si un opositor tiene derecho a conocer las concretas razones por las que una de sus pruebas ha sido puntuada de una determinada manera por el Tribunal de selección, aquél solo podrá ser ejercitado válidamente si se le da a su titular acceso pleno e incondicionado al contenido de su examen o entrevista y se le exponen los motivos por los que se le ha otorgado la puntuación que consta en el listado de calificaciones (provisionales o definitivas).

 

Pues bien, en un ambiente kafkiano o incluso del más prototípico teatro del absurdo, no son pocas las ocasiones en las que un opositor se encuentra con que ante su petición de vista del examen realizado, la respuesta administrativa (casi siempre verbal, pues es sabido que la Administración venera el “verba volant, scripta manent”) es la de que dónde pone que tenga ese derecho. Resulta, entonces, que lo que nadie se cuestiona en un colegio, un instituto o una universidad es puesto seriamente en entredicho por esas Administraciones públicas que no parecen haber interiorizado nada bien (ahora que la Ley 30/1992 llega al final de su vida útil) que su conducta debe ajustarse a los principios de buena fe  y confianza legítima.

 

No estamos hablando de supuestos excepcionales. Son muy frecuentes las visitas a mi despacho de opositores desesperados con el correspondiente Tribunal de selección que se niega a exhibirles su examen y, por lo tanto, a explicarles las razones de la puntuación obtenida. ¿Hay salida factible? O volviendo a la famosa pregunta, ¿se le ha olvidado al legislador reconocer expresamente ese derecho a tomar conocimiento de cómo un órgano de selección ha corregido un examen o prueba de oposición?

 

Antes de que la Ley 30/1992 pase a ser una reliquia objeto de comentarios nostálgicos de quienes nos formamos con ella, estamos a tiempo de recordar que existe obligación legal de motivar los actos desfavorables para los administrados. Nada cambia, para desesperación de los amantes de una Administración omnipotente exenta de dar explicaciones a sus administrados, con la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Su artículo 35 (como el 54 de la Ley 30/1992) exige motivación para los actos que limiten derechos subjetivos o intereses legítimos. Además, esos dos preceptos concretan la exigencia para los actos que ponen fin a los procedimientos selectivos y de concurrencia competitiva. Es cierto que se remite a lo que dispongan las normas que regulen sus convocatorias pero es importante no pasar por alto que en todo caso deben quedar acreditados en el procedimiento los fundamentos de la resolución que se adopte.

 

Estamos, sin duda, ante un campo minado en el que nos encontramos con todo tipo de obstáculos por parte de la Administración convocante. Resulta sorprendente que en un Estado de Derecho como el consagrado en el primer artículo de nuestra Carta Magna se discuta si un aspirante opositor tiene derecho a ver el examen realizado y no solo eso sino también a conocer de manera particularizada y motivada las puntuaciones obtenidas. La práctica diaria nos dice que ninguna Administración gusta de ser fiscalizada y mucho menos cuando se trata de centrar el foco sobre decisiones que suponen el acceso de unos a la función pública (tierra prometida siempre pero especialmente en época de crisis) y, claro está, el decaimiento de otros (los más) en esa expectativa de ingreso. La reticencia a ser observados, auditados y a dar publicidad a sus modos de actuar afecta a todas las Administraciones. Ni la Administración General del Estado ni la de las Comunidades Autónomas ni, mucho menos, la de las Administraciones Locales facilitan habitualmente al opositor suspendido el inicio de esa lucha contra molinos de viento en que se ha convertido combatir el concepto discutido y discutible de la discrecionalidad técnica.

 

Los problemas son muchos. Tantos como las excusas de la Administración. La más usada es la de que las bases de la convocatoria no prevén expresamente la vista de los exámenes a los aspirantes. Una cosa es que las bases sean la “ley del concurso” y otra cosa es que con ese argumento se nos intente colar una flagrante vulneración del principio de jerarquía normativa. Las bases de una convocatoria no tienen rango de ley y, por lo tanto, no pueden contravenir lo que establece una norma que sí lo tiene ni realizarse una interpretación ilegal de ellas. Y no exhibir los exámenes de los aspirantes vulnera el artículo 54.2 de la Ley 30/1992 y vulnerará a partir del próximo octubre el artículo 35.2 de la Ley 39/2015. Por la sencilla razón de que sin dar vista de un examen no pueden acreditarse los fundamentos de la resolución adoptada (sobre todo si esta es, como suele ocurrir, desfavorable para los intereses de quien pretende ver la prueba que realizó).

 

También es muy usada la excusa obstativa de que la vista del examen se dará al final del proceso selectivo y no antes. Mala fe administrativa que solo busca el perjuicio del aspirante excluido del procedimiento. Si espera al final del proceso selectivo para ver su examen, con toda probabilidad habrá transcurrido el plazo de un mes que tenía para recurrir su exclusión (operada por un acto de trámite pero autónomamente recurrible para él pues le causa un perjuicio definitivo). Ni que decir tiene que en esos casos la Administración, tras mostrarle el examen, opondrá ante su recurso que consintió y dejó firme su exclusión del proceso selectivo.

 

Entre la lista de grandes éxitos de obstáculos administrativos nos encontramos con que ante determinadas pruebas orales (o entrevistas de valoración de méritos) el Tribunal de selección opone que no han quedado grabadas porque no lo exigían las bases de la convocatoria. Y, claro, si el opositor no ha impugnado las bases no podrá –siempre según la interesada tesis de parte de la Administración- pretextar después nada que tenga que ver con aquéllas. En esa misma línea de falta de respeto a criterios absolutamente lógicos y de rigor en la medición de méritos y capacidades nos encontramos con pruebas físicas para el ingreso en cuerpos policiales o en el propio Ejército en las que un candidato puede quedar excluido por décimas de segundo y en las que el cronometraje se realiza con medios que ya existían hace por lo menos 30 años, prescindiendo de los generalizados avances tecnológicos implantados incluso en esos cientos de carreras populares que se celebran en cualquier rincón de España cada fin de semana.

 

La solución pasa por encontrar Administraciones que operen lógicamente (haberlas, haylas) o, más habitualmente, por iniciar el siempre costoso (económica y psicológicamente) camino de impugnación hasta agotar la vía administrativa que se prolonga, con demasiada frecuencia, hasta el contencioso-administrativo.

 

Afortunadamente, la mayor parte de nuestros órganos jurisdiccionales, especialmente el Tribunal Supremo, están siendo claros sin titubeos en esta materia. Existe un derecho indubitado a tomar razón de las pruebas realizadas por los opositores pues sin tal conocimiento no es posible entender motivado un acto desfavorable y este deviene, por lo tanto, nulo de pleno derecho. Otra cuestión bien distinta, todavía no resuelta con la determinación suficiente, es qué ocurre con pruebas de cuya realización no queda constancia documental. Curioso es que una vista quede grabada en soporte audiovisual por exigencia de la Ley de Enjuiciamiento Civil y la Administración pretenda sostener que no hay exigencia equivalente para sus pruebas orales o sus entrevistas.

 

Tampoco puede prosperar, pues así lo ha manifestado el Supremo, en felices sentencias que el 31 de julio de 2014 iniciaron el camino para enjaular la discrecionalidad técnica, la invocación del derecho a la intimidad para evitar la exhibición de pruebas de otros aspirantes del mismo proceso selectivo a fin de poder comparar los métodos de corrección y técnicas de valoración del órgano de selección. En un proceso selectivo no hay intimidad que proteger si con ello se convierte la tarea calificadora en una suerte de antiguo acto político o de gobierno infiscalizable.

 

No perdamos la esperanza. Hay luz al final del túnel. El camino es costoso, irritante y basado en una lucha muchas veces desigual. Pero también en este campo de actividad nadie dijo que la victoria fuera sencilla. Per aspera ad astra.

Un prestigioso Letrado de las Cortes, humanista de conocimientos enciclopédicos, concluía muchas de sus clases preguntando al alumnado si todo estaba suficientemente oscuro. La oscuridad docente impulsa al alumno a descubrir su propia verdad en un esforzado ejercicio del arte de la mayéutica que nos enseñó magistralmente Sócrates. En el ámbito administrativo no es tan loable la creación de conceptos o situaciones indefinidas. Una de ellas, frecuentemente argüida por los defensores letrados de las distintas Administraciones públicas, es la confusión entre el acto consentido y la supuesta imposibilidad de alegar en vía contencioso-administrativa sobre la base de motivos no esgrimidos ante la Administración.

 

Es un lugar común –muy socorrido- en los escritos de contestación a demandas contencioso-administrativas oponer como causa de desestimación que el recurrente basa su pretensión anulatoria en razones no empleadas en la vía administrativa y que, por lo tanto, ha consentido el contenido del acto no afectado lo discutido ante la Administración. Ese abominable monstruo de las nieves, cuya existencia nadie jamás ha podido probar, también forma parte del álbum de fotos que algunos abogados no familiarizados con esta jurisdicción muestran a sus clientes para intentar disuadirles de acudir a los Tribunales a fin de impugnar un acto administrativo usando argumentos que, normalmente por no contar con dirección letrada, no se pusieron de manifiesto en la fase de alegaciones o en los recursos interpuestos ante la Administración correspondiente.

 

Ciertamente existe una situación de confusión que nace de la falta de precisión en el uso de conceptos jurídicos. Por un lado, debemos ser capaces de distinguir lo que es un acto administrativo de lo que no lo es y, sobre todo, saber qué actos de trámite son impugnables pese a no suponer una decisión final por parte de la Administración. Por otro lado, es esencial distinguir entre pretensión y motivo que le da fundamento. Con estas dos cuestiones resueltas, la confusión acerca del alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa será sólo patrimonio del alumno poco aventajado o del abogado que –legítimamente- pretende hacer creer al Tribunal que el sol sale por Occidente y se acuesta por Levante.

 

El mejor escenario práctico para explicar la diferencia entre distintos tipos de actos administrativos, al que acudimos recurrentemente quienes tenemos obligaciones (y pasiones) docentes, es el de los procedimientos de selección de funcionarios públicos. En ellos nos encontramos con las llamadas bases de la convocatoria o ley del concurso. Una muy pacífica jurisprudencia tiene sentado que quien discrepa con el contenido de esas bases pero no las impugna en el plazo legalmente establecido tras su publicación, las consiente. En el mismo plano nos podemos encontrar, por ejemplo, con un acto administrativo del Tribunal calificador de una oposición que hace pública la lista de aspirantes que han superado un determinado ejercicio. Evidentemente este acto no es definitivo en vía administrativa pero sí supone la exclusión del procedimiento de concurrencia competitiva de quienes no aparecen en esa lista por no haber superado la nota de corte establecida en las bases para ese concreto ejercicio. También en este caso, quien se aquieta, muere (jurídicamente, claro está) puesto que consiente el acto.

 

Vayamos ahora a un supuesto radicalmente distinto pero que muchos –interesadamente- pretenden asimilar al del consentimiento de un acto. Imaginemos, por ejemplo, que en unas pruebas de acceso a un determinado cuerpo militar un determinado aspirante obtiene la calificación de no apto en las pruebas físicas por no corrido una determinada distancia por debajo del tiempo establecido para esa prueba en las bases de la convocatoria. El opositor decide formalizar alegaciones conforme a lo regulado en la ley del concurso en las que en un primer momento manifiesta que se incumplió la normativa aplicable por no haber respetado el tiempo mínimo de recuperación entre una prueba física y aquella en la que obtuvo el no apto. Esas alegaciones podrán o no ser estimadas pero en el caso de no serlo, tanto en los posteriores recursos administrativos como en el contencioso-administrativo que podrá eventualmente interponerse contra el acto administrativo que le excluyó del procedimiento selectivo, el recurrente podrá usar razones de impugnación distintas de las empleadas en su escrito de alegaciones.

 

Contamos ya con el automatismo de defensa de la Administración: intentará a toda costa convencer al Juez o Tribunal de que concurre acto consentido por cuanto la impugnación judicial se basa en motivos distintos a los utilizados en vía administrativa. Afortunadamente, los Tribunales de Justicia no suelen dejarse convencer de que lo blanco es negro. Un acto administrativo sólo se consiente cuando no se impugna o bien cuando la conducta posterior del administrativo, pese a haberlo impugnado, revela una manifiesta aceptación del contenido de aquél. Si un acto se impugna, el objeto de debate a fin de determinar si se puede atacar su validez por motivos distintos a los ya indicados en vía administrativa se centra en diferenciar correctamente los conceptos de motivo y pretensión.

 

No descubrimos ningún planeta lejano si afirmamos que la pretensión que sistemáticamente se deduce en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo es la de que un determinado acto administrativo sea declarado inválido. No entramos aquí en las especialidades de impugnación introducidas en la Ley de la Jurisdicción de 1998 (ejecución de actos firmes, cumplimiento de obligaciones, vía de hecho). Los motivos que el ciudadano pueda emplear para dar fundamento a su pretensión pueden o no coincidir con los que dieron sustento jurídico a sus alegaciones y recursos administrativos. Tales diferencias podrán merecer el reproche de incoherencia estratégica por parte del defensor jurídico de la Administración pero su tacha resultará ajurídica y, por lo tanto, no podrá desplegar efecto alguno en el procedimiento en el que se vierte.

 

La jurisdicción contencioso-administrativa se basa en un proceso al acto administrativo que se impugna en el que se ha de analizar su adecuación o no a Derecho por los motivos argumentados en ese momento por las partes litigantes o, incluso, por el propio Tribunal para supuestos de vicios de orden público y siempre respetando las elementales garantías de audiencia y contradicción.

Busquemos, para clarificar definitivamente la cuestión, otras palabras: las del artículo 56.1 de la Ley Jurisdiccional. En él se nos dice que “en los escritos de demanda y de contestación se consignarán con la debida separación los hechos, los fundamentos de derecho y las pretensiones que se deduzcan, en justificación de las cuales podrán alegarse cuantos motivos procedan, hayan sido o no planteados ante la Administración”.

 

El alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa es, por lo tanto, pleno con la consabida excepción de que lo que se impugne sea, artículo 28 LJCA, un acto que reproduzca otros anteriores definitivos y firmes o que sea confirmatorio de un acto consentido por no haber sido recurrido en debido tiempo y forma.

 

Lo que debe quedar claro es que el empleo en vía administrativa de motivos de impugnación distintos a los que se utilizan en el contencioso-administrativo para sustentar la pretensión de invalidez del acto impugnado nada tiene que ver con consentir el acto que se ataca. Se consiente el acto que se no se impugna. Y una vez que se impugna, los motivos que fundamentan la pretensión de que el acto sea declarado inválido pueden ser distintos en vía administrativa y en vía contencioso-administrativa. Lo que evidentemente no será nunca distinto (salvo descomunales errores que nos ofrece el siempre inesperado laboratorio de la vida forense) es la pretensión ejercitada: la de que sea declarada la invalidez del acto impugnado.

 

Las buenas sentencias perduran en el tiempo y por ello resulta especialmente sorprendente que la polémica siga planteándose de manera reiterativa. Es difícil encontrar mejores palabras para resolver esta controversia que las empleadas por la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de junio de 2002 (RJ 2002\5918): “Los razonamiento aportados “ex novo” por el contribuyente en la vía jurisdiccional no constituyen nuevas pretensiones, sino un complemento impugnatorio totalmente lícito. Si así no fuera, la vía administrativa equivaldría a una primera instancia, y se impediría el adecuado control de la actividad de la Administración vulnerándose lo dispuesto en el art. 1 de la Ley de la Jurisdicción de 1956, el cual dispone que el objeto del proceso contencioso-administrativo lo constituyen los actos de la Administración, pero no los fundamentos del acto o los que se utilizaron por los recurrentes en vía administrativa”.

 

Muchas veces somos los propios abogados (de parte o de la Administración) los que nos parapetamos tras explicaciones farragosas de conceptos y cuestiones que son claras. No todo en el mundo del Derecho es complicado. Quizás lo que subyace en esas ceremonias de confusión conceptual sea, en primer lugar, un pueril intento de hacer que el Tribunal adopte una decisión equivocada que, evidentemente, nos favorezca pero, quizás, también crear la apariencia de que nos encontramos en un entorno técnico muy complejo y, por ello, inaccesible para el común de los ciudadanos. El prestigioso economista surcoreano Ha-Joon Chang explica este vicio en términos muy llanos: “El fontanero no te explicará todo, porque si lo hace parecería demasiado fácil”.

Uno de los peligros a los que se enfrenta el legislador moderno, especialmente el muy activo en su actividad legiferante, es el de intentar cambiarlo todo pero que, pese a su buena intención, todo siga igual. El éxito en una determinada regulación de la realidad (para eso queremos pensar que existe el Derecho) depende no sólo de la norma sino también, y no de manera menos importante, de los medios para hacerla efectiva y de la voluntad de quien ha de aplicarla e interpretarla. La Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, ha reformado la Ley Orgánica del Poder Judicial pero también la figura del recurso de casación contenida en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

 

La Exposición de Motivos de la nueva Ley nos avanza que pretende impedir que la casación se convierta en una tercera instancia, limitándose a cumplir su finalidad de asegurar la uniformidad en la aplicación judicial del Derecho (la conocida función nomofiláctica). Para ello, como veremos seguidamente, se confía todo el entramado del recurso al llamado interés casacional. No se trata de un turista que entra por primera vez en nuestras fronteras. En su pasaporte constan numerosos visados que acreditan reiteradas visitas a nuestro sistema casacional en sus distintos órdenes jurisdiccionales. La pregunta que surge es inmediata: ¿estamos ante un nuevo recurso de casación o lo hemos cambiado todo para que nada cambie demasiado?

 

Analicemos la profundidad de los cambios que introduce la reforma. En primer lugar hemos de observar que en el artículo 86.1 se establece la posibilidad de que las sentencias dictadas en única instancia por los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo sean recurridas en casación pero sólo cuando contengan doctrina que se pueda considerar gravemente dañosa para los intereses generales y sean susceptibles de extensión de efectos en los términos previstos en la propia Ley Jurisdiccional.

 

En segundo lugar, se suprimen las excepciones objetivas excepto en los supuestos de sentencias dictadas los procedimientos para la protección del derecho fundamental de reunión y contencioso-electorales.

 

En relación con la impugnación en casación de autos no se introduce ninguna modificación sustancial y, quizás por ello, el legislador habitualmente olvidadizo ha sido fiel a su tradición y mantiene en el artículo 87 la anacrónica denominación de recurso de súplica para lo que desde hace ya algunos años es recurso de reposición.

 

En tercer lugar, se introduce el artículo 87 bis en el que junto a cuestiones ya tradicionales de nuestro sistema casacional como que su objeto serán siempre cuestiones de hecho y los efectos de la eventual estimación del recurso, se prevé por primera vez que la Sala de Gobierno del Supremo pueda determinar la extensión máxima y otras condiciones extrínsecas de los escritos de interposición y oposición de los recursos de casación. Llega al papel una costumbre cada vez más arraigada en las vistas de todos los órdenes jurisdiccionales de limitar el tiempo de intervención de las partes para evitar así una suerte de indeseable filibusterismo procesal.

 

En cuarto lugar, el artículo 88 sufre la modificación de más calado de la reforma. Se suprimen los conocidos y temidos ordinales del antiguo artículo 88.1 que habían dado lugar (especialmente el “c” y el “d”) a una especie de lotería en el trámite de admisión (o, más bien y con claro perjuicio para los derechos de las partes procesales, de inadmisión) del recurso de casación. Cabe entonces preguntarse si muerto el perro se acabó la rabia. La respuesta, dado que la reforma no entrará en vigor hasta el día 22 de julio de 2016, sólo puede ser intuitiva pero no empírica. La intuición nos dice que no pero igual que todo gobernante merece 100 días de margen para valorar su actividad política, habremos de esperar a la aplicación práctica por parte del Tribunal Supremo de este nuevo artículo 88.

 

La reforma nos dice que la admisión a trámite de la casación requiere primero la invocación de una concreta infracción (procesal o sustantiva) del ordenamiento jurídico o de la jurisprudencia y, después, que la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo considere que el recurso tiene “interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia”. Seguidamente, el artículo 88.2 establece una enumeración que no es numerus clausus de supuestos en los que “podrá” apreciarse la existencia. Son nueve casos en los que la resolución impugnada puede afectar a la uniformidad en la interpretación de las normas estatales o de la Unión Europea, sentar doctrina gravemente dañosa para los intereses generales, afectar a un gran número de situaciones (per se o por trascender el caso objeto del proceso), resolver un debate sobre la validez constitucional de una norma sin que la impertinencia de la cuestión de inconstitucionalidad quede “suficientemente esclarecida”, interpretar y aplicar aparentemente con error una doctrina constitucional, interpretar y aplicar derecho de la Unión Europea en contradicción aparente con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, resolver un proceso cuyo objeto fue la impugnación (directa o indirecta) de una disposición de carácter general o un convenio celebrado entre Administraciones públicas o dictarse en el procedimiento especial de protección de los derechos fundamentales.

 

Se fija (artículo 88.3) como presunción de existencia de interés casacional objetivo: (1) cuando en la resolución impugnada se hayan aplicado ratio decidendi sobre la que no exista jurisprudencia; (2) cuando la resolución atacada se aparte deliberadamente de jurisprudencia existencia por considerarla errónea; (3) cuando declare nula una disposición de carácter general salvo que ésta, “con toda evidencia”, carezca de trascendencia suficiente; (4) cuando resuelva recursos contra actos o disposiciones de organismos reguladores o de supervisión o agencias estatales enjuiciados por la Audiencia Nacional; y (5) cuando resuelva actos o disposiciones de los Gobiernos o Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas. La presunción es, evidentemente, iuris tantum. Lo prueba el hecho de que el propio artículo 88.3 prevea la inadmisión de la casación por auto motivado para los supuestos enunciados en los anteriores números 1, 4 y 5.

 

En quinto lugar, modificando sustancialmente el régimen existente, el artículo 89 pasa a convertir el escrito de preparación en un escrito de cuasi-interposición que deberá ser presentado en el plazo de 30 días -desde el siguiente al de notificación de la sentencia- en la Sala a quo. El escrito deberá, en apartados separados y expresivos de su contenido, (1) acreditar el cumplimiento de los requisitos de plazo, legitimación y recurribilidad de la resolución impugnada; (2) identificar con precisión las normas o jurisprudencia infringidas así como su invocación en el proceso de instancia; (3) justificar, si la infracción afecta a actos o garantías procesales, que se intentó su subsanación ante el Tribunal a quo; (4) probar que las infracciones han fundamentado la decisión impugnada; (5) adverar la infracción de norma estatal si la sentencia impugnada lo es de un Tribunal Superior de Justicia; y (6)fundamentar que concurre intereses casacional objetivo que justifique la conveniencia de que el Tribunal Supremo se pronuncie sobre la infracción invocada.

 

En sexto lugar, se produce un cambio en el régimen de comparecencia ante el Supremo e interposición del recurso de casación que ahora pasan a ser fases separadas. La Sala a quo emplazará por 30 días para la personación de las partes (artículo 89.5) y se abrirá trámite de admisión en el Supremo (artículo 90) tras el cual, de decidirse aquélla, se conferirá nuevo plazo de 30 días para la interposición del recurso de casación.

 

Hasta aquí las diferencias de calado. Se introducen algunas menores como que la Sala a quo puede emitir opinión sucinta y fundada sobre el interés objetivo del recurso una vez que lo haya tenido por preparado (artículo 89.5) o como que el escrito de interposición deberá exponer razonadamente las razones por las que entiende que las normas o jurisprudencia invocadas en el escrito de preparación han sido infringidas, debiendo analizar (y no sólo citar) la sentencias del Supremo en que se apoya como contraste, además de precisar el sentido de las pretensiones deducidas y el de los pronunciamientos que solicita (artículo 90.3). Consideramos muy loable y conveniente el intento de clarificar y sistematizar el contenido del recurso de casación, alejando así, al menos en teoría, toda sombra de artificial complejidad en el establecimiento de normas cuasi consuetudinarias atinentes a aquél y conducentes en no pocas ocasiones a justificar su inadmisión.

 

Estamos, en definitiva, ante lo que podríamos describir como movimiento pendular del recurso de casación. La anterior reforma lo convirtió en un recurso realmente extraordinario (de elites) por razón de la summa gravaminis alejándolo peligrosamente del común de los ciudadanos para la resolución de graves problemas que son inherentes e inevitables cuando hablamos del ejercicio de la potestad jurisdiccional (en manos humanas y, por lo tanto, susceptibles de incurrir en error). El principal obstáculo que habrá de salvarse es el de la crítica que el “interés casacional” (que, no olvidemos, ya encontró acomodo en el régimen ahora sustituido para justificar la inadmisión de recursos de casación en asuntos de cuantía indeterminada) recibe por entender que un concepto jurídico tan indeterminado en el vértice de la pirámide jurisdiccional puede servir, según como se interprete, para defender una cosa y su contraria. El valor que queda comprometido es importantísimo: la tutela judicial efectiva.

 

Sólo la práctica nos dirá si la nueva regulación, en la que el interés casacional cobra, como hemos visto, una importancia capital, sitúa la plaza de la Villa de París dentro del callejero de los administrados o la fortifica hasta hacerla completamente inexpugnable y excluirla del mapa.

¿Qué pensaríamos como titulares de una actividad empresarial si al entrevistar a un candidato muy valioso nos dijera que le encantaría trabajar con nosotros pero que, de hacerlo, será extremadamente escrupuloso en la exigencia de sus derechos como trabajador? Probablemente habrá respuestas para todos los gustos. Las de quienes no serían partidarios de contratarlo por considerarlo potencialmente problemático y las de otros que sí lo harían valorando la claridad de su postura y su compromiso con la exigencia de derechos y, previsiblemente, cumplimiento de obligaciones. Una disyuntiva similar se plantea con la impugnación de las bases de los procesos selectivos para el acceso o promoción en la función pública.

 

En épocas de crisis económica se incrementa sensiblemente el deseo de los ciudadanos de obtener una plaza en la Administración. Parece ésta el último reducto de seguridad laboral en el que el castigado trabajador puede parapetarse frente a los vaivenes de las cuentas de resultados y planes de recortes de las empresas privadas. Pero el camino para llegar a la tierra prometida de la función pública no es ni mucho menos sencillo. No lo es por, al menos, dos razones. Una, porque las islas paradisíacas son objeto de deseo de muchos navegantes que han de competir entre sí por ser los más rápidos en alcanzar el puerto de destino. Otra, porque el oleaje puede hacer -en determinadas circunstancias- naufragar nuestra embarcación. Probablemente el golpe de mar más temido sea el de la discrecionalidad técnica. A ella y a su cambiante consideración por parte del Tribunal Supremo le hemos dedicado últimamente varios artículos a los que debemos remitirnos para evitar reiteraciones innecesarias. Ello sin perjuicio de ir realizando las correspondientes actualizaciones a medida que nuestro Alto Tribunal vaya matizando su loable intento clarificador, iniciado fundamentalmente con dos de sus sentencias de 31 de julio de 2014.

 

Uno de los obstáculos atmosféricos que pueden hacernos fracasar en nuestro viaje hacia la función pública son precisamente las bases de las oposiciones. Quienes tenemos la fortuna de ser profesores de Derecho Administrativo explicamos a nuestros alumnos conceptos como el del imperio de la Ley y el de la vinculación positiva de los poderes públicos. Esa es la teoría pero, en materia opositora, la práctica –respaldada por una pacífica y abundante jurisprudencia- nos enseña que el imperio más poderoso que existe es el de las bases del proceso selectivo.

 

Desgraciadamente, no son pocos los opositores que se adentran en la aventura inmensa y complicada de afrontar un proceso selectivo prestando exclusivamente atención al temario que deben dominar pero no a otras circunstancias igualmente influyentes a la hora de hacerles triunfar o fracasar en su intento. Cuestiones tales como la composición de un Tribunal de selección, el sistema de baremación o valoración de méritos, la forma en que se resolverán los desempates o los requisitos iniciales que habrán de reunir quienes quieran concurrir al proceso no son baladíes. Porque no es cuestión menor, ni mucho menos, quedarse fuera de un proceso selectivo para el que uno se ha venido preparando durante largo tiempo (años, en muchas ocasiones).

 

Los problemas a los que pueden dar lugar (y, en la práctica, dan) las bases de las oposiciones son muy variados y, por lo tanto, difíciles de clasificar. El punto de partida ineludible para evitar disgustos innecesarios es tener claro que: (1) las bases de una convocatoria son la ley del concurso y (2) que quien se aquieta ante lo dispuesto en las bases, las consiente y acepta en la salud (éxito opositor) y en la enfermedad (fracaso en el intento).

 

Que las bases de una oposición sean la ley del proceso selectivo no confiere inmunidad a esa norma rectora. Del mismo modo que existen leyes inconstitucionales, existen bases ilegales sin que tal afirmación pueda considerarse un oxímoron. En puridad jurídica, las bases de una convocatoria no tienen rango de ley y, por lo tanto, si contravienen lo dispuesto en las normas que sí lo tienen, deben reputarse (y declararse) nulas de pleno derecho.

 

Haciendo un esfuerzo de síntesis y esquematización podríamos considerar que las bases de las oposiciones presentan dos clases de problemas o riesgos. Por un lado, nos encontramos con vicios intrínsecos en la formulación de las bases. Por otro, con actuaciones interpretativas de las bases por parte del órgano de selección que pueden, de facto, suponer una variación sustancial de aquéllas.

 

Parece claro que unas bases de convocatoria de una oposición que vulneraran principios de relevancia constitucional o derechos fundamentales incurrirían en vicio de nulidad de pleno derecho. Incluso es sostenible argüir que dada la intensidad y gravedad de la infracción, en este concreto supuesto, el silencio de quien luego resulta perjudicado por actos dictados al amparo de tales bases, no le inhabilita para impugnar estos invocando la infracción constitucional que, nacida en las bases, contamina todo el proceso selectivo.

 

En un segundo nivel de infracciones encontramos aquellas bases que contienen una regulación del proceso selectivo que infringe una norma con rango de Ley. Uno de los ejemplos característicos es el de las bases que aprueban la composición de un órgano de selección permitiendo que lo integre un número de miembros perteneciente a un determinado cuerpo funcionarial que excede el máximo legalmente permitido. Se trata, por lo tanto, de un vicio propio de las bases y, consecuentemente, quien lo consiente al no impugnarlas perjudica definitivamente su derecho a cuestionar, en una fase procedimental posterior, la legalidad de la composición del tribunal administrativo. Estamos ante supuestos de actos consentidos que impiden incluso que, con posterioridad, un Tribunal contencioso-administrativo pueda revisar eficazmente el fondo de la impugnación. Nos lo recuerda la reciente Sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de febrero de 2015 (JUR 2015\76997) al afirmar que “las bases de la convocatoria de un concurso o pruebas selectivas constituyen la ley a la que ha de sujetarse el procedimiento y resolución de la misma, de tal manera que una vez firmes y consentidas vinculan por igual a los participantesy que “esta composición del Tribunal se consintió, sin que se hubiese impugnado este Anexo de la Convocatoria”.

 

Sin embargo, las mayores controversias y, con ello, los debates jurídico-procesales más interesantes, vienen con la interpretación de las bases de un proceso selectivo. Es difícil –pero no imposible- y, desde luego, muy deseable, encontrar bases redactadas de tal modo que puedan considerarse protegidas por el poderoso escudo de “in claris non fit interpretatio”. Unas veces por falta de una adecuada técnica de redacción pero también, otras, por un encubierto deseo de conceder al órgano de selección un margen de apreciación demasiado amplio (que suele convertir lo discrecional en arbitrario), nos encontramos con bases imprecisas y sometidas a indeseables interpretaciones.

 

Pongamos un ejemplo de bases claramente redactadas. Una Orden del Ministerio de Agricultura de 8 de septiembre de 2014 aprueba unas bases para las que se establece como criterio de desempate entre candidatos con una misma puntuación final el del “número de días de experiencia profesional en puestos de trabajo con funciones y tareas idénticas a las asignadas a los puestos de trabajo que se pretende cubrir”. Esas mismas bases especifican que las funciones objeto de los puestos de trabajo convocados son “el estudio y elaboración de informes de valoración de los bienes para la fijación del justiprecio por los Jurados Provinciales de Expropiación y las demás funciones propias de su categoría profesional”. Pues bien, llegado el indeseable empate entre candidatos, la claridad de la norma se torna oscuridad para el órgano de selección que resuelve el desempate a favor del candidato con mayor número de días de experiencia sólo en el estudio y elaboración de informes de valoración, en detrimento del aspirante que, computando el número de días de actividad profesional en todas las funciones objeto de la convocatoria, debería haber obtenido con gran suficiencia y ventaja la plaza convocada. Lógicamente, en supuestos como éste la interposición de un recurso contencioso-administrativo parece razonable y saludable pese a que no siempre los Tribunales de ese orden jurisdiccional sean taxativos impidiendo (y anulando) estos excursus difícilmente justificables del órgano de selección.

 

El problema es, claro está, mucho mayor con bases confusas o imprecisas. Por ejemplo, las de una determinada Resolución ministerial que convoca pruebas de selección en el Ejército español y fija unos tiempos de corte en pruebas de velocidad ajustados a décimas de segundo. Parecería incuestionable que tal precisión debe llevar aparejada la obligación de usar un sistema de cronometraje técnicamente fiable. La realidad ofrece un duro golpe: la prueba se cronometrará manualmente con la bajada de bandera de un juez de salida y el criterio visual del juez de llegada que parará el reloj cuando el pecho del aspirante supere la línea de meta. Estamos ante otro supuesto de recomendable impugnación del resultado de la medición por parte de aspirantes excluidos sin que parezca razonable exigirles la previa impugnación de las bases. Pese a que, para curarse en salud, sí habría sido recomendable.

 

Como hemos visto, las bases de una convocatoria encierran un número no desdeñable de riesgos para el no iniciado. En España todavía no hemos llegado al extremo estadounidense de ir acompañados de un abogado incluso a comprar un coche. Todo llegará. Mientras tanto, no harían mal los aspirantes a una oposición en estudiar con detenimiento sus bases y valorar si alguna indefinición teórica en su formulación podría convertirse con el transcurrir del proceso en una trampa insalvable. De llegarse a esa convicción la decisión debería ser la de recurrir la convocatoria aun a sabiendas de que, volviendo al ejemplo inicial, el tribunal de oposición muy probablemente mirará al impugnante con ojos de desconfianza de quien se sabe ante una persona beligerante. Se trata de una decisión difícil y arriesgada pero nadie dijo que preparar una oposición fuera un camino de rosas. Conviene saberlo.

 

Los arrendamientos urbanos son una figura que resulta peligrosa para propietarios e inquilinos. Y lo es porque su regulación es percibida como sencilla por quienes operan en este sector de actividad. Es frecuente encontrarse con propietarios que alquilan sus pisos o locales comerciales sobre la base de un modelo de contrato encontrado en Internet. También es usual que en cuanto surge alguna dificultad con el cobro de la renta arrendaticia busquen automedicarse y vuelvan a recurrir a la fuente de sabiduría jurídica contaminada en que se está convirtiendo Internet y sus muchos foros.

 

En el otro lado del campo de juego nos encontramos con el perfil típicamente latino del inquilino que piensa que el plazo de pago de la renta reflejado en el contrato de arrendamiento es puramente indicativo y que no pasa nada por pagar unos días más tarde.

 

Lo primero que podemos concluir es que de ninguno de los dos lados se ha solicitado el asesoramiento de un abogado con conocimientos en materia arrendaticia. Pesa la imagen de que los abogados somos muy caros y de que en una materia tan supuestamente sencilla como esta lo más económico es acudir a la doctrina “Juan Palomo”. Craso (y caro) error como veremos seguidamente.

 

Hemos de reconocer que el propietario español es, por regla general, bastante paciente con los devaneos amorosos del inquilino con Doña Impuntualidad. Pero la paciencia no es infinita y agotada ésta el arrendador suele lanzarse en brazos de la improvisación y la inexactitud jurídica. Se ahorra el coste del asesoramiento letrado pero se labra un porvenir complicado en lo procesal y, desde luego, un horizonte escabroso en lo que se refiere a la efectividad del desahucio y del cobro de las rentas impagadas. Ya tratamos en otro artículo los riesgos de someter la resolución de las dispuestas arrendaticias a arbitraje. Ahora nos hemos de centrar en la defectuosa redacción del requerimiento que el propietario debe remitir al inquilino reclamándole el pago de las rentas debidas con advertencia de inicio de la acción de desahucio por falta de pago.

 

El artículo 22.4 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) nos dice que el inquilino no podrá dejar sin efecto (enervar) el desahucio instado por el propietario cuando éste le hubiera requerido de pago por cualquier medio fehaciente con, al menos, treinta días de antelación a la presentación de la demanda y el pago no se hubiese efectuado al tiempo de dicha presentación.

 

Pues bien, en la formulación de ese requerimiento muchos de los arrendadores quieren ahorrarse unos euros en gastos de abogado. Lo primero que hay que advertir es que la comunicación debe realizarse por un medio que permita tener constancia de su recepción por parte del arrendatario. Es decir, no vale un fax, ni una carta certificada ni un correo electrónico a menos que el inquilino acuse su recibo, cosa que, como se comprenderá, es harto difícil.

 

En segundo lugar, el propietario no puede inventarse el plazo que le da al locatario para pagar. Le podrá apetecer mucho apremiarle y darle un plazo de diez días pero debe saber que si transcurrido sólo es plazo (y no el de treinta días) le demanda, su inquilino podrá –por una sola vez- enervar el desahucio pagando lo debido en el Juzgado o al propio arrendador.

 

En tercer lugar, también debe tener en cuenta que una vez metido en harina su diligencia debe mantenerse con rigor pues de nada sirve enviar el requerimiento para luego no demandar inmediatamente después de vencido el plazo de treinta días. Cada día que pase sin presentar demanda es una oportunidad que se le da al inquilino para que pague y, por lo tanto, pueda hacer inútil la acción de desahucio. Por cierto, que tras la reforma operada por la Ley 4/2013, de 4 de junio, de medidas de flexibilización y fomento del mercado de viviendas de alquiler, el plazo que se le ha de ofrecer al inquilino para pagar ha pasado de un mes a treinta días. Plazo que al no ser procesal ha de entenderse de días naturales conforme al artículo 5.2 del Código Civil.

 

En cuarto y último lugar, el inquilino debe saber que el requerimiento no es (ni tiene que ser) un tratado de derecho arrendaticio ni mucho menos una guía para ilustrarle acerca de cómo cumplir con las obligaciones contractualmente asumidas. Sobre este particular nos ilustra con su tradicional claridad la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en su Sentencia de 23 de junio de 2014 (RJ 2014\3472) al afirmar que no es necesario que el requerimiento contenga indicación de que el contrato será resuelto en caso de impago ni de que quedará enervada la acción de desahucio de no efectuarse el pago de las rentas debidas en el plazo establecido en aquél. Pero acudamos directamente a la fuente para evitar interferencias interpretativas:

 

El legislador no obliga al arrendador a que se constituya en asesor del            arrendatario, sino tan solo a que le requiera de pago.

 

            La información que se traslada al arrendatario, como dice la citada sentencia             «es la crónica anunciada de un proceso judicial y no podía pasar           desapercibida a la arrendataria, ni su gravedad ni las consecuencias, pues es     comúnmente sabido que el impago de rentas genera la resolución del contrato             y el desahucio de la vivienda o local”.

 

Por otro lado, el principal problema al que se enfrenta el arrendatario es el de flexibilizar los plazos en que debe cumplir su obligación de pago conforme al compromiso adquirido en el contrato locativo. Es tradicional y generalizada la creencia de que no pasa nada por pagar unos días después porque al fin y al cabo lo importante es pagar. Pues no y desde luego esa consideración no podrá salir jamás de boca de un abogado. Sin embargo, luchar contra esa leyenda urbana disfrazada de costumbre y, por lo tanto, de fuente del Derecho no ha sido sencillo. Hasta el punto de que, como veremos, el Tribunal Supremo ha tenido que pronunciarse expresamente sobre esta cuestión.

 

Es cierto que quien sostiene la tesis de la flexibilidad de la obligación de pago podría encontrar algunos ejemplos jurisprudenciales de incuestionable rebaja del rigor legal. Probablemente el más reciente sea el de declarar la nulidad irretroactiva de las cláusulas suelo hipotecarias. Quien esto suscribe está en frontal desacuerdo con esa limitación de los efectos de la nulidad y sobre ello habremos de volver en un próximo artículo pero lo que un ciudadano no debe (poder sí puede) es intentar convertirse en un quijote moderno luchando contra los molinos de viento de nuestro Alto Tribunal. Corre el riesgo de ser golpeado fatalmente por una de sus aspas.

 

Negar que el plazo de cumplimiento de una obligación sea aspecto esencial de un contrato podría suponer un suspenso –aquí sí con carácter retroactivo- de la asignatura de Derecho Civil. Afirmar que en España “las cosas son así y nunca pasa nada” puede ser cierto en el plano fáctico pero inaceptable en el jurídico. La Sentencia de 26 de marzo de 2009 (RJ 2009\1750) nos ofreció las razones del rigor de los Tribunales en la aplicación de las normas arrendaticias:

 

un excesivo proteccionismo de los arrendatarios, sobre todo si raya en el        paternalismo, puede generar el indeseable efecto general de retraer la oferta de viviendas en alquiler por el temor de los propietarios a tener que soportar   los reiterados incumplimientos de los inquilinos, máxime cuando en muchas           ocasiones la necesidad del arrendador de cobrar puntualmente la renta puede            ser tan acuciante como la del inquilino de disponer de una vivienda”.

 

Es indudable que la guillotina judicial cae ahora con más frecuencia que antes (excluyendo los numerosos supuestos de ejecuciones hipotecarias) en supuestos de retraso en el pago de la renta arrendaticia que, en la mayor parte de los casos, no hay que olvidarlo, está contractualmente contemplado expresamente como causa de resolución contractual. Por citar una de las más recientes Sentencias podemos acudir a la de fecha 27 de marzo de 2014 (RJ 2014/1530):

 

el contrato de arrendamiento urbano oneroso y conmutativo, es evidente que           la primera obligación del arrendatario es la de pagar la renta; por otra          parte, salvo cuando las partes hayan acordado que su abono se efectúe en un    solo momento, este contrato es de tracto sucesivo y el impago de una sola   mensualidad de renta puede motivar la resolución contractual.

 

            De este modo se ha declarado, como doctrina jurisprudencial, que el pago de   la renta del arrendamiento de vivienda fuera de plazo y después de    presentada la demanda de desahucio no excluye la resolución del contrato, y     esto aunque la demanda se funde en el impago de una sola mensualidad de             renta, sin que el arrendador venga obligado a soportar que el       arrendatario se retrase de ordinario en el abono de las rentas        periódicas”.

 

En definitiva, tanto propietario como inquilino deben saber que nada hay más barato que cumplir la Ley. Arriesgarse a interpretarla sin asesoramiento especializado o a incumplirla “sólo un poco” puede costarles caro. Mucho más que un abogado.

Una de las preguntas más frecuentes a las que ha de responder un abogado en sus tratos preliminares con un potencial cliente es la relativa a las costas del pleito cuyo inicio se baraja. No es una cuestión baladí puesto que una victoria procesal no es completa sin condena en costas a la parte perdedora. En una situación de crisis económica como la que padecemos, agudizada en el terreno forense por las, a mi juicio, excesivas tasas por ejercicio de la potestad jurisdiccional, la posibilidad de quien acciona de recuperar el dinero satisfecho a los profesionales que intervienen en un pleito, decanta en no pocas ocasiones la balanza y decide al justiciable a iniciar –o no- un procedimiento.

 

La teoría es bien conocida por el común de los ciudadanos, sepa o no cuál es el contenido preciso de las Leyes Rituarias.  Quien ve estimadas sus pretensiones obtiene de la parte vencida el reintegro de los pagos realizados por el vencedor a, por lo menos, su Letrado y su Procurador.  El artículo 394 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) parece claro cuando afirma que “en los procesos declarativos, las costas de la primera instancia se impondrán a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que el tribunal aprecie, y así lo razone, que el caso presentaba serias dudas de hecho o de derecho”, precisando seguidamente que para apreciar la concurrencia de esa duda “se tendrá en cuenta la jurisprudencia recaída en casos similares”.

 

En pleitos civiles encontramos que el criterio general de vencimiento suele ser respetado por los Juzgados y Tribunales. Si acaso el problema que se plantea con una cierta frecuencia es la apreciación de dudas de hecho o de derecho que suelen resultar muy discutibles pero que dan lugar a que no se produzca una expresa condena en costas a la parte vencida. La conjunción de esta práctica con el hecho grave –todavía no corregido por el Legislador- de que la tasa por ejercicio de la potestad jurisdiccional correspondiente a un recurso de apelación no es recuperable nos lleva a un escenario poco deseable: los pronunciamientos sobre las costas procesales se ventilan en la mayor parte de los casos en primera y única instancia sin posibilidad real para el ciudadano de obtener su corrección por el Tribunal ad quem. Pero sobre esta cuestión hemos de volver en otro artículo de próxima publicación dado que el objeto de éste es analizar otra cuestión más novedosa correspondiente a otra jurisdicción.

 

La condena en costas por parte de los Juzgados y Tribunales Contencioso-Administrativos es un recién llegado a nuestro ordenamiento jurídico y, como tal, todavía está dando sus primeros pasos en una jurisdicción en la que durante largo tiempo brilló por su ausencia. No parece discutible que el orden jurisdiccional en el que existe un porcentaje más bajo de sentencias estimatorias es el contencioso-administrativo. Las razones que explican tal evidencia son muy variadas y, desde luego, no pacíficas. Quienes estamos en la práctica diaria del asesoramiento contencioso-administrativo nos resistimos a pensar que el alto porcentaje de sentencias desestimatorias se deba a que el ciudadano no suele tener razón frente a la Administración. Más bien consideramos que sigue existiendo de facto una tendencia históricamente asentada a reconocer a la Administración Pública como sujeto de actuaciones bienintencionadas y, en todo caso, necesarias para el interés general. Pero la realidad es que no siempre concurre esa buena fe en la actuación administrativa que pregona el artículo 3 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJPAC)

 

El Legislador, conocedor de la tremenda dificultad de ganar un pleito contra la Administración, no quiso extender el criterio de vencimiento vigente en materia civil para la imposición de costas procesales al terreno contencioso-administrativo. Así, el artículo 139 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA), en su redacción vigente desde 1998 hasta el día 30 de octubre de 2011, establecía el criterio de condena en costas de la primera o única instancia para quien hubiere sostenido su acción con mala fe o temeridad. En la práctica esta previsión se tradujo en que rara vez se condenaba en costas a ninguna de las partes. Y ello era en algunas ocasiones evidentemente injusto porque daba lugar a situaciones procesalmente injustificables. No eran –ni son- excepcionales las actuaciones administrativas en materias tales como la sancionadora o la de delimitación del dominio público marítimo-terrestre en las que concurría una evidente caducidad. Caducidad que no era reconocida en vía administrativa, dada la desviada práctica de algunas Administraciones de considerar que someter al ciudadano a la penitencia de un proceso podría ofrecerles resultados favorables con quienes no se atrevieran a dar el paso de acudir a los Tribunales. Pues bien, en los casos en los que el justiciable, cargado de razón, acudía en defensa de sus derechos a la jurisdicción contencioso-administrativa se encontraba con que la Administración demandada, lejos de allanarse a sus pretensiones (lo que hubiera provocado con facilidad su condena en costas), solicitaba que se tramitara todo el procedimiento y se dictara una “resolución fundada en Derecho”. La práctica no podía ser más desleal y temeraria pues evitaba reconocer la caducidad en el seno del procedimiento dejando esa declaración al Tribunal correspondiente. Pues bien, ni siquiera en esos casos tan evidentes de manifiesta mala fe y temeridad en la actuación administrativa era fácil obtener una condena en costas de la Administración demandada.  La injusticia material y el perjuicio económico para el recurrente no necesitaban ulterior explicación. La Administración le condenaba con su conducta a costearse un Letrado y un Procurador a fondo perdido ante la timidez judicial a apreciar lo evidente.

 

Si hay un campo procesal en el que los demandantes no suelen ser temerarios ni hacer uso indebido de los recursos públicos ese es el contencioso-administrativo. Nadie o casi nadie pleitea contra la Administración por gusto o con el afán de demorar el cumplimiento de sus obligaciones. Básicamente porque las prerrogativas administrativas –guste o no reconocerlo- son todavía tan intensas que la suspensión de la ejecutividad de actos administrativos en vía judicial es harto infrecuente. Sin embargo, el Legislador no sólo gravó sus acciones con la temida tasa judicial sino que también decidió extender el criterio civil de vencimiento en costas al procedimiento contencioso-administrativo.

 

Así, la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal modificó el artículo 139 LJCA para establecer que “en primera o única instancia, el órgano jurisdiccional, al dictar sentencia o al resolver por auto los recursos o incidentes que ante el mismo se promovieren, impondrá las costas a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que aprecie y así lo razone, que el caso presentaba serías dudas de hecho o de derecho”. La mayoría de los administrativistas confesamos nuestra curiosidad por comprobar cómo sería aplicado este viraje procesal en la práctica forense. La sospecha era la de que se había cambiado todo para que todo siguiera igual. Empiezan a ser numerosas las sentencias dictadas en procedimientos a los que resulta aplicable la invocada reforma de 2011 y podemos afirmar que nuestra sospecha se confirma con algún matiz agradable para el ciudadano. Sigue existiendo una cierta pereza en los Tribunales a condenar en costas a quien ve desestimadas íntegramente sus pretensiones y más si esa parte es la Administración Pública.

 

Veamos dos ejemplos prácticos de sentencias recientes dictadas en recursos en los que la dirección letrada del demandante correspondió a quien suscribe.

 

La Sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de mayo de 2014 estimó íntegramente el recurso contencioso-administrativo interpuesto contra la Orden Ministerial que aprobó el deslinde de bienes de dominio público en un determinado término municipal de la isla de Mallorca con condena en costas a la Administración demandada. La estimación se produjo acogiendo el argumento del recurrente consistente en que en el procedimiento de deslinde había concurrido caducidad. Ese argumento había sido usado en vía administrativa y negado sistemáticamente por el Ministerio de Medio Ambiente sobre la base de aportar fechas de tramitación del deslinde manifiestamente erróneas. En sede jurisdiccional la razón de la oposición a la caducidad fue todavía más sorprendente e inexplicable: se pretendía justificar que el día 13 de mayo de 1999 era anterior al día 14 de abril de ese mismo año (sic).  La condena en costas ante una actuación tan temeraria parecía inevitable pero muy probablemente no se habría producido al amparo de la redacción anterior del artículo 139 LJCA.

 

Pero no todo son buenas noticias para el administrado porque los Tribunales acuden ahora con más frecuencia que antes a la socorrida facultad de limitar la cuantía de la condena en costas contemplada en el artículo 139. 3 LJCA, cuyo tenor no varió con la reforma de 2011. Lo que ocurre es que con la regulación anterior, al no ser frecuente la condena en costas, esa facultad apenas se utilizó. No son ahora infrecuentes sentencias como la del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 30 de julio de 2014. En ella, dictada en un pleito de cuantía indeterminada, se estima íntegramente el recurso contencioso-administrativo interpuesto y se anula una resolución ministerial que inadmitió una alzada formalizada en materia de reconocimiento de sexenios de investigación universitaria. Sin embargo, la expresa imposición de costas al Ministerio demandado quedó limitada a la cuantía de 500 euros. Es decir, que el recurrente ganaba el pleito pero perdía dinero (y no poco) por el uso del Tribunal de la facultad limitadora de la condena en costas prevista en la LJCA.

 

La conclusión no es ilusionante, al menos para los ciudadanos.  Sigue existiendo una tendencia a rebajar al mínimo el impacto sobre la Administración demandada de un pleito perdido. Las justificaciones que para ello pueden encontrarse son muy variadas pero probablemente todas ellas confluyan en que lo que ha de pagar la Administración es “dinero de todos” y en que conviene no adelgazar en exceso esa bolsa común. Sin embargo, tal práctica se cohonesta con mucha dificultad con el principio de igualdad consagrado por el artículo 14 de la Constitución Española pues las limitaciones de condena en costas para el administrado son muy infrecuentes (mucho más que para la Administración) y, sobre todo, con el principio de igualdad de armas que rige en toda contienda procesal. Nos guste o no, no debería existir ninguna diferencia de trato entre quienes se sientan a un lado y otro del estrado por mucho que uno de ellos sea una Administración Pública.

 

Pedro Calleja Pueyo

Abogado y Economista

Un magnífico profesor universitario de Derecho Constitucional concluía sus brillantes lecciones preguntando al alumnado si lo expuesto había quedado “suficientemente oscuro”. Esa oscuridad, deseable en cuanto obligaba al estudiante a arrojar luz sobre ella a través de la necesaria profundización en lo expuesto, se vuelve especialmente incómoda cuando el operador jurídico se ha de enfrentar a los siempre difíciles entresijos del procedimiento contencioso-administrativo.

 

La fase de ejecución de sentencia en cualquier orden jurisdiccional es fuente de numerosas controversias pues casi nunca resulta fácil hacer efectiva esa potestad jurisdiccional consistente en “hacer ejecutar lo juzgado” de la que nos habla el artículo 117.3 de la Constitución Española. En el orden jurisdiccional contencioso-administrativo podría pensarse que dado que una de las partes es casi siempre una Administración Pública que, de proceder la ejecución de la sentencia dictada, suele ostentar la posición procesal de ejecutada, su necesario sometimiento al ordenamiento jurídico (artículo 9.1 de nuestra Carta Magna) junto con el deber de adecuar su actuación al principio de la buena fe (artículo 3.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, en adelante LRJPAC) despeja el panorama procesal. Nada más lejos de la realidad. No podemos olvidar que junto a la Administración concurre al otro lado del estrado un particular o empresa (habitualmente irritados hasta la náusea con una actuación administrativa que consideran injusta) y que las pretensiones de uno y otra son enjuiciadas por un tercero cuya interpretación de la normativa aplicable no siempre es pacífica.

 

Uno de los problemas que con más frecuencia se plantea en la ejecución de sentencias que han declarado la invalidez de un determinado acto administrativo es que la Administración demandada suele dictar con posterioridad un nuevo acto que, sobre el papel, da cobertura jurídica a actuaciones inicialmente autorizadas por el acto objeto de impugnación en el procedimiento.

 

La respuesta académica al problema planteado es fácil. Baste acudir al artículo 103.4 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA) para aprender que “serán nulos de pleno Derecho los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de las sentencias, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento”. El procedimiento para que esa nulidad sea declarada es el contemplado en los artículos 103.5 y 109 LJCA. Puede resumirse en que será competente para declarar la nulidad de esos actos el órgano jurisdiccional a quien corresponda la ejecución de la sentencia salvo que careciese de competencia para ello conforme a las reglas de atribución competencial contenidas en la propia Ley Jurisdiccional. Es importante precisar que la declaración de nulidad sólo puede producirse a instancia de parte y no de oficio y que de la petición planteando esta cuestión incidental el Secretario judicial habrá de dar traslado a las demás partes personadas para que en el plazo de veinte días para alegaciones. Finalmente, el Juez o Tribunal, en el plazo de diez días (que jamás se cumple) resolverá mediante auto la cuestión planteada.

 

Hasta aquí la teoría que no parece plantear problema alguno. Pero las apariencias engañan y la realidad siempre hace aflorar obstáculos cuyo planteamiento parecería, a priori, de laboratorio universitario. La primera pregunta que pondría en apuros a cualquier alumno por aventajado que fuera es si cualquier vicio de nulidad de un acto administrativo (artículo 62 LRJPAC) es susceptible de fundamentar la cuestión incidental a la que venimos haciendo referencia. Para ser más claros podría pedirse en esta fase de ejecución la nulidad de un acto administrativo que hubiera sido dictado prescindiendo total y absolutamente del procedimiento establecido. Muchos se aventurarían a afirmar tal posibilidad y probablemente un grupo más reducido la negaría. La respuesta correcta está en ese jesuítico “depende” que tan socorrido resulta no sólo en las aulas universitarias sino en los despachos de abogados ante las incisivas preguntas de profesores o clientes, según el caso.

 

La tendencia natural del jurista (siempre ávido de que predomine la justicia material) sería de la responder que sí, que efectivamente si un acto administrativo es nulo de pleno derecho, su nulidad puede y debe ser declarada en esta fase de ejecución. Pero ese gusto quijotesco (y loable) por expulsar del ordenamiento jurídico lo groseramente contrario a él debe compaginarse con el respeto a las normas del juego. Y la Ley Jurisdiccional es muy clara cuando en su artículo 46 establece el plazo de dos meses para interponer recurso contencioso-administrativo contra los actos que poniendo fin a la vía administrativa sean considerados contrarios a Derecho por quien pretende su impugnación.

 

¿Dónde está la clave para resolver la cuestión planteada? En algo tan sencillo de verbalizar como difícil de probar. En que es requisito insoslayable para la declaración de nulidad del acto administrativo por esta vía el que haya sido dictado con la finalidad de eludir el cumplimiento del pronunciamiento judicial cuya ejecución se pretende. Si hubiera que precisar ese “depende” con el que antes respondíamos a la incómoda pregunta, habría que decir que sólo aquellos actos administrativos que incurriendo en vicio de nulidad del artículo 62 LRJPAC hubieran sido dictados inequívocamente con la finalidad de eludir el cumplimiento de la sentencia que se pretende ejecutar podrían ser atacados por esta vía incidental.

 

La casuística es, como podrá fácilmente adivinar el lector, enorme. El supuesto más frecuente y el más fácil de enjuiciar es el de aquellos actos administrativos que no hacen sino reproducir literalmente el declarado inválido si bien enmascarados tras algún ropaje tendente a disfrazarlos de acto desligado del primero. Nos encontramos así con frecuencia en el campo del urbanismo con licencias que son declaradas nulas por sentencia firme. La Administración competente para su otorgamiento considera –indebidamente- que la sentencia es mero-declarativa y que basta con aprobar unas nuevas licencias de contenido idéntico al de las anteriores (quizás con algún informe técnico o jurídico nuevo para dar apariencia de tramitación ex novo) para eludir el problema. Pero el problema no desaparece sino que se agrava pues quien impugnó la licencia inicial tiene ahora una doble vía para atacar la nueva: la de la impugnación autónoma, vía artículo 46 LJCA, en el plazo de dos meses de la nueva licencia y la de su impugnación en la pieza separada de ejecución forzosa de la sentencia para lo cual no existe plazo más allá de que no puede formularse si consta la total ejecución de la sentencia.

 

En el extremo contrario nos encontramos con un supuesto especialmente peligroso para juristas no familiarizados con el procedimiento contencioso-administrativo que les puede hacer incurrir en responsabilidad profesional. Nos estamos refiriendo a aquellos supuestos en que una Administración ve cómo uno de sus actos administrativos es declarado nulo por sentencia firme. Cabe la posibilidad de que se inicie la tramitación de otro procedimiento tendente a la obtención de un acto administrativo con el mismo contenido que el declarado nulo pero promovido, por ejemplo, por una persona física o jurídica distinta o incluso sobre la base de un proyecto diferente al del primer acto. En ese supuesto la vía de impugnación es única (la autónoma del artículo 46 LJCA) puesto que difícilmente podrá sostenerse que la Administración demandada tuvo la intención de eludir el cumplimiento de un fallo judicial cuando preceptivamente dio trámite a una solicitud promovida por persona ajena el pleito en cuestión o referida a un proyecto que no había sido objeto de controversia ni, por lo tanto, afectado por la sentencia cuya ejecución se pretende. Fiar el ataque al nuevo acto administrativo a su impugnación en fase de ejecución de sentencia debe tener la consecuencia de su desestimación con condena en costas para el ejecutante y, lo que es más grave, desde el punto de vista de la protección de su interés legítimo a que el nuevo acto sea declarado nulo, en la mayor parte de los casos concurrirá imposibilidad (por extemporaneidad) de su impugnación autónoma lo que le hará ganar firmeza y dificultar considerablemente su exclusión del ordenamiento jurídico.

 

La Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de septiembre de 2010 (RJ 2010\6629) es especialmente clarificadora cuando afirma lo siguiente:

 

Repárese que la aplicación del apartado 4 del expresado artículo 103 precisa de la concurrencia de dos requisitos. De un lado, ha de concurrir una     exigencia de índole objetiva: ha de dictarse un acto contrario a un           pronunciamiento judicial; y, de otro, debe mediar otra exigencia de tipo             teleológico: que la finalidad sea precisamente eludir el cumplimiento de           la sentencia. Y lo cierto es que en el caso examinado concurren ambas       circunstancias. En relación con la primera, el propio Ayuntamiento reconoce       que una infracción del ordenamiento jurídico como la que se razona en             la sentencia de 2008 no es suficiente para aplicar el artículo 103.4 de tanta     cita. Y es verdad, se precisa del concurso, además, de un propósito de eludir el           cumplimiento de la sentencia”.

 

Sobre la distinción entre el incidente de nulidad de un acto administrativo y la impugnación autónoma de ese acto mediante recurso contencioso-administrativo independiente, es muy pertinente citar aquí la Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de septiembre de 2010 (RJ 2010\325) que establece lo siguiente:

 

Ello procedería en el caso en el que, con exclusividad, se articulara la   pretensión prevista en el artículo 103.4 —esto es, la pretensión de nulidad de         pleno derecho de «los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de la sentencia, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento» —.       Mas, si bien se observa, no es esta la única pretensión que se articuló en el       proceso seguido en la instancia y que ahora revisamos desde nuestra     perspectiva casacional.

            De una parte, como ya hemos podido comprobar, junto a la acción        mencionada se suscita la acción relativa a la nulidad de fondo de los            actos   impugnados por su contrariedad material contra el Ordenamiento        jurídico. Y, de otra, porque, además, en el supuesto de autos, se articula un             recurso indirecto en relación con acuerdos anteriores a los efectiva y   directamente impugnados en autos. Obvio es que, con semejante         panorama jurisdiccional, el esquema procesal establecido por el             legislador con la expresada finalidad de proceder a la anulación de «los             actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de la sentencia,          que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento», carece de     acomodo, ya que, el ámbito material de las pretensiones ejercitadas por             la parte recurrente, excede, con mucho, del previsto por el legislador    (artículo 103.4 en relación con el 109 ) para el prendido incidente de ejecución de sentencia.

            Es cierto que el artículo 103.1 de la LRJCA atribuye, con exclusividad, la            potestad de hacer ejecutar las sentencias al Juzgado o Tribunal de este Orden        Jurisdiccional «que haya conocido del asunto en primera o única instancia»,        mas ello ha de ser así — como hemos expuesto— cuando, con exclusividad,   se esté en presencia de una pretensión de ejecución de sentencia, pero no en   un supuesto como el de autos en el que, junto a la acción         anulatoria prevista   en el artículo 103.4 , se articula otra basada en       infracciones estrictamente   materiales del Ordenamiento jurídico, y,    además, se añade un recurso           indirecto.

            En la  STS de 5 de febrero de 2008  ( RJ 2008, 458)   hemos señalado la diferencia entre ambas vías procesales —así como la diferente competencia    jurisdiccional para la tramitación de la pretendida vía incidental—, pues,     según se expresa, «son cosas distintas las dos siguientes:

  1. a) Una, pedir en ejecución de sentencia la nulidad de un acto administrativo porque sea contrario al pronunciamiento de la sentencia       (Artículo 103, apartados 4 y 5 de la LJCA 29/98 ).
  2. b) Otra, interponer un recurso Contencioso-Administrativo contra ese mismo            

            Tan distintas son ambas cosas, que hasta el órgano jurisdiccional competente             para resolver una y otra petición puede ser distinto. De forma que conviene en           esta materia utilizar las palabras y los conceptos con propiedad, para que el    Tribunal esté seguro de lo que se le pide».

            El motivo, pues, no puede prosperar. No tratándose de una exclusiva acción     de nulidad con fundamento en el artículo 103.4 la ejercitada en autos,   ningún            obstáculo procesal surge para que el conocimiento y resolución del          recurso se haya llevado a cabo por una Sección de la Sala distinta de la que      dictó la sentencia de la que lo ahora actuado trae causa. Cuestión, esta, a        mayor abundamiento, no planteada en la instancia e inviable, por tanto, en     esta concreta vía jurisdiccional”.

La conclusión a la que hemos de llegar es que no todo vale en sede de ejecución forzosa de una sentencia contencioso-administrativa pues en ella no se pueden ventilar con carácter sumario cuestiones para las que legalmente está previsto un procedimiento plenario en el que las partes puedan defender en debida forma y plazo sus posiciones haciendo uso de esa “igualdad de armas” íntimamente ligada al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

 

 

Pedro Calleja Pueyo

Estudio Jurídico Calleja Pueyo

Hace algunos años tuve la fortuna de conocer a un funcionario singularísimo. Su rigor en la aplicación de la Ley y su plena identificación con la Administración para la que trabajaba le llevaban a desestimar un altísimo porcentaje de los recursos que tenía competencia para resolver. Su voracidad desestimatoria no era sin embargo incompatible con un carácter amable aunque un poco socarrón. Cuando se le planteaba la posibilidad de interponer el recurso que él habría de resolver, siempre respondía, en paráfrasis refranera, “recurra, recurra, que alguna esperanza queda”. Pero no, la esperanza casi nunca se confirmaba.

 

La anterior introducción nos sirve para presentar la figura procesal del incidente de nulidad de actuaciones. Nos encontramos ante uno de los instrumentos procesales de impugnación más querido por el legislador a la hora de centrar sus ánimos de reforma. Reforma que parece estar encaminada a liberar al Tribunal Constitucional de su enorme carga de trabajo en lo que a resolución de recursos de amparo se refiere. Pero reforma que, junto con otras a las que aludiremos tangencialmente, sitúa al administrado en la peligrosa posición de quien ve limitadísimo su derecho a usar los recursos legalmente establecidos. En otras palabras, el ciudadano detecta una tendencia por parte de los órganos legislativos a procurar que sus asuntos judiciales se ventilen en una primera y única instancia en una suerte de “no moleste, oiga, que estoy muy ocupado”.

 

Volveremos en otro artículo sobre esta moda legislativa que tanto daño está haciendo a los derechos e intereses de los administrados pero baste aquí constatar que en los últimos años el recurso de apelación, el recurso de casación y el recurso de amparo han visto cómo su regulación procesal se modificaba sustancialmente para limitar los supuestos en que podían ser interpuestos, especialmente los dos últimos. Adicionalmente, la interpretación que de esas normas hacen el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional no contribuye precisamente a flexibilizar el rigor sino a potenciar las inadmisiones y con ello la sensación para quien se aproxima al complicado mundo de la toga de que estamos ante algo incomprensible, caprichoso y, en muchas ocasiones, reservado para quien tiene mucho dinero y pleitea en asuntos de elevada cuantía.

 

Pero volviendo al incidente de nulidad de actuaciones, hemos de acudir necesariamente a los artículos 240 y 241 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LOPJ). La regulación primitiva de esta figura, contenida en el primitivo artículo 240 LOPJ, se mostró pronto insuficiente. En efecto, la regla general era la de que la nulidad de pleno derecho habría de hacerse valer por medio de los recursos establecidos en la ley y sólo como singularidad se planteaba que el Tribunal pudiera declarar antes de la sentencia definitiva y previa audiencia de las partes la nulidad de todo o parte de lo actuado.

 

La Ley Orgánica 5/1997, de 4 de diciembre, de reforma de la LOPJ, con una visión más realista de los problemas cotidianos de un pleito, se adentró en la tarea de desarrollar el incidente de nulidad de actuaciones. Y lo hizo (artículo 240.3 y 4 LOPJ) con una contradicción difícilmente explicable. De inicio estableció que no se admitiría el incidente de nulidad de actuaciones para acto seguido regular, excepcionalmente, según se nos decía, su procedimiento. El objeto de ese incidente era entonces el de reparar los defectos de forma que hubieran causado indefensión o la incongruencia del fallo de un pronunciamiento insusceptible de ulterior recurso.

 

La Ley Orgánica 13/1999, de 14 de mayo, corrigió la contradicción denunciada en el párrafo anterior pues resultaba incomprensible que se regulara una figura no admitida procesalmente. A partir de esa fecha se nos dijo que “con carácter general” no se admitiría el incidente de nulidad de actuaciones, dejando su regulación en los mismos términos ya comentados.

 

Años después, la Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre, traslada la regulación al artículo 241 LOPJ. Pero es en el año 2007 en el que se produce la variación legislativa más significativa con efectos particularmente intensos sobre la protección de los derechos de los ciudadanos. La Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, de modificación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, reserva ya el incidente de nulidad de actuaciones por razones de fondo (la regulación de los defectos de forma no experimenta cambio alguno) para la vulneración de cualquier derecho fundamental de los referidos en el artículo 53.2 de la Constitución Española. Para el ciudadano medio esta reforma sólo podía merecer el aplauso en la medida en que aparentemente ofrecía un mecanismo legal más para defenderse frente a una eventual vulneración de derechos fundamentales. Pero la manzana estaba envenenada.

 

Nada parece ser gratis en materia de recursos y acciones judiciales puesto que lo que el legislador ofrece por un lado lo recorta por otro. La inclusión de la vulneración de derechos fundamentales como causa de promoción de un incidente de nulidad de actuaciones llevó aparejada una fenomenal elevación del listón de admisión de los recursos de amparo ante el máximo intérprete de nuestra Carta Magna. En otras palabras, para que se nos entienda, lo que pareció pretender el legislador fue deslocalizar el recurso de amparo y ponerlo en manos del mismo Tribunal que dicta la resolución judicial que el justiciable considera vulneradora de alguno de sus derechos fundamentales.

 

Y es aquí donde nos encontramos con el verdadero problema del incidente de nulidad de actuaciones. Muchas veces la frialdad de un texto legislativo (y más si es de contenido puramente procesal) nos hace olvidar que en su aplicación intervienen personas y que la rectificación de las decisiones adoptadas por un Tribunal rara vez viene de manos de éste sino de otro órgano superior. Quienes estamos en el día a día de la toga y los Juzgados sabemos que ningún recurso tiene un porcentaje más bajo de estimaciones que el de reposición. La misma lógica cabe trasladarla al incidente de nulidad de actuaciones. No parece razonable pensar que el Tribunal que ha dictado una sentencia vulnerando algún derecho fundamental vaya a rectificar su decisión por el hecho de que contra ella se promueva un incidente de nulidad de actuaciones. Conviene recordar aquí algo tan intrínsecamente humano como es el “sostenella y no enmendalla”.

 

Resulta obvio decir que la nulidad de actuaciones sí puede resultar efectiva para la corrección de algún defecto de forma. Tan obvio como que esos errores son altamente infrecuentes en nuestros Tribunales, especialmente en aquellos que dictan resoluciones frente a las que no cabe ya ningún tipo de recurso.

 

El camino nos lleva, por lo tanto, a un punto en el que el legislador ofrece al administrado el instrumento del incidente de nulidad de actuaciones para intentar corregir una vulneración de derechos fundamentales cometida por un órgano jurisdiccional frente a cuyas resoluciones no cabe interponer recurso. Incidente que habrá de ser resuelto por el propio Tribunal que dictó la resolución que se ataca. Y, por lo tanto, incidente condenado en un altísimo porcentaje de los casos a ser desestimado con la preceptiva condena en costas (la multa por temeridad prevista en el actual artículo 241.2 LOPJ no se aplica apenas, afortunadamente).

 

Nuevamente, los optimistas procesales manifiestan que la desestimación del incidente de nulidad de actuaciones no es el final y que precisamente la nueva regulación lo que pretendía era que actuara como filtro o tamiz pero no como barrera infranqueable para llegar al Tribunal Constitucional. Sentimos no compartir ese optimismo. En el mejor de los casos ese desvío procesal le habrá costado tiempo y dinero al ciudadano a quien le quedarán ya pocas ganas (y menos euros en el bolsillo) para acudir al Supremo Intérprete de nuestra Constitución buscando un amparo que porcentualmente cabe considerar como absolutamente excepcional. Pero es que, además, la postura del Tribunal Constitucional respecto a la admisión de recursos de amparo en relación con incidentes de nulidad de actuaciones basados en vulneración de derechos fundamentales no ha sido precisamente flexible. Y empleamos el pasado porque, como veremos seguidamente, parece que se está produciendo una razonable rectificación en su criterio para la admisión de recursos de amparo.

 

El principal problema que planteaba la nueva regulación era determinar si era necesaria la promoción del incidente de nulidad de actuaciones contra pronunciamientos judiciales que hubieran desestimado la concurrencia de una vulneración de derechos fundamentales alegada en el procedimiento por la parte demandante. El sentido común y el tenor literal del artículo 241.1 LOPJ nos llevan a pensar que no puesto que el referido incidente sólo está previsto para corregir vulneraciones de derechos fundamentales no denunciables antes de recaer la resolución que pone fin al procedimiento. Es decir, su objeto son las vulneraciones en que incurra autónomamente el propio pronunciamiento judicial. Sorprendentemente, el Tribunal Constitucional a partir de su Auto 200/2010, de 21 de diciembre (RTC 2010\200 AUTO), mantuvo la postura contraria, es decir, la de la necesaria promoción del incidente tanto para vulneraciones de derechos fundamentales procesales como sustantivos.

 

Afortunadamente ese criterio ha sido modificado no hace demasiado tiempo por la Sentencia del Tribunal Constitucional 176/2013, de 21 de octubre (RTC 2013\176), recogiendo lo apuntado en su anterior Sentencia 182/2011, de 21 de noviembre (RTC 2012\182), en la que se hace, a nuestro juicio, una interpretación mucho más razonable y, sobre todo, pro actione del artículo 241 LOPJ.

 

 

Parece que se arroja luz y seguridad jurídica sobre una situación que resultaba próxima a lo kafkiano en la cual quien promovía incidente de nulidad de actuaciones se exponía no sólo a su desestimación con condena en costas sino también a la inadmisión por extemporánea de su recurso de amparo y quien interponía directamente recurso de amparo podía sufrir su inadmisión por falta de promoción del incidente de nulidad de actuaciones.

 

Pese a la flexibilización que acabamos de relatar, la realidad es la de que el incidente de nulidad de actuaciones no ha servido para el objetivo previsto (la corrección de vulneraciones de derechos fundamentales por órganos distintos del Tribunal Constitucional) sino para desgastar anímica y económicamente al administrado y, en la práctica, para que el recurso de amparo sea cada vez más un recurso excepcional con un altísimo porcentaje de inadmisiones. Desgraciadamente aquí no cabe proclamar, parafraseando, aquello de “¡el recurso de amparo ha muerto, viva incidente de nulidad!”. Al muerto no le sustituye ningún vivo. No hay motivo para la alegría porque lo que desgraciadamente se ha producido en la práctica es un adelgazamiento del derecho de los ciudadanos a hacer uso de los recursos legalmente establecidos. Hay distintas maneras de resolver los atascos existentes en los Tribunales pero no parece que la eliminación de facto de la posibilidad de recurrir sea la mejor de las posibles.