La sabiduría popular nos recuerda que “rectificar es de sabios”. Ya en el terreno procesal el artículo 231 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) parece alinearse con el refranero cuando manifiesta que “el Tribunal y el Secretario judicial cuidarán de que puedan ser subsanados los defectos procesales en que incurran los actos procesales de las partes”. Sabemos también que la LEC es de aplicación subsidiaria al procedimiento contencioso-administrativo pues así lo establece la Disposición final primera de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de esa jurisdicción (LJCA). ¿Pero puede confiarse el abogado a la hora de redactar apresuradamente un escrito fiándolo todo a la posibilidad de subsanar posteriormente los errores que haya podido cometer? La respuesta debe ser negativa con algún matiz.

 

El error procesal se produce fundamentalmente por tres motivos: por descuido, por desconocimiento de una concreta jurisdicción o por un cambio normativo del que el abogado no ha tenido noticia. No entraremos en si alguno de los tres es excusable sino que nos limitaremos a exponer las soluciones que la práctica procesal ofrece para intentar tapar esas vías de agua.

 

Como ejemplo del error cometido por descuido tenemos la falta de indicación en el escrito de demanda contencioso-administrativa de la cuantía del procedimiento. El artículo 40.2 LJCA prevé que el Secretario judicial conceda, en ese caso, a las partes un plazo no superior a diez días para que la fijen con el apercibimiento de que de no hacerlo la cuantía será fijada por él. En general, puede afirmarse que esta clase de errores, que cabe calificar de adjetivos, no inciden sustancialmente en la tramitación del procedimiento y, por ello, no revisten grave riesgo para el abogado ni para los intereses de su defendido.

 

El ejemplo típico de error por desconocimiento de la jurisdicción contencioso-administrativa es el de la falta de cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 45.2.d) LJCA. Quienes están familiarizados con otras jurisdicciones pueden (aunque no deben) ignorar que al escrito de interposición de recurso contencioso-administrativo se ha de acompañar, si el recurrente es una persona jurídica, “el documento o documentos que acrediten el cumplimiento de los requisitos exigidos para entablar acciones las personas jurídicas con arreglo a las normas o estatutos que les sean de aplicación”. Se exceptúan, claro está, aquellos casos en los que ese documento haya quedado incorporado al poder general para pleitos exigible también para interponer ese recurso.

 

Antes de nada, hemos de significar aquí que este requisito legal encuentra difícil justificación en evitar que una persona jurídica inicie un pleito contencioso-administrativo no querido por quien tiene la representación legal de aquélla. La misma razón podría darse respecto de los particulares pues nada impide a un Procurador y a un Letrado iniciar, por ejemplo, un juicio de desahucio en nombre de quien no les ha dado instrucciones para ello sino que en su día les otorgó poder para un procedimiento distinto. Pero no existe la misma exigencia para las personas físicas.

En todo caso el artículo 45.2.d) LJCA ha sido (aunque cada vez menos) un gran desconocido para quienes no están en el día a día del procedimiento contencioso-administrativo. En no pocas ocasiones (normalmente en los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo), no se exige de oficio su cumplimiento y sólo plantea problemas cuando el representante de la Administración opone su falta de observancia por el demandante en el trámite de alegaciones previas previsto en el artículo 58.1 LJCA o, incluso, en la contestación a la demanda.

 

La falta de aportación del documento que acredite la voluntad de la persona jurídica de iniciar un procedimiento contencioso-administrativo plantea al menos dos problemas: el momento en el que se puede subsanar su falta de aportación y la fecha de adopción del acuerdo de recurrir el acto administrativo objeto de litigio. Algún Tribunal sostuvo que se trataba de un defecto sólo subsanable durante el plazo de diez días que al efecto debía conceder el Secretario Judicial (artículo 45.3 LJCA) y que, en todo caso, el acuerdo decidiendo recurrir debía tener fecha anterior a la del escrito de interposición presentado en el Tribunal. Ambas cuestiones han sido resueltas con carácter pacífico por el Tribunal Supremo. La primera de ellas en sentencias tales como las de 24 de junio (RJ 2014\3197) y 22 de septiembre de 2014 (RJ 2014\4602). En ellas se establece que no puede declararse la inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo si no se ha concedido trámite de subsanación a la demandante habiéndose detectado de oficio la omisión. Adicionalmente, si es el demandado quien opone la falta de aportación del meritado documento, el artículo 138.1 LJCA concede un plazo de diez días al recurrente para subsanarlo. Y si discrepare con la omisión que se le imputa, la jurisprudencia a la que hemos hecho referencia obliga al Tribunal a valorar la controversia y, en el peor de los casos para la parte recurrente, concederle plazo de diez días para la subsanación.

 

Respecto a la fecha en la que haya de adoptarse el acuerdo decidiendo la interposición de recurso contencioso-administrativo, la jurisprudencia es ciertamente flexible. Parecería lógico entender –como hizo en el pasado algún Tribunal Superior de Justicia- que el acuerdo de la persona jurídica decidiendo interponer un recurso contencioso-administrativo habría de ser, en todo caso, anterior a la fecha del escrito de interposición. Pero la lógica ha cedido para dejar paso al principio pro actione. Buen ejemplo de ello son las sentencias del Tribunal Supremo de 14 de marzo (RJ 2014\2521) y 3 de abril de 2014 (RJ 2014\2875) cuando afirman que “tampoco cabe considerar precisa del todo la exigencia de que el requisito que nos ocupa haya de preexistir y que consiguientemente la autorización para litigar deba adoptarse con anterioridad a la interposición del recurso”.

 

Nos encontramos, por lo tanto, con que este segundo tipo de errores –los provocados por el desconocimiento de las especialidades propias de la jurisdicción contencioso-administrativa- son, por lo general, subsanables. Incurrir en causa de inadmisión o desestimación del recurso necesitaría de una actuación manifiestamente negligente del abogado a quien el recurrente confirió la dirección técnica de su asunto. Actuación que no es razonable esperar.

 

El tercer grupo de errores que hemos identificado antes es, sin duda, el más problemático. Se trata de aquellas carencias de los escritos procesales derivadas de cambios normativos desconocidos por el Letrado de una de las partes. El supuesto prototípico y desgraciadamente frecuente es el de olvidar proponer prueba mediante otrosí en los escritos de demanda y contestación. El origen del error se encuentra en la modificación del artículo 60.1 LJCA operada por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal. Antes de esa modificación legislativa la proposición de prueba era una fase procesal independiente que se abría una vez contestada la demanda por la Administración.

 

¿Qué ocurre cuando un incauto abogado omite la proposición de prueba en su escrito de demanda? La cuestión es complicada. Quizás el artículo 60.2 LJCA le ofrezca un salvavidas al establecer que “si de la contestación a la demanda resultaran nuevos hechos de trascendencia para la resolución del pleito, el recurrente podrá pedir el recibimiento del pleito a prueba y expresar los medios de prueba que se propongan dentro de los cinco días siguientes a aquél en que se haya dado traslado de la misma”. Pero el riesgo es máximo porque no siempre es posible convencer al Tribunal de que la contestación a la demanda ha introducido hechos nuevos. Normalmente se habrá limitado a negar los invocados por el recurrente.

 

El Tribunal Supremo ha mantenido sobre esta grave omisión criterios contradictorios. Así, entre otros, el Auto de 5 de junio de 2013 (recurso 288/2012)  deniega la prueba, sin admitir la subsanación, por considerar que la parte “no solicitó en su escrito de contestación a la demanda el recibimiento a prueba, ni expresó los puntos de hecho, ni los medios de prueba propuestos, tal como exige el artículo 60.1 de la LRJCA en la redacción otorgada por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, aplicable al presente recurso contencioso-administrativo, sino en un posterior escrito presentado el 3 de diciembre de 2012”. En sentido claramente contrario, el Auto de 17 de septiembre de 2013 (recurso 417/2012) considera que “la circunstancia de que hasta la reforma operada por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, no era preciso enumerar los medios de prueba al tiempo que se solicitaba el recibimiento a prueba del recurso, ha llevado a esta Sala a admitir en una etapa inicial la posibilidad de subsanar la omisión de dicha exigencia cuando ello se hace tan pronto la parte es advertida de la deficiente cumplimentación de la solicitud de recibimiento a prueba”.

 

Ciertamente esta indefinición de nuestro Alto Tribunal crea inseguridad jurídica y, de alguna manera, choca con la flexibilidad mostrada respecto a los otros tipos de error que hemos analizado en este artículo. Es muy recomendable corregir esa indefinición con la máxima celeridad sin perjuicio de reconocer que evitando el error se evita todo peligro.

 

Expuestos los errores más frecuentes en que estadísticamente incurrimos los abogados en el procedimiento contencioso-administrativo sólo nos queda recordar dos cosas: una, que “errare humanum est” y, sin embargo, otra, que el error más inocuo es el que no se comete. La diligencia y la permanente consulta de textos normativos actualizados -por más que creamos dominar la disciplina- nos evitarán muchos disgustos.

Las estadísticas demuestran que la figura del concurso de acreedores en España no está dando los resultados deseados y que la regla general es que las empresas concursadas acaben en disolución y liquidación. Son loables los intentos del legislador por dulcificar esta realidad y buscar en la medida de lo posible que el barco sea reflotado. De lograrse el objetivo los beneficios serían lógicos en indudables: directamente, para la propia empresa concursada y sus trabajadores y para sus acreedores; indirectamente, para el conjunto del sistema económico y financiero que no vería –como hasta ahora- drásticamente reducido el número de operadores en el mercado.

 

No descubrimos la pólvora si afirmamos que la construcción es el sector de la actividad en el que los efectos de la crisis han sido más devastadores. El estallido de la burbuja inmobiliaria arrastró a multitud de empresas (de todas las dimensiones) muchas de las cuales entraron en concurso de acreedores como antesala de la anunciada crónica de su desaparición del tráfico mercantil.

 

El común de los ciudadanos, familiarizado con ese clima de la picaresca que tanto negamos pero que pervive en nuestra cultura y en nuestras estructuras sociales y económicas, tiene una idea desgraciadamente real de lo que puede esperar una vez que uno de sus deudores entra en concurso: nada. O, para ser más exactos, una romería de papeleo, comunicaciones con el Administrador Concursal, actos procesales y gastos en Letrados y Procuradores, que concluye con la constatación de que obtener algo provechoso de un concurso de acreedores es tan improbable como resultar agraciado con La Primitiva.

 

Pero las pesadillas del sufrido acreedor pueden no acabar con la declaración de concurso de su deudor. Es algo que resulta difícil de explicar a quien se considera ya sangrado sin piedad por el hecho (en no pocas ocasiones previsible e incluso, a veces, buscado intencionadamente) de que contratara con alguien que no va a cumplir las obligaciones asumidas.

 

En el campo del urbanismo, a cuyo apartamiento del fin constitucionalmente perseguido me he referido ya en otros artículos, la época de bonanza que –como las bécquerianas golondrinas que aprendieron nuestros nombres, no volverá- lanzó a muchas empresas sin preparación, medios ni capital suficiente a la compleja aventura del desarrollo de unidades de ejecución. La falta de control administrativo de estas empresas por los Ayuntamientos que, no olvidemos, tienen atribuida esa competencia no fue sino el acelerante de un incendio que muchos economistas habían pronosticado. Probablemente en el origen de todo nos encontremos la tremenda facilidad con la que en España se puede constituir una sociedad limitada que asumirá rápidamente la comprometida tarea de hacer realidad los sueños de muchos propietarios de parcelas integradas en las unidades de ejecución. Facilidad de constitución mucho menor, por cierto, que la facilidad para vaciar la empresa de todo aquello de lo que pueda responder frente a terceros.

 

La situación, en la mayor parte de los casos, puede describirse simplemente como frustrante. Los propietarios entregaron sus parcelas rústicas con el compromiso por parte de la empresa encargada de la gestión y urbanización de la unidad de ejecución de entregarles otras, una vez deducidas las cargas y contribuciones correspondientes, con la condición jurídica de solar, esto es, con la posibilidad de ser edificadas.

 

La crisis anunciada por muchos y obviada por otros tantos empezó a cobrarse víctimas en el segundo semestre de 2007 cuando muchas de estas empresas descapitalizadas empezaron a demorar significativamente la fecha de entrega de las parcelas a las que se habían comprometido. Quienes anduvieron especialmente diligentes en la vigilancia de estas conductas pudieron todavía obtener algún beneficio en forma de ingreso de la sanción penal pactada para el supuesto del retraso en la entrega. Pero ni siquiera ellos pudieron evitar lo que parecía el trágico desenlace de la historia: la imposibilidad de la promotora de entregar las parcelas edificables. Detrás de cada caso había un desastre distinto: el de quienes habían invertido allí el dinero de su futura vivienda y el de los que habían hecho una previsión (real sobre la base de los precios de los años inmediatamente anteriores pero absolutamente ficticia si atendemos a lo que de verdad valía el suelo) de beneficio en la reventa que reventó a modo de cántaro de lechera.

 

Pero la Ley de Murphy también extiende sus tentáculos en el mundo del Derecho. Lo que parecía un cataclismo que dejaba arruinadas a muchas familias no era en todos los casos el final de la historia de terror. Aquellos que, por diversas circunstancias, no pactaron con la empresa concursada el pago de sus servicios y obras mediante la entrega de parcelas sino en dinero contra la realización de determinados hitos contractuales, siguen todavía hoy escribiendo páginas de esa triste historia.

 

Y lo hacen porque los Administradores Concursales de esta clase de empresas intentan, en legítimo ejercicio de su obligación de hacer líquido tanto activo de la concursada como les sea posible, cobrar a quienes adquirieron recíprocas obligaciones económicas con la promotora en el desarrollo de la unidad de ejecución el completo importe de sus créditos.  Tan comprensible actuación por parte de quien se considera acreedor es vista como un abuso irritante e inaceptable por parte de quien se ve requerido de pago. En efecto, se percibe por estos ciudadanos como un intento de que paguen por nada, de darlo todo a cambio de nada, como si de una demostración de altruismo máximo se tratara.

 

Afortunadamente, el ordenamiento jurídico ofrece respuestas que permiten oponerse a la pretensión de cobro del Administrador Concursal de la promotora. En primer lugar, lo que se ha de verificar necesariamente es la cronología de las obligaciones de pago que suele estar referida a la realización de determinadas obras o prestación de servicios por parte de las promotoras. Por sorprendente que parezca en la redacción de los contratos que vinculan a quien acomete el desarrollo urbanístico y los particulares encontramos con cierta frecuencia lagunas relativas al hito que hace que una deuda devenga vencida, líquida y exigible.

 

En segundo lugar, no podemos presuponer el máximo rigor jurídico en la formulación de las pretensiones por parte del Administrador Concursal. No siempre concurre. Es más, son muchos los casos en los que se pretende que el Juzgador declare como hecho probado algo que realmente no lo es, como por ejemplo la emisión de una certificación de obra por la dirección facultativa con la aprobación de la Junta de Compensación. La carencia probatoria no es, insistimos, una rara avis. Como tampoco lo es que la empresa reclame la cantidad que cree debida olvidándose sintomáticamente de descontar el importe de la penalización por retraso.

 

Y en último lugar, pero no por ello menos importante, nos encontramos con el desarrollo jurisprudencial de los artículos 1.100 y 1.124 del Código Civil. No parece discutible que en el supuesto que analizamos entren en juego obligaciones recíprocas. Tampoco parece eficazmente rebatible que la obligación principalísima de quien desarrolla la unidad de ejecución es entregar parcelas edificables para lo cual ha de cumplir una serie de obligaciones anteriores (intermedias e instrumentales). La realidad es que, con independencia de cuál fuera el calendario de pagos contractualmente establecido, quien incumplía y todavía hoy incumple (e incumplirá previsiblemente en el futuro dada su situación concursal) su obligación esencial de entregar una cosa, no se atrevía a reclamar pago alguno a quien le entregó su parcela y todavía no ha recibido nada a cambio, excepto alguna impertinente (en el sentido literal del término) factura. La entrada en escena de un tercero inicialmente ajeno a la relación contractual como es el Administrador Concursal elimina todo escrúpulo. Será él quien, intentando ajustarse a la literalidad de lo pactado, pretenda el cumplimiento exacto de una obligación de pago cuya contrapartida es la nada actual y la absoluta incertidumbre potencial.

 

La respuesta que entendemos jurídicamente ajustada a la petición de quien ha incumplido su obligación principal de entrega de una parcela edificable la encontramos en la excepción (de desarrollo doctrinal y aceptación jurisprudencial) de contrato incumplido. Resulta difícil mejorar la dicción de la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 24 de octubre de 2014 (JUR 2015\20146):

 

… en el marco del carácter sinalagmático de la relación obligatoria y del principio de reciprocidad de las obligaciones, se ha consolidado, de manera general, como un derecho o facultad dispuesto par poder rechazar el cumplimiento de una obligación que no se ajuste a una exacta ejecución de la prestación debida con la consiguiente insatisfacción, proyectándose sus efectos a paralizar o enervar la pretensión dirigida a obtener el cumplimiento de la prestación. Se trata, pues, de un medio de defensa que supone una negativa provisional al pago que suspende, o paraliza a su vez, la ejecución de la prestación a su cargo mientras la otra parte no cumpla con exactitud”.

 

 

El ciudadano afectado acudiría para describir la diabólica situación que tiene que padecer y afrontar a un conocido refrán cuya reproducción aquí preferimos evitar. Como abogados debemos intentar que ese refrán no sea el reflejo de la realidad y que la sensibilidad de los Tribunales haga plenamente aplicable la exceptio non adimpleti contractus. Es de Justicia. Con mayúscula.

Haciendo un ejercicio de autocrítica, quizás los abogados debamos reconocer que nuestros planteamientos procesales son, en ocasiones, excesivos e incluso innecesarios. Cierto es que determinados clientes parecen valorar nuestro trabajo al peso y no por la calidad de los argumentos empleados, pero lidiar con esas presiones no debería hacernos olvidar que, especialmente en sede judicial, la precisión, concisión y acierto de nuestros planteamientos puede decantar la balanza a nuestro favor.

 

La anterior reflexión viene a cuento de determinados enfoques especialmente complejos que con frecuencia se encuentran en las demandas de quienes pretenden que se declare la nulidad del contrato de adquisición de participaciones preferentes u obligaciones subordinadas. En el estado actual de las cosas, con la relevancia y notoriedad que estos productos financieros y sus problemas han adquirido y, sobre todo, con el posicionamiento conocido de muchos Juzgados y Tribunales, la eficacia y brevedad de los escritos procesales se hacen especialmente recomendables.

 

Salvo rarísimas excepciones, no necesitaremos explicarle a un Juez qué es un instrumento híbrido financiero ni qué características y riesgos tiene una obligación subordinada ni tan siquiera el orden de prelación en el cobro de los afectados en caso de que una entidad financiera vea comprometida su solvencia. Tampoco necesitaremos realizar una exposición magistral sobre la normativa MiFID bastando una somera cita de la evolución legislativa y de los preceptos de la Ley del Mercado de Valores que resultan aplicables al caso.

 

La cuestión debatida, la que realmente han de resolver los Jueces y Magistrados que se enfrentan a las miles de demandas en tramitación contra entidades financieras por la comercialización de esos productos financieros complejos, es, en mi opinión, mucho más simple de lo que se le quiere hacer ver a los afectados.

 

No estamos ante pleitos complejísimos en los que hayan de probarse cuestiones que escapan al entendimiento del común de los ciudadanos. No solemos estar ante hechos controvertidos relativos a aspectos tremendamente técnicos que requieran la emisión de informes periciales por parte de economistas o expertos en el sistema bancario.

 

Nos encontramos en la mayor parte de los casos ante procedimientos en los que, lisa y llanamente, debemos intentar convencer al Juez de que la contratación objeto de litigio es nula de pleno derecho por no concurrir consentimiento en nuestro cliente. Bien porque su voluntad de contratar haya sido gravemente viciada mediante engaño bien por no haberse podido prestar eficazmente tal consentimiento (por quien, por ejemplo, no sabe leer, escribir o firmar).

 

La prueba, auténtico quebradero de cabeza para quienes nos dedicamos a este apasionante, intenso y complicado mundo de la toga, se ha de centrar, por lo tanto, en demostrar la inexistencia del consentimiento de nuestros clientes para contratar un producto financiero cuyo contenido, en la mayor parte de los casos, no sólo desconocen sino que ni siquiera tienen capacidad para comprender.

 

A nadie se le escapa que en esta clase de contiendas resulta de particular interés y sumamente esclarecedor oír a quienes presuntamente resultaron engañados por su banco de toda la vida. Pues bien, esa declaración y la luz que arrojaría sobre el fondo de la cuestión –si hubo o no engaño- es sistemáticamente evitada por los bancos demandados que, salvo rarísimas excepciones, no proponen el interrogatorio del demandante. Tal táctica, perfectamente legal, podrá hacer nacer en el Juez todo tipo de sospechas pero de todos es sabido que la sospecha no hace ganar un juicio. Aunque en la libre valoración de la prueba existente en nuestro sistema procesal civil pueda tener cabida una cierta predisposición del Juez a fallar a favor de quien no pudo ser escuchado por la falta de proposición de su interrogatorio por el banco demandado.

 

¿Cómo paliar esa carencia probatoria? Los puristas nos dirán que para escuchar la voz del demandante ya tiene el Juez a su abogado a través del escrito de demanda y la elocuencia que se le supone en las conclusiones del juicio. El argumento es intachable desde el punto de vista procesal pero es difícil decantar la convicción de un Juez a través de un frío papel o con la no siempre apreciada –y a veces innecesaria- grandilocuencia de una intervención oral.

 

No son pocas las Audiencias Provinciales que en materia de preferentes y subordinadas han consolidado una jurisprudencia menor consistente en no considerar prueba suficiente del engaño en la contratación la mera aportación de los documentos bancarios en los que consta el empleo de un lenguaje técnico difícilmente comprensible para el ciudadano medio. Con esas solas armas probatorias la victoria final resulta altamente improbable.

 

Es tarea del abogado intentar que en la medida de lo posible el Juez tenga un conocimiento lo más directo posible de las circunstancias en las que se produjo el alegado engaño contractual. En principio, conforme a lo dispuesto en el artículo 353.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (en adelante, LEC) nada obstaría para que el reconocimiento judicial tuviera por objeto el examen por parte del Tribunal del demandante. Habría de precisarse el objeto de tal reconocimiento reconociendo como extremo principal la incapacidad del demandante para comprender el contenido y consecuencias del producto financiero objeto de litigio. Sin embargo, el día a día en el foro nos enseña que la prueba del reconocimiento judicial en materia civil se practica en contadísimas ocasiones. Las razones de tal escasez cabe situarlas en el tradicional atasco de los Juzgados y Tribunales que se acrecentaría con este tipo pruebas y, sobre todo, en la tradicional reticencia de los Jueces y Magistrados a examinar a alguien sobre cuestiones que no son estrictamente jurídicas aunque sus consecuencias sí lo sean.

 

La misma suerte suele correr –por las mismas razones ya expuestas- el intento de que al amparo de lo dispuesto en el artículo 435.2 LEC el Tribunal acuerde como diligencia final el interrogatorio del demandante.

 

Conocidas y aceptadas las dos anteriores limitaciones probatorias, el esfuerzo debe centrarse en dos medios. Antes de exponerlos, apuntemos aquí que el interrogatorio del banco demandado suele ser generalmente aceptado por los Tribunales y que, con frecuencia, el día del juicio no comparece ningún representante legal de aquél. Sobre todo cuando se trata de pleitos en Juzgados de localidades muy distantes del domicilio social del demandado. Evidentemente, en ese escenario habrá que hacer uso de lo dispuesto en el artículo 304 LEC y pedir que se consideren reconocidos los hechos (que habrá que identificar con precisión) cuya fijación como ciertos pueda resultar perjudicial al banco. Sin embargo, tampoco esta prueba parece tener un peso específico suficiente para formar en el Juez la íntima convicción de que nuestro cliente ha sido engañado.

 

El primero de los medios probatorios que suele resultar efectivo –con sus limitaciones y riesgos- es el interrogatorio, como testigos, del personal de la sucursal bancaria que intervino directamente en la contratación litigiosa. Tienen obligación de decir verdad aunque la veracidad de su testimonio suele depender de si siguen o no vinculados a la entidad bancaria. Los hechos sobre los que debe versar el interrogatorio son básicamente los relativos a si informaron expresamente al cliente de los riesgos de la inversión, especialmente de que no quedaba garantizado el retorno del capital empleado y a si se les entregó algún tipo de documentación (por ejemplo, trípticos informativos) antes de la contratación. Cada Juez es un mundo pero en esta prueba suelen adoptar una postura activa complementando la información con preguntas a los testigos tendentes a comprobar si ellos, como empleados, conocían los riesgos del producto que comercializaban.

 

El segundo medio probatorio del que generalmente se obtiene un interesante rédito procesal es la aportación con la demanda de un informe pericial psicológico con el que intentemos acreditar que el lenguaje empleado por el Banco demandado en los documentos presentados al cliente resulta incomprensible para su nivel cultural y conocimientos. La posterior ratificación de ese informe en el acto del juicio permitirá al Juez resolver las posibles dudas que albergara acerca de la capacidad intelectual del demandante y, por lo tanto, de la verosimilitud o no del engaño invocado.

 

Quienes nos ponemos la toga con suma frecuencia sabemos que no hay píldoras mágicas que garanticen el éxito en un juicio. Lo que sí es posible y deseable es realizar una criba de los asuntos que sometemos al enjuiciamiento de un Tribunal. Difícilmente quien firmó un test de conveniencia reconociendo el riesgo de la inversión contratada podrá darle la vuelta a la tortilla en sede judicial. Pero resulta esencial darle a cada asunto un enfoque particular e independiente, huyendo de formularios, modelos y escritos anteriores (por mucho éxito que nos proporcionaran). En el ámbito forense, como en la Medicina, no debiera haber enfermedades (pleitos) sino enfermos (clientes) que requieren un estudio y dedicación muy distante de los tratamientos en masa.

Daha mihi factum, dabo tibi ius”. Así puede definirse de manera muy precisa la función jurisdiccional. Como en todos los ámbitos del Derecho, la teoría es relativamente sencilla de conocer pero la práctica presenta en no pocas ocasiones dificultades inesperadas. Al juzgador hay que darle los hechos para que él nos pueda dar el derecho. El problema puede surgir cuando los hechos que una parte considera indiscutibles requieren un mecanismo probatorio directamente vinculado a la regulación legal de la carga de la prueba. No entraré en esta exposición en cómo el legislador ha configurado sustantivamente la prueba en el procedimiento contencioso-administrativo pero sí en los problemas prácticos que lleva aparejada su proposición en ese orden jurisdiccional.

 

Hemos de partir de la base de que, en la práctica, el procedimiento contencioso-administrativo no es una confrontación entre iguales por más que haya de respetarse el principio procesal de “igualdad de armas”. Generalmente, en los pleitos contencioso-administrativos nos encontramos en la parte demandante a una persona privada (ya sea física o jurídica) que impugna un determinado acto emanado de una Administración pública.      Sería ingenuo obviar la circunstancia de que en ese escenario el esfuerzo probatorio más intenso lo ha de hacer quien sostiene la ilegalidad del acto que ataca y que en ese intento se enfrenta a quien goza de una serie de prerrogativas (teóricas y prácticas) que no están al alcance de los particulares. Basten dos ejemplos, uno en el plano sustantivo y otro en el formal, para refrendar el anterior aserto. De todos es conocida la presunción de veracidad de que gozan las declaraciones de los agentes de la autoridad. Tampoco puede razonablemente discutirse que los medios personales y materiales de que dispone una Administración pública para elaborar un expediente administrativo suelen ser mucho mayores que aquellos con los que cuenta el particular o empresa que decide atacar una determinada resolución o acto de Derecho público.

 

La situación de partida, en lo que a la posición de las partes en el procedimiento contencioso-administrativo se refiere, no parece que sea la de un equilibrio de facto. Es en ese desequilibrio práctico en el que adquiere especial relevancia la forma en la que se regula la proposición de prueba. Conocemos que el legislador viene introduciendo una serie de reformas en las leyes procesales a fin de lograr la agilización de los procedimientos. Esas reformas son, a mi juicio, necesarias y convenientes pero se encuentran con dos problemas. Uno, aplicable a todas las jurisdicciones, consistente en que si la agilización formal de un procedimiento no va acompañada de la necesaria dotación de medios materiales y personales, no logrará su objetivo pues habremos introducido un motor muy potente en un vehículo incapaz de ser conducido a altas velocidades. Otro, que afecta singularmente al procedimiento contencioso-administrativo, pues determinadas reformas tendentes a su agilización pueden tener la fatal consecuencia de ahondar más en el desequilibrio fáctico entre las partes al que vengo haciendo referencia.

 

Si acudimos a la regulación legal de la proposición de prueba en el procedimiento contencioso-administrativo nos encontramos con los artículos 60 y 78.12 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA). Se ha de destacar que el artículo 60 LJCA, en sus apartados 1 y 2 que son los que aquí nos interesan, fue modificado por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal. Con carácter general, en el procedimiento ordinario, la Ley exige ahora que sea en el propio escrito de demanda, mediante otrosí, donde el recurrente no sólo precise los puntos de hecho sobre los que haya de versar la prueba sino que también proponga los medios de prueba de que intenta valerse.

 

Pues bien, a este respecto hemos de realizar las siguientes consideraciones:

 

Primera.- La LJCA, ya en su redacción original, obligaba a las partes a fijar con precisión los hechos sobre los que ha de versar la prueba. Pero esa exigencia no tiene el mismo alcance para el demandante que para la Administración demandada. Y ello porque resulta fácil entender que cuando el recurrente formaliza su escrito de demanda e intenta probar los hechos en los que basa sus pretensiones no conoce cuál será la postura de la contraparte en relación con aquéllos. La Ley le obliga a una incomprensible tarea de adivinación jurídica o, por lo menos, de anticipación procesal pues deberá intuir o vislumbrar qué hechos de los que él da por ciertos de manera, a su entender, fundamentada serán negados de contrario.

 

La tarea se antojaba ya muy compleja por dos razones: una, por la tremenda meticulosidad de ciertos órganos jurisdiccionales que sistemáticamente inadmitían medios de prueba no vinculados estrictamente a los puntos de hecho señalados como controvertidos por el demandante y, otra, por la generalizada práctica de los abogados de las Administraciones demandadas de negar con carácter general todos los hechos contenidos en el escrito de demanda que no encuentren respaldo en el expediente administrativo.

 

Tal complejidad no azota a la parte demandada toda vez que al contestar a la demanda puede y debe precisar (aunque, como hemos visto, no lo haga y caiga en un formulismo genérico y de nulo valor práctico) qué hechos concretos de los invocados por el demandante no acepta. Tal negación llevará automáticamente a la fijación de los hechos alegados de contrario como controvertidos pese a que, insistimos, en muy pocas ocasiones nos encontramos con una Administración demandada que cumpla con precisión esa obligación legal y mucho menos que tenga verdadero interés en proponer algún medio de prueba distinto al de la documental a fin de que se dé por reproducido el expediente administrativo.

 

Segunda.- El legislador, en su afán por agilizar los procedimientos (olvidando que, por extraño que parezca al lector lego en estas cuestiones, el mayor retraso en la tramitación de aquéllos no se produce en el ordinario contencioso-administrativo sino en el abreviado), introdujo con la reforma de octubre de 2011 un nuevo requisito procesal consistente en fundir en el escrito de demanda el de proposición de prueba. Desde el punto de vista estrictamente cronológico la decisión puede parecer acertada. Si donde antes había un nuevo emplazamiento a las partes por plazo común de quince días para proponer prueba ahora concurre la exigencia de incorporar esa proposición al escrito de demanda, parece que habremos ahorrado tiempo de tramitación del procedimiento (lo habremos agilizado como tanto gusta decir al legislador). Pero esa agilización, ¿se ha producido a coste cero para los derechos de los administrados? ¿Podemos estar seguros de que el derecho fundamental a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa de los derechos e intereses legítimos del ciudadano o empresa que impugna un acto administrativo ante los Tribunales no se ha visto lesionado?

 

La respuesta que se haya de dar a las dos preguntas planteadas depende en gran medida de la sensibilidad procesal del juzgador. Sensibilidad sobre la que no podemos generalizar pero cuya ausencia condena, sin duda, al recurrente a no poder proponer medios de prueba absolutamente pertinentes para la defensa de sus pretensiones. Sin esa especial sensibilidad procesal podemos decir que la reforma de octubre de 2011 no sólo no soluciona un problema existente sino que ahonda en él. En efecto, si no parece muy factible que el recurrente adivine qué hechos de los alegados por él en su escrito de demanda va a negar la contraparte, todavía más complicado resulta que pueda proponer prueba en un momento procesal en el que los hechos controvertidos no han quedado en modo alguno fijados. Se nos podrá decir, no sin una cierta razón teórica, que todos los hechos que se describen en el relato de antecedentes de una demanda deben estar debidamente refrendados documentalmente. Pero la realidad práctica es muy distinta puesto que, por poner un ejemplo muy claro, en un procedimiento contencioso-administrativo son en ocasiones muy relevantes las pruebas testificales (función pública, sanciones, urbanismo, etc.) cuya aportación junto con el escrito de demanda es en la mayor parte de las ocasiones imposible. No olvidemos que el ciudadano medio español, por lo general, sólo acude a testificar a un Juzgado cuando ha sido previamente citado por éste y que no suele prestarse a firmar actas de manifestaciones previas sobre cuyo uso final alberga serias dudas.

 

En ocasiones es difícil entender las razones por las que el legislador quiere apartar el procedimiento contencioso-administrativo de las más elementales y aceptadas reglas procesales. Concretamente en materia de proposición probatoria habría bastado con reproducir la regulación contenida en la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil que, ya sea en el procedimiento ordinario ya en el juicio verbal, establece como momento idóneo para proponer prueba aquél en el que tanto demandante como demandado han fijado los hechos que consideran controvertidos. Como es sabido, en el procedimiento ordinario ese momento es la audiencia previa al juicio, mientras que en el juicio verbal la proposición de medios de prueba se realiza una vez que el demandante ha contestado a la demanda en el acto del juicio. Pues bien, parece que hay una tendencia, perversa a mi juicio, a mantener el procedimiento contencioso-administrativo como terreno en el que incluso formalmente la Administración pública goza de prerrogativas absolutamente ajenas al particular que tiene que enfrentarse a ella.

 

Pero retomando el concepto de “sensibilidad procesal” del juzgador nos encontramos con un mecanismo esperanzador para el administrado recurrente en el artículo 60.2 LJCA. Tal precepto contempla la posibilidad de que de la contestación a la demanda resulten nuevos hechos de trascendencia para la resolución del pleito y prevé entonces que el recurrente pueda solicitar el recibimiento del pleito a prueba proponiendo en el plazo de los cinco días siguientes al traslado de la demanda los medios de prueba de que pretenda valerse. Ahora bien, si el juzgador hace una interpretación rigorista de este precepto y sólo admite prueba sobre lo que estrictamente considera “hecho nuevo” entonces el problema de indefensión probatoria del recurrente seguirá siendo el mismo que ya concurría con demasiada frecuencia antes de la reforma de octubre de 2011. La interpretación que postulamos como correcta del meritado precepto y, desde luego, como garantista en términos de protección del derecho fundamental a la utilización de los medios de prueba pertinentes para la defensa y fundamentación de las pretensiones de los ciudadanos recurrentes en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, es la de que debe admitirse la proposición de prueba una vez contestada la demanda por parte de la Administración sobre todos aquellos hechos considerados ciertos por el recurrente y que hayan sido negados o innovados de contrario. Lo contrario sería reconocer de facto un privilegio a la Administración demandada difícilmente cohonestable con el principio procesal de “igualdad de armas”.

 

Lo dicho hasta aquí es enteramente predicable de la proposición de prueba en el procedimiento abreviado contencioso-administrativo toda vez que el artículo 78.12 LJCA efectúa una remisión al modo en que la práctica de la prueba está prevista para el juicio ordinario. Sobre la dificultad que plantea adecuar el desarrollo de un procedimiento abreviado a la “plantilla procesal” del procedimiento ordinario habré de volver en otro artículo.

 

En definitiva, podemos concluir que sólo una interpretación flexible y razonable por parte de los Tribunales de la norma que regula la proposición de prueba en el procedimiento contencioso-administrativo evitará situaciones en las que el riesgo de lesionar gravemente el derecho fundamental a la utilización de los medios de prueba por parte del ciudadano recurrente es muy alto. La agilización procesal no debería suponer menoscabo de los derechos de los litigantes en un procedimiento, máxime cuando una de las partes ha de enfrentarse a una Administración pública cuyo potencial procesal de todo orden es difícilmente discutible.

 

 

Pedro Calleja Pueyo