Haciendo un ejercicio de autocrítica, quizás los abogados debamos reconocer que nuestros planteamientos procesales son, en ocasiones, excesivos e incluso innecesarios. Cierto es que determinados clientes parecen valorar nuestro trabajo al peso y no por la calidad de los argumentos empleados, pero lidiar con esas presiones no debería hacernos olvidar que, especialmente en sede judicial, la precisión, concisión y acierto de nuestros planteamientos puede decantar la balanza a nuestro favor.
La anterior reflexión viene a cuento de determinados enfoques especialmente complejos que con frecuencia se encuentran en las demandas de quienes pretenden que se declare la nulidad del contrato de adquisición de participaciones preferentes u obligaciones subordinadas. En el estado actual de las cosas, con la relevancia y notoriedad que estos productos financieros y sus problemas han adquirido y, sobre todo, con el posicionamiento conocido de muchos Juzgados y Tribunales, la eficacia y brevedad de los escritos procesales se hacen especialmente recomendables.
Salvo rarísimas excepciones, no necesitaremos explicarle a un Juez qué es un instrumento híbrido financiero ni qué características y riesgos tiene una obligación subordinada ni tan siquiera el orden de prelación en el cobro de los afectados en caso de que una entidad financiera vea comprometida su solvencia. Tampoco necesitaremos realizar una exposición magistral sobre la normativa MiFID bastando una somera cita de la evolución legislativa y de los preceptos de la Ley del Mercado de Valores que resultan aplicables al caso.
La cuestión debatida, la que realmente han de resolver los Jueces y Magistrados que se enfrentan a las miles de demandas en tramitación contra entidades financieras por la comercialización de esos productos financieros complejos, es, en mi opinión, mucho más simple de lo que se le quiere hacer ver a los afectados.
No estamos ante pleitos complejísimos en los que hayan de probarse cuestiones que escapan al entendimiento del común de los ciudadanos. No solemos estar ante hechos controvertidos relativos a aspectos tremendamente técnicos que requieran la emisión de informes periciales por parte de economistas o expertos en el sistema bancario.
Nos encontramos en la mayor parte de los casos ante procedimientos en los que, lisa y llanamente, debemos intentar convencer al Juez de que la contratación objeto de litigio es nula de pleno derecho por no concurrir consentimiento en nuestro cliente. Bien porque su voluntad de contratar haya sido gravemente viciada mediante engaño bien por no haberse podido prestar eficazmente tal consentimiento (por quien, por ejemplo, no sabe leer, escribir o firmar).
La prueba, auténtico quebradero de cabeza para quienes nos dedicamos a este apasionante, intenso y complicado mundo de la toga, se ha de centrar, por lo tanto, en demostrar la inexistencia del consentimiento de nuestros clientes para contratar un producto financiero cuyo contenido, en la mayor parte de los casos, no sólo desconocen sino que ni siquiera tienen capacidad para comprender.
A nadie se le escapa que en esta clase de contiendas resulta de particular interés y sumamente esclarecedor oír a quienes presuntamente resultaron engañados por su banco de toda la vida. Pues bien, esa declaración y la luz que arrojaría sobre el fondo de la cuestión –si hubo o no engaño- es sistemáticamente evitada por los bancos demandados que, salvo rarísimas excepciones, no proponen el interrogatorio del demandante. Tal táctica, perfectamente legal, podrá hacer nacer en el Juez todo tipo de sospechas pero de todos es sabido que la sospecha no hace ganar un juicio. Aunque en la libre valoración de la prueba existente en nuestro sistema procesal civil pueda tener cabida una cierta predisposición del Juez a fallar a favor de quien no pudo ser escuchado por la falta de proposición de su interrogatorio por el banco demandado.
¿Cómo paliar esa carencia probatoria? Los puristas nos dirán que para escuchar la voz del demandante ya tiene el Juez a su abogado a través del escrito de demanda y la elocuencia que se le supone en las conclusiones del juicio. El argumento es intachable desde el punto de vista procesal pero es difícil decantar la convicción de un Juez a través de un frío papel o con la no siempre apreciada –y a veces innecesaria- grandilocuencia de una intervención oral.
No son pocas las Audiencias Provinciales que en materia de preferentes y subordinadas han consolidado una jurisprudencia menor consistente en no considerar prueba suficiente del engaño en la contratación la mera aportación de los documentos bancarios en los que consta el empleo de un lenguaje técnico difícilmente comprensible para el ciudadano medio. Con esas solas armas probatorias la victoria final resulta altamente improbable.
Es tarea del abogado intentar que en la medida de lo posible el Juez tenga un conocimiento lo más directo posible de las circunstancias en las que se produjo el alegado engaño contractual. En principio, conforme a lo dispuesto en el artículo 353.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (en adelante, LEC) nada obstaría para que el reconocimiento judicial tuviera por objeto el examen por parte del Tribunal del demandante. Habría de precisarse el objeto de tal reconocimiento reconociendo como extremo principal la incapacidad del demandante para comprender el contenido y consecuencias del producto financiero objeto de litigio. Sin embargo, el día a día en el foro nos enseña que la prueba del reconocimiento judicial en materia civil se practica en contadísimas ocasiones. Las razones de tal escasez cabe situarlas en el tradicional atasco de los Juzgados y Tribunales que se acrecentaría con este tipo pruebas y, sobre todo, en la tradicional reticencia de los Jueces y Magistrados a examinar a alguien sobre cuestiones que no son estrictamente jurídicas aunque sus consecuencias sí lo sean.
La misma suerte suele correr –por las mismas razones ya expuestas- el intento de que al amparo de lo dispuesto en el artículo 435.2 LEC el Tribunal acuerde como diligencia final el interrogatorio del demandante.
Conocidas y aceptadas las dos anteriores limitaciones probatorias, el esfuerzo debe centrarse en dos medios. Antes de exponerlos, apuntemos aquí que el interrogatorio del banco demandado suele ser generalmente aceptado por los Tribunales y que, con frecuencia, el día del juicio no comparece ningún representante legal de aquél. Sobre todo cuando se trata de pleitos en Juzgados de localidades muy distantes del domicilio social del demandado. Evidentemente, en ese escenario habrá que hacer uso de lo dispuesto en el artículo 304 LEC y pedir que se consideren reconocidos los hechos (que habrá que identificar con precisión) cuya fijación como ciertos pueda resultar perjudicial al banco. Sin embargo, tampoco esta prueba parece tener un peso específico suficiente para formar en el Juez la íntima convicción de que nuestro cliente ha sido engañado.
El primero de los medios probatorios que suele resultar efectivo –con sus limitaciones y riesgos- es el interrogatorio, como testigos, del personal de la sucursal bancaria que intervino directamente en la contratación litigiosa. Tienen obligación de decir verdad aunque la veracidad de su testimonio suele depender de si siguen o no vinculados a la entidad bancaria. Los hechos sobre los que debe versar el interrogatorio son básicamente los relativos a si informaron expresamente al cliente de los riesgos de la inversión, especialmente de que no quedaba garantizado el retorno del capital empleado y a si se les entregó algún tipo de documentación (por ejemplo, trípticos informativos) antes de la contratación. Cada Juez es un mundo pero en esta prueba suelen adoptar una postura activa complementando la información con preguntas a los testigos tendentes a comprobar si ellos, como empleados, conocían los riesgos del producto que comercializaban.
El segundo medio probatorio del que generalmente se obtiene un interesante rédito procesal es la aportación con la demanda de un informe pericial psicológico con el que intentemos acreditar que el lenguaje empleado por el Banco demandado en los documentos presentados al cliente resulta incomprensible para su nivel cultural y conocimientos. La posterior ratificación de ese informe en el acto del juicio permitirá al Juez resolver las posibles dudas que albergara acerca de la capacidad intelectual del demandante y, por lo tanto, de la verosimilitud o no del engaño invocado.
Quienes nos ponemos la toga con suma frecuencia sabemos que no hay píldoras mágicas que garanticen el éxito en un juicio. Lo que sí es posible y deseable es realizar una criba de los asuntos que sometemos al enjuiciamiento de un Tribunal. Difícilmente quien firmó un test de conveniencia reconociendo el riesgo de la inversión contratada podrá darle la vuelta a la tortilla en sede judicial. Pero resulta esencial darle a cada asunto un enfoque particular e independiente, huyendo de formularios, modelos y escritos anteriores (por mucho éxito que nos proporcionaran). En el ámbito forense, como en la Medicina, no debiera haber enfermedades (pleitos) sino enfermos (clientes) que requieren un estudio y dedicación muy distante de los tratamientos en masa.