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Un buen amigo, compañero de fatigas en nuestros ya lejanos años universitarios y también ahora en la maravillosa tarea docente, miembro de uno de los cuerpos jurídicos más prestigiosos de nuestro país, me contaba el otro día una práctica habitual entre esos competentes juristas. Ante cualquier argumentación jurídica que escuchan o exponen suelen preguntarse algo tan simple como “¿eso dónde lo pone?”.

 

El Derecho debe partir de la lógica, del sentido común, para no olvidar que se trata de algo que pretende regular relaciones humanas. La realidad nos sitúa a veces en posiciones muy alejadas de lo razonable. No solo en el complejo mundo de las relaciones personales de igual a igual (pensemos, por ejemplo, en los muy desagradables procesos de divorcio en los que los hijos son utilizados como arma arrojadiza cuando no como rehenes o propiedades de los padres litigantes) sino también, y esto es ahora lo que nos ocupa y preocupa, en el marco de las relaciones entre la Administración pública y los administrados (casi siempre esforzados ciudadanos que no alcanzan a entender las razones de quien les atiende al otro lado de la ventanilla).

 

Probablemente ninguno de nuestros alumnos universitarios se haya planteado jamás dónde pone que tiene derecho a revisar los exámenes que realiza en cada una de las asignaturas que integran su carrera. Parece evidente que si uno hace una prueba (sea escrita, oral, física o médica) y también una entrevista en un proceso selectivo existe un derecho inmediatamente asociado, automático, a poder revisar el juicio o valoración técnica que sobre aquéllas realiza el órgano de selección. Igualmente parece indiscutible que si ese derecho existe debe tener un contenido concreto y ejercitable. En otras palabras, si un opositor tiene derecho a conocer las concretas razones por las que una de sus pruebas ha sido puntuada de una determinada manera por el Tribunal de selección, aquél solo podrá ser ejercitado válidamente si se le da a su titular acceso pleno e incondicionado al contenido de su examen o entrevista y se le exponen los motivos por los que se le ha otorgado la puntuación que consta en el listado de calificaciones (provisionales o definitivas).

 

Pues bien, en un ambiente kafkiano o incluso del más prototípico teatro del absurdo, no son pocas las ocasiones en las que un opositor se encuentra con que ante su petición de vista del examen realizado, la respuesta administrativa (casi siempre verbal, pues es sabido que la Administración venera el “verba volant, scripta manent”) es la de que dónde pone que tenga ese derecho. Resulta, entonces, que lo que nadie se cuestiona en un colegio, un instituto o una universidad es puesto seriamente en entredicho por esas Administraciones públicas que no parecen haber interiorizado nada bien (ahora que la Ley 30/1992 llega al final de su vida útil) que su conducta debe ajustarse a los principios de buena fe  y confianza legítima.

 

No estamos hablando de supuestos excepcionales. Son muy frecuentes las visitas a mi despacho de opositores desesperados con el correspondiente Tribunal de selección que se niega a exhibirles su examen y, por lo tanto, a explicarles las razones de la puntuación obtenida. ¿Hay salida factible? O volviendo a la famosa pregunta, ¿se le ha olvidado al legislador reconocer expresamente ese derecho a tomar conocimiento de cómo un órgano de selección ha corregido un examen o prueba de oposición?

 

Antes de que la Ley 30/1992 pase a ser una reliquia objeto de comentarios nostálgicos de quienes nos formamos con ella, estamos a tiempo de recordar que existe obligación legal de motivar los actos desfavorables para los administrados. Nada cambia, para desesperación de los amantes de una Administración omnipotente exenta de dar explicaciones a sus administrados, con la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Su artículo 35 (como el 54 de la Ley 30/1992) exige motivación para los actos que limiten derechos subjetivos o intereses legítimos. Además, esos dos preceptos concretan la exigencia para los actos que ponen fin a los procedimientos selectivos y de concurrencia competitiva. Es cierto que se remite a lo que dispongan las normas que regulen sus convocatorias pero es importante no pasar por alto que en todo caso deben quedar acreditados en el procedimiento los fundamentos de la resolución que se adopte.

 

Estamos, sin duda, ante un campo minado en el que nos encontramos con todo tipo de obstáculos por parte de la Administración convocante. Resulta sorprendente que en un Estado de Derecho como el consagrado en el primer artículo de nuestra Carta Magna se discuta si un aspirante opositor tiene derecho a ver el examen realizado y no solo eso sino también a conocer de manera particularizada y motivada las puntuaciones obtenidas. La práctica diaria nos dice que ninguna Administración gusta de ser fiscalizada y mucho menos cuando se trata de centrar el foco sobre decisiones que suponen el acceso de unos a la función pública (tierra prometida siempre pero especialmente en época de crisis) y, claro está, el decaimiento de otros (los más) en esa expectativa de ingreso. La reticencia a ser observados, auditados y a dar publicidad a sus modos de actuar afecta a todas las Administraciones. Ni la Administración General del Estado ni la de las Comunidades Autónomas ni, mucho menos, la de las Administraciones Locales facilitan habitualmente al opositor suspendido el inicio de esa lucha contra molinos de viento en que se ha convertido combatir el concepto discutido y discutible de la discrecionalidad técnica.

 

Los problemas son muchos. Tantos como las excusas de la Administración. La más usada es la de que las bases de la convocatoria no prevén expresamente la vista de los exámenes a los aspirantes. Una cosa es que las bases sean la “ley del concurso” y otra cosa es que con ese argumento se nos intente colar una flagrante vulneración del principio de jerarquía normativa. Las bases de una convocatoria no tienen rango de ley y, por lo tanto, no pueden contravenir lo que establece una norma que sí lo tiene ni realizarse una interpretación ilegal de ellas. Y no exhibir los exámenes de los aspirantes vulnera el artículo 54.2 de la Ley 30/1992 y vulnerará a partir del próximo octubre el artículo 35.2 de la Ley 39/2015. Por la sencilla razón de que sin dar vista de un examen no pueden acreditarse los fundamentos de la resolución adoptada (sobre todo si esta es, como suele ocurrir, desfavorable para los intereses de quien pretende ver la prueba que realizó).

 

También es muy usada la excusa obstativa de que la vista del examen se dará al final del proceso selectivo y no antes. Mala fe administrativa que solo busca el perjuicio del aspirante excluido del procedimiento. Si espera al final del proceso selectivo para ver su examen, con toda probabilidad habrá transcurrido el plazo de un mes que tenía para recurrir su exclusión (operada por un acto de trámite pero autónomamente recurrible para él pues le causa un perjuicio definitivo). Ni que decir tiene que en esos casos la Administración, tras mostrarle el examen, opondrá ante su recurso que consintió y dejó firme su exclusión del proceso selectivo.

 

Entre la lista de grandes éxitos de obstáculos administrativos nos encontramos con que ante determinadas pruebas orales (o entrevistas de valoración de méritos) el Tribunal de selección opone que no han quedado grabadas porque no lo exigían las bases de la convocatoria. Y, claro, si el opositor no ha impugnado las bases no podrá –siempre según la interesada tesis de parte de la Administración- pretextar después nada que tenga que ver con aquéllas. En esa misma línea de falta de respeto a criterios absolutamente lógicos y de rigor en la medición de méritos y capacidades nos encontramos con pruebas físicas para el ingreso en cuerpos policiales o en el propio Ejército en las que un candidato puede quedar excluido por décimas de segundo y en las que el cronometraje se realiza con medios que ya existían hace por lo menos 30 años, prescindiendo de los generalizados avances tecnológicos implantados incluso en esos cientos de carreras populares que se celebran en cualquier rincón de España cada fin de semana.

 

La solución pasa por encontrar Administraciones que operen lógicamente (haberlas, haylas) o, más habitualmente, por iniciar el siempre costoso (económica y psicológicamente) camino de impugnación hasta agotar la vía administrativa que se prolonga, con demasiada frecuencia, hasta el contencioso-administrativo.

 

Afortunadamente, la mayor parte de nuestros órganos jurisdiccionales, especialmente el Tribunal Supremo, están siendo claros sin titubeos en esta materia. Existe un derecho indubitado a tomar razón de las pruebas realizadas por los opositores pues sin tal conocimiento no es posible entender motivado un acto desfavorable y este deviene, por lo tanto, nulo de pleno derecho. Otra cuestión bien distinta, todavía no resuelta con la determinación suficiente, es qué ocurre con pruebas de cuya realización no queda constancia documental. Curioso es que una vista quede grabada en soporte audiovisual por exigencia de la Ley de Enjuiciamiento Civil y la Administración pretenda sostener que no hay exigencia equivalente para sus pruebas orales o sus entrevistas.

 

Tampoco puede prosperar, pues así lo ha manifestado el Supremo, en felices sentencias que el 31 de julio de 2014 iniciaron el camino para enjaular la discrecionalidad técnica, la invocación del derecho a la intimidad para evitar la exhibición de pruebas de otros aspirantes del mismo proceso selectivo a fin de poder comparar los métodos de corrección y técnicas de valoración del órgano de selección. En un proceso selectivo no hay intimidad que proteger si con ello se convierte la tarea calificadora en una suerte de antiguo acto político o de gobierno infiscalizable.

 

No perdamos la esperanza. Hay luz al final del túnel. El camino es costoso, irritante y basado en una lucha muchas veces desigual. Pero también en este campo de actividad nadie dijo que la victoria fuera sencilla. Per aspera ad astra.