JASP (Joven Aunque Sobradamente Preparado). Los que ya peinamos canas recordamos perfectamente un anuncio destinado a ensalzar las potencialidades de una generación de jóvenes (entre los que nos encontrábamos) con muchas ganas y poca o ninguna experiencia.

En esa misma época, tuve conocimiento cercano de un desagradable episodio laboral en el que el directivo (mayor de 50 años) de una conocida empresa de ingeniería despidió a un joven trabajador cuya reacción consistió en acosarle difundiendo su foto en los buzones de su comunidad con el acrónimo (VAIP: Viejo Aunque Insuficientemente Preparado).

Estábamos, muy probablemente, en el inicio de lo que ahora se ha llamado edadismo pero que, en mi opinión, ha estado siempre presente en sociedades como la española. El término se emplea para definir el rechazo en el mundo laboral a personas con una determinada edad (cifrarla es difícil aunque se adivina una tendencia a que cada vez sea más temprana dada la expansividad de la filosofía de que solo lo nuevo, joven y reluciente vale).

Quienes somos profesores universitarios vemos también otra realidad contraria: los jóvenes tienen cada vez más difícil su acceso al mundo del trabajo estable y, con ello, a procurarse un futuro independiente del de sus padres. Nos encontramos así con una curiosa contradicción viviente en la que quienes padecen el edadismo han de socorrer y sustentar a quienes se consideran “la generación mejor preparada” pero no logran convencer de ello a sus potenciales empleadores.

El problema requiere un análisis muy profundo que excede, huelga decirlo, los límites de esta reflexión. El mundo vive una situación de polarización en muchos ámbitos y el laboral no escapa a ese virus. Desde un extremo, quienes tenemos experiencia, recelamos de quienes -en un evidente cambio de valores de la educación- parten, por una suerte de naturaleza divina, de la creencia de ser inmejorables en lo académico y más aptos para el trabajo que quienes acumulan años y años de aprendizaje profesional. Mi recuerdo de los años escolares es nítido en lo que se refiere a que el alumno es el que tenía que demostrar su valía partiendo desde el cero hasta acreditar el sobresaliente. Ahora no son infrecuentes las conversaciones con alumnos que se sorprenden cuando les digo que pretenden cambiar el sistema y que sea el profesor el que les justifique la razón de no obtener un 10 en el examen. No se trata ni mucho menos de una diferencia de matiz sino, en mi opinión, esencial por cuanto supone pasar de un sistema de esfuerzo hacia la cima a otro de descenso desde un helicóptero hacia el vértice de la pirámide en el que muchos creen tener un derecho incondicionado a iniciar su carrera profesional.

Desde el otro extremo, nos encontramos con evidentes injusticias en las que alumnos universitarios perfectamente preparados ven estrelladas sus ilusiones contra un muro conformado por una clase directiva o empleadora asentada en la exacerbación del mérito de la experiencia. Olvidan que nadie nace sabiendo y que es ley de vida que quienes vienen por detrás acaben sustituyendo exitosamente (eso cabe desear) a los que van acabando sus carreras profesionales.

En el sector jurídico, más concretamente en el ejercicio de la abogacía, resulta incuestionable que las cosas están cambiando en sintonía con las importantes modificaciones que acomete la sociedad en general. Pero siempre he considerado que hay dos ámbitos profesionales (Abogacía y Medicina) en los que es más que necesario, imprescindible, conjugar la experiencia del veterano con la fuerza e ilusión del recién llegado. Y ello porque esas dos profesiones tienen encomendado el cuidado del bien más preciado del ser humano, que es su vida (y que no solo ha de ser contemplada en su sentido físico).

Como abogado que terminó la carrera hace casi 30 años me sorprenden situaciones en salas de vistas tales como las siguientes:

  • Que el juez saque su teléfono móvil del bolsillo y se ponga a mirarlo mientras los profesionales realizamos nuestras conclusiones o en mitad de un interrogatorio de testigos.
  • Que se nos reproche que nuestros escritos son muy extensos sin tacharlos de reiterativos o redundantes ni descalificar en modo alguno la pertinencia de un largo desarrollo argumentativo.
  • Que profesionales a los que podemos considerar nativos digitales no contesten a todas las pretensiones ejercitadas por la contraparte, especialmente cuando se han formulado en escritos cuya extensión requiere una concentración de más de media hora.
  • Que la introducción de términos en latín provoque desconcierto (cuando no risas) en profesionales que por su formación lo consideran una reliquia ajena al Derecho o una lengua muerta.

Desde el otro lado, las reflexiones que me trasladan antiguos alumnos, hoy ya abogados y jueces, sorprenden cosas tales como:

  • Que sea obligatorio el uso de la toga y que sin ella no se pueda celebrar un acto en sala.
  • Que se mantenga la costumbre -que consideran casi jurásica- de suplicar al Juzgado o Tribunal como si fueran súbditos.
  • Que las demandas de quienes llevamos mucho tiempo en la profesión no contengan “bullet points” para facilitar la lectura de la contraparte y del juez.
  • Que se los mire mal cuando hacen uso de sus dispositivos móviles u ordenadores portátiles en sala o que algún juez canoso no les permita reiniciarlos cuando se bloquean y les obligue a formular conclusiones sin solución de continuidad.

Como en muchos aspectos de la vida, habrá quien vea en estas situaciones un enfrentamiento irreconducible que solo se resolverá a favor del más poderoso (que suele ser, aunque no siempre, el que tiene más experiencia y ha acumulado más mecanismos de control y sometimiento). Sin embargo, creo que la convivencia de experimentados y noveles en un mundo tan complejo, agotador y absorbente como lo es el del Derecho puede enriquecerlo muy intensamente siempre y cuando el respeto al que está en puntos muy distintos del camino sea innegociable.

 

Como decía mi abuelo, tiene más probabilidades de matarse en la carretera el que cree que sabe conducir muy bien. Y, desde luego, la perfección profesional también la pueden alcanzar quienes sueltan sus pildorazos jurídicos a través de TikTok, pese a que muchos, educados en los tomos de jurisprudencia de Aranzadi, se lleven las manos a la cabeza. Es, en definitiva, una cuestión de tolerancia y mutua comprensión en la que quienes estén convencidos de ella solo se verán potenciados por quienes viven una situación profesional completamente diferente.

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El mundo de la abogacía es un mundo de contrastes varios. Encontramos la abogacía de los grandes despachos del “Magic Circle” y también la de los despachos unipersonales y artesanos. Pero al igual que ocurre con los enfermos y las enfermedades, no hay ejercicio de la abogacía sino abogados.

 

Que la abogacía es una profesión importante en nuestra sociedad resulta innegable. Como también lo es que los abogados tenemos, para el común de los ciudadanos, mala prensa. Lo que más se nos reprocha (y más en esta época de crisis) es que somos caros. Pero no solo eso. También se nos echa en cara que teniendo conocimiento de los riesgos que corre un potencial cliente que acude a valorar sus posibilidades de iniciar un litigio, nos los callamos puesto que lo que queremos a toda costa es que nos contrate. De todo hay en la viña del Señor.

 

Clasificar es generalizar y, por lo tanto, equivocarse o ser injustos. Aun así hemos de arriesgarnos puesto que sin clasificaciones la realidad nos resultaría inaprehensible. Recuerdo que un antiguo compañero de despacho comentaba con acierto que en toda organización (relacionada o no con el mundo de la abogacía) siempre se repiten los mismos esquemas y es posible encontrar los mismos tipos de trabajadores.

 

En otro post trataremos una de las contraposiciones más interesantes que pueden encontrarse en el ejercicio togado del Derecho. Abogados de raza versus abogados de paga (o de pega). Pero nos interesa centrarnos en cuestiones probablemente menos filosóficas pero también de mayor interés para un potencial cliente.

 

Una de esas cuestiones es la de la elección de despacho de abogados cuando una persona se enfrenta a un problema que le excede y al que no puede poner solución por carecer de los necesarios conocimientos técnicos. El abanico es amplio pero podríamos establecer cuatro niveles: (1) Despachos multinacionales o nacionales de reconocido prestigio; (2) Despachos de tamaño intermedio; (3) Boutiques legales con alta especialización en una determinada materia y (4) Despachos unipersonales.

 

Parece evidente que un ciudadano medio no puede plantearse acudir a un despacho multinacional. Existiría mutuo disenso. Ni el particular podría pagar la minuta del transatlántico jurídico ni probablemente al despacho grande le resultara interesante desde ningún punto de vista llevar el asunto.

 

Los grandes despachos –con las diferencias que existen entre ellos y que probablemente solo se conozcan de verdad tras haber realizado distintos encargos profesionales- suelen tener como público objetivo las empresas que ocupan el vértice de la pirámide económica. Son una suerte de despachos del IBEX 35.

 

En los despachos intermedios suele haber cabida para empresas de un tamaño mediano y para algunas pymes con potencial económico y actividad creciente. No habrá minutas astronómicas pero tampoco un asesoramiento personal cercano, de reacción inmediata y de obligada empatía con la situación del cliente pues éste busca otra cosa.

 

En el tercer nivel encontramos el concepto de boutique legal que, más allá de la cursilería del término, supuestamente está dirigida a clientes que necesiten un asesoramiento de altísima especialización en una determinada materia. Al menos así se venden. En no pocos casos están integradas por abogados que no soportaron la fuerza centrífuga de los grandes despachos multinacionales y acabaron fuera de un sistema al que formalmente reprochan muchas cosas pero que, en la práctica, intentan reproducir a pequeña escala en sus organizaciones.

 

Finalmente, en el cuarto nivel, en la base de la pirámide encontramos los despachos pequeños, conformados por un número reducido de abogados o incluso unipersonales. Particularmente, después de haber pasado por dos de los tres niveles anteriormente descritos y tener la fortuna de ejercer la abogacía en este cuarto nivel, tengo la convicción personal de que el Derecho de verdad, en el que lo que se ventila son problemas personales que dejan sin dormir a las personas, en el que no importan los nombres ni los títulos sino ganar la batalla pues al cliente le va la vida en ello, está en esta clase de despachos.

 

Lo anterior, insistimos, es una generalización y, por lo tanto, no puede ser tomado como dogma de fe ni como método anticipado de análisis para encargar un determinado asesoramiento jurídico a uno u otro despacho. Pero puede servir para tomar unas precauciones iniciales que no están de más cuando uno se acerca por primera vez al complejo mundo de los abogados.

 

A modo de ejemplo de los riesgos que un ciudadano corre cuando piensa en encargar su defensa a un abogado para cualquier asunto, está el de la falta de información por parte de éste de qué consecuencias tendría la desestimación de la acción ejercitada. No son pocos los abogados (incluso de despachos que invierten mucho en publicidad) que ante la pregunta “¿qué pasa si pierdo?” ofrecen como única respuesta “no es probable así que no pienses ahora en ello”. Eso es lisa y llanamente ocultar información al consumidor y procurarse, si las cosas vienen mal dadas, un pleito como demandado por responsabilidad profesional.

 

Lo realmente difícil para el cliente no formado en materias jurídicas es saber si el trabajo realizado es o no de calidad y comprometido. No se trata de buscar que el encargo profesional lo lleve a cabo un “Hans Kelsen” de la especialidad sobre la que versa áquel. Normalmente esos perfiles son mucho más aprovechables en el mundo de lo que podríamos llamar “ascética jurídica”. Un CV brillantísimo con un expediente académico inmaculado no garantiza que su titular tenga las imprescindibles capacidades para ser un buen abogado, ni tan siquiera es condición necesaria.

 

Tampoco asegura el éxito dejarse llevar por el deslumbramiento de los grandes nombres. Una pregunta incómoda pero que conviene hacerse o hacer es “¿qué ocurre cuando un jurista deja de estudiar al día siguiente de haber aprobado una oposición?”. La respuesta será todo lo políticamente incorrecta que se quiera pero debe darse. Lo que ocurre es que ese abogado pierde su ventaja competitiva inicial y, por lo tanto, se iguala en la lucha con el resto de compañeros. Y, evidentemente, ante su falta de estudio y su vivir de las rentas, muy probablemente sea adelantado por quien sin estar afectado por el virus de la titulitis realice esfuerzos diarios de actualización profesional y estudio.

 

Concluimos este post recordando una anécdota de despacho que fotografía muy bien determinadas realidades de las que no suele gustar que tengan relevancia pública. Un joven y bien preparado abogado, formado con éxito en un importante despacho nacional de general conocimiento e incuestionable relevancia, decidió cambiar de aires para pasar a otro transatlántico jurídico que “operaba” rutas internacionales. Acostumbrado al rigor de su primitivo despacho, revisó concienzudamente un informe que en materia urbanística había realizado su nuevo bufete con la firma y supuesta supervisión de un jurista de reconocido (desconocido, dirían algunos) prestigio. El trabajo jurídico había sido realizado por la lugarteniente del factótum, supuestamente experta en Urbanismo y Medio Ambiente aunque a la larga más conocida por esconder el polvo debajo de las alfombras. La valoración que para el riguroso abogado mereció el informe fue literalmente la de “haber sido realizado por Pepe Gotera y Otilio”. Y, claro está, aquí también llegó el mutuo disenso y, además, lo hizo rápidamente. Ni a la eminencia jurídica le gustó la comparación con un fontanero chapuzas ni al “nuevo entrante” le pareció buena idea continuar en un lugar en el que se hacía mucho ruido pero había pocas nueces.

 

La moraleja de todo esto es que quien esté pensando en acudir a un abogado más vale que lo haga con los ojos bien abiertos y con juicio crítico. Tendrá que escoger bien el perfil de asesor jurídico que necesita, ajustándolo a su bolsillo pero, sobre todo, al nivel de implicación y dedicación personal que requiera. De no proceder así, su encargo profesional podría tener como único resultado la convicción absoluta de que le hicieron una chapuza a domicilio.

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“El Derecho vale para mucho menos de lo que la gente piensa”. Con esa frase aparentemente desilusionante nos daba su visión del ejercicio de la abogacía un magnífico profesor de Derecho Constitucional. Contrastaba, sin duda, la dureza de su afirmación con la pasión que ponía en la enseñanza de su asignatura. Cuando unos cuantos años después, tantos como 24, quien fue su alumno es hoy abogado y, al tiempo, profesor universitario, revisa esa afirmación imborrable no tiene más remedio que corroborarla.

Lo que un cliente (normalmente preocupado) espera de un abogado (deseablemente entregado) es, primero, que le escuche con la atención que merece. Detrás de una consulta siempre hay un problema personal o empresarial puesto que casi nadie acude a un abogado para compartir su enorme alegría existencial. Pero también espera que le asesore lealmente. Para esa labor de consejo prudente, mesurado, calculador y sincero no todo el mundo vale. Además de la preparación técnica (que, en muchas ocasiones, se presupone arriesgadamente a quien ha obtenido su título de Licenciado o Graduado en Derecho y, posteriormente, colegiado como abogado) es necesario tener empatía. Ponerse en el lugar del otro debería ser la primera de las enseñanzas universitarias en la carrera de Derecho. Solo así, mirando la vida desde los ojos del cliente, uno puede hacerse una idea de cuál es el punto de partida y, sobre todo, de cuál es la meta a la que se nos pide que llevemos a quien se pone en nuestras manos para que le guiemos.

Toda profesión tiene sus ovejas negras que perjudican, indudable y gravemente, al colectivo. La abogacía no está exenta de ese mal sino más bien intensamente contaminada por él. Son muchos los ciudadanos que nos ven como profesionales sobrevalorados, caros, superficiales y materialistas. Para quienes crecimos con el genial “13 Rue del Percebe” de Francisco Ibáñez, no es difícil reconocer que la imagen que algunos abogados proyectan a la gente es la del tendero Don Senén.

Lo que este blog pretende es presentar la abogacía de otro modo más cercano y, creemos, más real. En mis conversaciones con mis alumnos universitarios y con mis clientes suelo insistirles en que si hay dos profesiones capitales en la sociedad actual esas son las de médico y abogado. Los primeros tienen en sus manos nuestra vida en sentido físico y los segundos podemos hacer con nuestra tarea que la existencia de las personas sea lo más llevadera posible una vez surgido un problema que siempre es indeseable pero que no por ello no deja de plantearse.

Nos aproximaremos en este diario jurídico al mundo del Derecho intentando que lo escrito, siendo preciso y coherente, pueda ser fácilmente comprendido por el lector. En otro apartado de esta página web, concretamente en el de “Artículos”, incluiremos valoraciones mucho más jurídicas y académicas, pero la razón de ser de este blog es la de presentar al ciudadano asuntos complejos de una manera sencilla y asequible.

Si tras cada post el lector tiene una idea más certera de lo que es la abogacía y, sobre todo, de cómo intentamos los abogados resolver eficientemente los problemas de la gente, nos daremos por satisfechos. Es cierto que el Derecho no es la panacea universal y que donde no hay buena voluntad es difícil que una norma (o su aplicación ejecutiva) llegue a solucionar definitivamente un problema. Pero no es menos cierto que quienes estamos en el día a día del Derecho tenemos una especial responsabilidad a la hora de procurar soluciones razonables y razonadas a controversias que, de enquistarse, pueden llegar a hacer imposible o muy desagradable la vida a las personas.

Concluimos este primer post recordando una anécdota de quien hoy es un brillante abogado madrileño. Corría el año 1995 y fuimos destinados juntos como alféreces de las conocidas como milicias universitarias a un cuartel de Siero (Asturias). El primer día, el de las presentaciones ante los mandos del acuartelamiento, había que acudir vestidos de gala. Así lo hicimos todos excepto uno de los alféreces. Había olvidado su pantalón de gala en Madrid y no tuvo más remedio que hacer su aparición vestido con el tradicional traje militar de campaña, preparado para el combate, el barro y las lluvias tan habituales en esa tierras del Norte de España. Aquello levantó ampollas y le supuso algún que otro disgusto y críticas entre los mandos. Sin embargo, uno de los capitanes ensalzó su bravura y determinación golpeándole fuerte en la espalda y diciéndole: “estos son los alféreces que a mí me gustan, los que vienen directamente operativos”. Ojalá este blog sirva para que el lector perciba que los que ejercemos esta bendita profesión con intensidad, ilusión y compromiso estamos, como aquel alférez, directamente operativos en nuestro empeño máximo por defender los intereses de nuestros clientes.