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“El Derecho vale para mucho menos de lo que la gente piensa”. Con esa frase aparentemente desilusionante nos daba su visión del ejercicio de la abogacía un magnífico profesor de Derecho Constitucional. Contrastaba, sin duda, la dureza de su afirmación con la pasión que ponía en la enseñanza de su asignatura. Cuando unos cuantos años después, tantos como 24, quien fue su alumno es hoy abogado y, al tiempo, profesor universitario, revisa esa afirmación imborrable no tiene más remedio que corroborarla.

Lo que un cliente (normalmente preocupado) espera de un abogado (deseablemente entregado) es, primero, que le escuche con la atención que merece. Detrás de una consulta siempre hay un problema personal o empresarial puesto que casi nadie acude a un abogado para compartir su enorme alegría existencial. Pero también espera que le asesore lealmente. Para esa labor de consejo prudente, mesurado, calculador y sincero no todo el mundo vale. Además de la preparación técnica (que, en muchas ocasiones, se presupone arriesgadamente a quien ha obtenido su título de Licenciado o Graduado en Derecho y, posteriormente, colegiado como abogado) es necesario tener empatía. Ponerse en el lugar del otro debería ser la primera de las enseñanzas universitarias en la carrera de Derecho. Solo así, mirando la vida desde los ojos del cliente, uno puede hacerse una idea de cuál es el punto de partida y, sobre todo, de cuál es la meta a la que se nos pide que llevemos a quien se pone en nuestras manos para que le guiemos.

Toda profesión tiene sus ovejas negras que perjudican, indudable y gravemente, al colectivo. La abogacía no está exenta de ese mal sino más bien intensamente contaminada por él. Son muchos los ciudadanos que nos ven como profesionales sobrevalorados, caros, superficiales y materialistas. Para quienes crecimos con el genial “13 Rue del Percebe” de Francisco Ibáñez, no es difícil reconocer que la imagen que algunos abogados proyectan a la gente es la del tendero Don Senén.

Lo que este blog pretende es presentar la abogacía de otro modo más cercano y, creemos, más real. En mis conversaciones con mis alumnos universitarios y con mis clientes suelo insistirles en que si hay dos profesiones capitales en la sociedad actual esas son las de médico y abogado. Los primeros tienen en sus manos nuestra vida en sentido físico y los segundos podemos hacer con nuestra tarea que la existencia de las personas sea lo más llevadera posible una vez surgido un problema que siempre es indeseable pero que no por ello no deja de plantearse.

Nos aproximaremos en este diario jurídico al mundo del Derecho intentando que lo escrito, siendo preciso y coherente, pueda ser fácilmente comprendido por el lector. En otro apartado de esta página web, concretamente en el de “Artículos”, incluiremos valoraciones mucho más jurídicas y académicas, pero la razón de ser de este blog es la de presentar al ciudadano asuntos complejos de una manera sencilla y asequible.

Si tras cada post el lector tiene una idea más certera de lo que es la abogacía y, sobre todo, de cómo intentamos los abogados resolver eficientemente los problemas de la gente, nos daremos por satisfechos. Es cierto que el Derecho no es la panacea universal y que donde no hay buena voluntad es difícil que una norma (o su aplicación ejecutiva) llegue a solucionar definitivamente un problema. Pero no es menos cierto que quienes estamos en el día a día del Derecho tenemos una especial responsabilidad a la hora de procurar soluciones razonables y razonadas a controversias que, de enquistarse, pueden llegar a hacer imposible o muy desagradable la vida a las personas.

Concluimos este primer post recordando una anécdota de quien hoy es un brillante abogado madrileño. Corría el año 1995 y fuimos destinados juntos como alféreces de las conocidas como milicias universitarias a un cuartel de Siero (Asturias). El primer día, el de las presentaciones ante los mandos del acuartelamiento, había que acudir vestidos de gala. Así lo hicimos todos excepto uno de los alféreces. Había olvidado su pantalón de gala en Madrid y no tuvo más remedio que hacer su aparición vestido con el tradicional traje militar de campaña, preparado para el combate, el barro y las lluvias tan habituales en esa tierras del Norte de España. Aquello levantó ampollas y le supuso algún que otro disgusto y críticas entre los mandos. Sin embargo, uno de los capitanes ensalzó su bravura y determinación golpeándole fuerte en la espalda y diciéndole: “estos son los alféreces que a mí me gustan, los que vienen directamente operativos”. Ojalá este blog sirva para que el lector perciba que los que ejercemos esta bendita profesión con intensidad, ilusión y compromiso estamos, como aquel alférez, directamente operativos en nuestro empeño máximo por defender los intereses de nuestros clientes.

Un prestigioso Letrado de las Cortes, humanista de conocimientos enciclopédicos, concluía muchas de sus clases preguntando al alumnado si todo estaba suficientemente oscuro. La oscuridad docente impulsa al alumno a descubrir su propia verdad en un esforzado ejercicio del arte de la mayéutica que nos enseñó magistralmente Sócrates. En el ámbito administrativo no es tan loable la creación de conceptos o situaciones indefinidas. Una de ellas, frecuentemente argüida por los defensores letrados de las distintas Administraciones públicas, es la confusión entre el acto consentido y la supuesta imposibilidad de alegar en vía contencioso-administrativa sobre la base de motivos no esgrimidos ante la Administración.

 

Es un lugar común –muy socorrido- en los escritos de contestación a demandas contencioso-administrativas oponer como causa de desestimación que el recurrente basa su pretensión anulatoria en razones no empleadas en la vía administrativa y que, por lo tanto, ha consentido el contenido del acto no afectado lo discutido ante la Administración. Ese abominable monstruo de las nieves, cuya existencia nadie jamás ha podido probar, también forma parte del álbum de fotos que algunos abogados no familiarizados con esta jurisdicción muestran a sus clientes para intentar disuadirles de acudir a los Tribunales a fin de impugnar un acto administrativo usando argumentos que, normalmente por no contar con dirección letrada, no se pusieron de manifiesto en la fase de alegaciones o en los recursos interpuestos ante la Administración correspondiente.

 

Ciertamente existe una situación de confusión que nace de la falta de precisión en el uso de conceptos jurídicos. Por un lado, debemos ser capaces de distinguir lo que es un acto administrativo de lo que no lo es y, sobre todo, saber qué actos de trámite son impugnables pese a no suponer una decisión final por parte de la Administración. Por otro lado, es esencial distinguir entre pretensión y motivo que le da fundamento. Con estas dos cuestiones resueltas, la confusión acerca del alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa será sólo patrimonio del alumno poco aventajado o del abogado que –legítimamente- pretende hacer creer al Tribunal que el sol sale por Occidente y se acuesta por Levante.

 

El mejor escenario práctico para explicar la diferencia entre distintos tipos de actos administrativos, al que acudimos recurrentemente quienes tenemos obligaciones (y pasiones) docentes, es el de los procedimientos de selección de funcionarios públicos. En ellos nos encontramos con las llamadas bases de la convocatoria o ley del concurso. Una muy pacífica jurisprudencia tiene sentado que quien discrepa con el contenido de esas bases pero no las impugna en el plazo legalmente establecido tras su publicación, las consiente. En el mismo plano nos podemos encontrar, por ejemplo, con un acto administrativo del Tribunal calificador de una oposición que hace pública la lista de aspirantes que han superado un determinado ejercicio. Evidentemente este acto no es definitivo en vía administrativa pero sí supone la exclusión del procedimiento de concurrencia competitiva de quienes no aparecen en esa lista por no haber superado la nota de corte establecida en las bases para ese concreto ejercicio. También en este caso, quien se aquieta, muere (jurídicamente, claro está) puesto que consiente el acto.

 

Vayamos ahora a un supuesto radicalmente distinto pero que muchos –interesadamente- pretenden asimilar al del consentimiento de un acto. Imaginemos, por ejemplo, que en unas pruebas de acceso a un determinado cuerpo militar un determinado aspirante obtiene la calificación de no apto en las pruebas físicas por no corrido una determinada distancia por debajo del tiempo establecido para esa prueba en las bases de la convocatoria. El opositor decide formalizar alegaciones conforme a lo regulado en la ley del concurso en las que en un primer momento manifiesta que se incumplió la normativa aplicable por no haber respetado el tiempo mínimo de recuperación entre una prueba física y aquella en la que obtuvo el no apto. Esas alegaciones podrán o no ser estimadas pero en el caso de no serlo, tanto en los posteriores recursos administrativos como en el contencioso-administrativo que podrá eventualmente interponerse contra el acto administrativo que le excluyó del procedimiento selectivo, el recurrente podrá usar razones de impugnación distintas de las empleadas en su escrito de alegaciones.

 

Contamos ya con el automatismo de defensa de la Administración: intentará a toda costa convencer al Juez o Tribunal de que concurre acto consentido por cuanto la impugnación judicial se basa en motivos distintos a los utilizados en vía administrativa. Afortunadamente, los Tribunales de Justicia no suelen dejarse convencer de que lo blanco es negro. Un acto administrativo sólo se consiente cuando no se impugna o bien cuando la conducta posterior del administrativo, pese a haberlo impugnado, revela una manifiesta aceptación del contenido de aquél. Si un acto se impugna, el objeto de debate a fin de determinar si se puede atacar su validez por motivos distintos a los ya indicados en vía administrativa se centra en diferenciar correctamente los conceptos de motivo y pretensión.

 

No descubrimos ningún planeta lejano si afirmamos que la pretensión que sistemáticamente se deduce en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo es la de que un determinado acto administrativo sea declarado inválido. No entramos aquí en las especialidades de impugnación introducidas en la Ley de la Jurisdicción de 1998 (ejecución de actos firmes, cumplimiento de obligaciones, vía de hecho). Los motivos que el ciudadano pueda emplear para dar fundamento a su pretensión pueden o no coincidir con los que dieron sustento jurídico a sus alegaciones y recursos administrativos. Tales diferencias podrán merecer el reproche de incoherencia estratégica por parte del defensor jurídico de la Administración pero su tacha resultará ajurídica y, por lo tanto, no podrá desplegar efecto alguno en el procedimiento en el que se vierte.

 

La jurisdicción contencioso-administrativa se basa en un proceso al acto administrativo que se impugna en el que se ha de analizar su adecuación o no a Derecho por los motivos argumentados en ese momento por las partes litigantes o, incluso, por el propio Tribunal para supuestos de vicios de orden público y siempre respetando las elementales garantías de audiencia y contradicción.

Busquemos, para clarificar definitivamente la cuestión, otras palabras: las del artículo 56.1 de la Ley Jurisdiccional. En él se nos dice que “en los escritos de demanda y de contestación se consignarán con la debida separación los hechos, los fundamentos de derecho y las pretensiones que se deduzcan, en justificación de las cuales podrán alegarse cuantos motivos procedan, hayan sido o no planteados ante la Administración”.

 

El alcance revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa es, por lo tanto, pleno con la consabida excepción de que lo que se impugne sea, artículo 28 LJCA, un acto que reproduzca otros anteriores definitivos y firmes o que sea confirmatorio de un acto consentido por no haber sido recurrido en debido tiempo y forma.

 

Lo que debe quedar claro es que el empleo en vía administrativa de motivos de impugnación distintos a los que se utilizan en el contencioso-administrativo para sustentar la pretensión de invalidez del acto impugnado nada tiene que ver con consentir el acto que se ataca. Se consiente el acto que se no se impugna. Y una vez que se impugna, los motivos que fundamentan la pretensión de que el acto sea declarado inválido pueden ser distintos en vía administrativa y en vía contencioso-administrativa. Lo que evidentemente no será nunca distinto (salvo descomunales errores que nos ofrece el siempre inesperado laboratorio de la vida forense) es la pretensión ejercitada: la de que sea declarada la invalidez del acto impugnado.

 

Las buenas sentencias perduran en el tiempo y por ello resulta especialmente sorprendente que la polémica siga planteándose de manera reiterativa. Es difícil encontrar mejores palabras para resolver esta controversia que las empleadas por la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de junio de 2002 (RJ 2002\5918): “Los razonamiento aportados “ex novo” por el contribuyente en la vía jurisdiccional no constituyen nuevas pretensiones, sino un complemento impugnatorio totalmente lícito. Si así no fuera, la vía administrativa equivaldría a una primera instancia, y se impediría el adecuado control de la actividad de la Administración vulnerándose lo dispuesto en el art. 1 de la Ley de la Jurisdicción de 1956, el cual dispone que el objeto del proceso contencioso-administrativo lo constituyen los actos de la Administración, pero no los fundamentos del acto o los que se utilizaron por los recurrentes en vía administrativa”.

 

Muchas veces somos los propios abogados (de parte o de la Administración) los que nos parapetamos tras explicaciones farragosas de conceptos y cuestiones que son claras. No todo en el mundo del Derecho es complicado. Quizás lo que subyace en esas ceremonias de confusión conceptual sea, en primer lugar, un pueril intento de hacer que el Tribunal adopte una decisión equivocada que, evidentemente, nos favorezca pero, quizás, también crear la apariencia de que nos encontramos en un entorno técnico muy complejo y, por ello, inaccesible para el común de los ciudadanos. El prestigioso economista surcoreano Ha-Joon Chang explica este vicio en términos muy llanos: “El fontanero no te explicará todo, porque si lo hace parecería demasiado fácil”.

Uno de los peligros a los que se enfrenta el legislador moderno, especialmente el muy activo en su actividad legiferante, es el de intentar cambiarlo todo pero que, pese a su buena intención, todo siga igual. El éxito en una determinada regulación de la realidad (para eso queremos pensar que existe el Derecho) depende no sólo de la norma sino también, y no de manera menos importante, de los medios para hacerla efectiva y de la voluntad de quien ha de aplicarla e interpretarla. La Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, ha reformado la Ley Orgánica del Poder Judicial pero también la figura del recurso de casación contenida en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

 

La Exposición de Motivos de la nueva Ley nos avanza que pretende impedir que la casación se convierta en una tercera instancia, limitándose a cumplir su finalidad de asegurar la uniformidad en la aplicación judicial del Derecho (la conocida función nomofiláctica). Para ello, como veremos seguidamente, se confía todo el entramado del recurso al llamado interés casacional. No se trata de un turista que entra por primera vez en nuestras fronteras. En su pasaporte constan numerosos visados que acreditan reiteradas visitas a nuestro sistema casacional en sus distintos órdenes jurisdiccionales. La pregunta que surge es inmediata: ¿estamos ante un nuevo recurso de casación o lo hemos cambiado todo para que nada cambie demasiado?

 

Analicemos la profundidad de los cambios que introduce la reforma. En primer lugar hemos de observar que en el artículo 86.1 se establece la posibilidad de que las sentencias dictadas en única instancia por los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo sean recurridas en casación pero sólo cuando contengan doctrina que se pueda considerar gravemente dañosa para los intereses generales y sean susceptibles de extensión de efectos en los términos previstos en la propia Ley Jurisdiccional.

 

En segundo lugar, se suprimen las excepciones objetivas excepto en los supuestos de sentencias dictadas los procedimientos para la protección del derecho fundamental de reunión y contencioso-electorales.

 

En relación con la impugnación en casación de autos no se introduce ninguna modificación sustancial y, quizás por ello, el legislador habitualmente olvidadizo ha sido fiel a su tradición y mantiene en el artículo 87 la anacrónica denominación de recurso de súplica para lo que desde hace ya algunos años es recurso de reposición.

 

En tercer lugar, se introduce el artículo 87 bis en el que junto a cuestiones ya tradicionales de nuestro sistema casacional como que su objeto serán siempre cuestiones de hecho y los efectos de la eventual estimación del recurso, se prevé por primera vez que la Sala de Gobierno del Supremo pueda determinar la extensión máxima y otras condiciones extrínsecas de los escritos de interposición y oposición de los recursos de casación. Llega al papel una costumbre cada vez más arraigada en las vistas de todos los órdenes jurisdiccionales de limitar el tiempo de intervención de las partes para evitar así una suerte de indeseable filibusterismo procesal.

 

En cuarto lugar, el artículo 88 sufre la modificación de más calado de la reforma. Se suprimen los conocidos y temidos ordinales del antiguo artículo 88.1 que habían dado lugar (especialmente el “c” y el “d”) a una especie de lotería en el trámite de admisión (o, más bien y con claro perjuicio para los derechos de las partes procesales, de inadmisión) del recurso de casación. Cabe entonces preguntarse si muerto el perro se acabó la rabia. La respuesta, dado que la reforma no entrará en vigor hasta el día 22 de julio de 2016, sólo puede ser intuitiva pero no empírica. La intuición nos dice que no pero igual que todo gobernante merece 100 días de margen para valorar su actividad política, habremos de esperar a la aplicación práctica por parte del Tribunal Supremo de este nuevo artículo 88.

 

La reforma nos dice que la admisión a trámite de la casación requiere primero la invocación de una concreta infracción (procesal o sustantiva) del ordenamiento jurídico o de la jurisprudencia y, después, que la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo considere que el recurso tiene “interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia”. Seguidamente, el artículo 88.2 establece una enumeración que no es numerus clausus de supuestos en los que “podrá” apreciarse la existencia. Son nueve casos en los que la resolución impugnada puede afectar a la uniformidad en la interpretación de las normas estatales o de la Unión Europea, sentar doctrina gravemente dañosa para los intereses generales, afectar a un gran número de situaciones (per se o por trascender el caso objeto del proceso), resolver un debate sobre la validez constitucional de una norma sin que la impertinencia de la cuestión de inconstitucionalidad quede “suficientemente esclarecida”, interpretar y aplicar aparentemente con error una doctrina constitucional, interpretar y aplicar derecho de la Unión Europea en contradicción aparente con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, resolver un proceso cuyo objeto fue la impugnación (directa o indirecta) de una disposición de carácter general o un convenio celebrado entre Administraciones públicas o dictarse en el procedimiento especial de protección de los derechos fundamentales.

 

Se fija (artículo 88.3) como presunción de existencia de interés casacional objetivo: (1) cuando en la resolución impugnada se hayan aplicado ratio decidendi sobre la que no exista jurisprudencia; (2) cuando la resolución atacada se aparte deliberadamente de jurisprudencia existencia por considerarla errónea; (3) cuando declare nula una disposición de carácter general salvo que ésta, “con toda evidencia”, carezca de trascendencia suficiente; (4) cuando resuelva recursos contra actos o disposiciones de organismos reguladores o de supervisión o agencias estatales enjuiciados por la Audiencia Nacional; y (5) cuando resuelva actos o disposiciones de los Gobiernos o Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas. La presunción es, evidentemente, iuris tantum. Lo prueba el hecho de que el propio artículo 88.3 prevea la inadmisión de la casación por auto motivado para los supuestos enunciados en los anteriores números 1, 4 y 5.

 

En quinto lugar, modificando sustancialmente el régimen existente, el artículo 89 pasa a convertir el escrito de preparación en un escrito de cuasi-interposición que deberá ser presentado en el plazo de 30 días -desde el siguiente al de notificación de la sentencia- en la Sala a quo. El escrito deberá, en apartados separados y expresivos de su contenido, (1) acreditar el cumplimiento de los requisitos de plazo, legitimación y recurribilidad de la resolución impugnada; (2) identificar con precisión las normas o jurisprudencia infringidas así como su invocación en el proceso de instancia; (3) justificar, si la infracción afecta a actos o garantías procesales, que se intentó su subsanación ante el Tribunal a quo; (4) probar que las infracciones han fundamentado la decisión impugnada; (5) adverar la infracción de norma estatal si la sentencia impugnada lo es de un Tribunal Superior de Justicia; y (6)fundamentar que concurre intereses casacional objetivo que justifique la conveniencia de que el Tribunal Supremo se pronuncie sobre la infracción invocada.

 

En sexto lugar, se produce un cambio en el régimen de comparecencia ante el Supremo e interposición del recurso de casación que ahora pasan a ser fases separadas. La Sala a quo emplazará por 30 días para la personación de las partes (artículo 89.5) y se abrirá trámite de admisión en el Supremo (artículo 90) tras el cual, de decidirse aquélla, se conferirá nuevo plazo de 30 días para la interposición del recurso de casación.

 

Hasta aquí las diferencias de calado. Se introducen algunas menores como que la Sala a quo puede emitir opinión sucinta y fundada sobre el interés objetivo del recurso una vez que lo haya tenido por preparado (artículo 89.5) o como que el escrito de interposición deberá exponer razonadamente las razones por las que entiende que las normas o jurisprudencia invocadas en el escrito de preparación han sido infringidas, debiendo analizar (y no sólo citar) la sentencias del Supremo en que se apoya como contraste, además de precisar el sentido de las pretensiones deducidas y el de los pronunciamientos que solicita (artículo 90.3). Consideramos muy loable y conveniente el intento de clarificar y sistematizar el contenido del recurso de casación, alejando así, al menos en teoría, toda sombra de artificial complejidad en el establecimiento de normas cuasi consuetudinarias atinentes a aquél y conducentes en no pocas ocasiones a justificar su inadmisión.

 

Estamos, en definitiva, ante lo que podríamos describir como movimiento pendular del recurso de casación. La anterior reforma lo convirtió en un recurso realmente extraordinario (de elites) por razón de la summa gravaminis alejándolo peligrosamente del común de los ciudadanos para la resolución de graves problemas que son inherentes e inevitables cuando hablamos del ejercicio de la potestad jurisdiccional (en manos humanas y, por lo tanto, susceptibles de incurrir en error). El principal obstáculo que habrá de salvarse es el de la crítica que el “interés casacional” (que, no olvidemos, ya encontró acomodo en el régimen ahora sustituido para justificar la inadmisión de recursos de casación en asuntos de cuantía indeterminada) recibe por entender que un concepto jurídico tan indeterminado en el vértice de la pirámide jurisdiccional puede servir, según como se interprete, para defender una cosa y su contraria. El valor que queda comprometido es importantísimo: la tutela judicial efectiva.

 

Sólo la práctica nos dirá si la nueva regulación, en la que el interés casacional cobra, como hemos visto, una importancia capital, sitúa la plaza de la Villa de París dentro del callejero de los administrados o la fortifica hasta hacerla completamente inexpugnable y excluirla del mapa.

¿Qué pensaríamos como titulares de una actividad empresarial si al entrevistar a un candidato muy valioso nos dijera que le encantaría trabajar con nosotros pero que, de hacerlo, será extremadamente escrupuloso en la exigencia de sus derechos como trabajador? Probablemente habrá respuestas para todos los gustos. Las de quienes no serían partidarios de contratarlo por considerarlo potencialmente problemático y las de otros que sí lo harían valorando la claridad de su postura y su compromiso con la exigencia de derechos y, previsiblemente, cumplimiento de obligaciones. Una disyuntiva similar se plantea con la impugnación de las bases de los procesos selectivos para el acceso o promoción en la función pública.

 

En épocas de crisis económica se incrementa sensiblemente el deseo de los ciudadanos de obtener una plaza en la Administración. Parece ésta el último reducto de seguridad laboral en el que el castigado trabajador puede parapetarse frente a los vaivenes de las cuentas de resultados y planes de recortes de las empresas privadas. Pero el camino para llegar a la tierra prometida de la función pública no es ni mucho menos sencillo. No lo es por, al menos, dos razones. Una, porque las islas paradisíacas son objeto de deseo de muchos navegantes que han de competir entre sí por ser los más rápidos en alcanzar el puerto de destino. Otra, porque el oleaje puede hacer -en determinadas circunstancias- naufragar nuestra embarcación. Probablemente el golpe de mar más temido sea el de la discrecionalidad técnica. A ella y a su cambiante consideración por parte del Tribunal Supremo le hemos dedicado últimamente varios artículos a los que debemos remitirnos para evitar reiteraciones innecesarias. Ello sin perjuicio de ir realizando las correspondientes actualizaciones a medida que nuestro Alto Tribunal vaya matizando su loable intento clarificador, iniciado fundamentalmente con dos de sus sentencias de 31 de julio de 2014.

 

Uno de los obstáculos atmosféricos que pueden hacernos fracasar en nuestro viaje hacia la función pública son precisamente las bases de las oposiciones. Quienes tenemos la fortuna de ser profesores de Derecho Administrativo explicamos a nuestros alumnos conceptos como el del imperio de la Ley y el de la vinculación positiva de los poderes públicos. Esa es la teoría pero, en materia opositora, la práctica –respaldada por una pacífica y abundante jurisprudencia- nos enseña que el imperio más poderoso que existe es el de las bases del proceso selectivo.

 

Desgraciadamente, no son pocos los opositores que se adentran en la aventura inmensa y complicada de afrontar un proceso selectivo prestando exclusivamente atención al temario que deben dominar pero no a otras circunstancias igualmente influyentes a la hora de hacerles triunfar o fracasar en su intento. Cuestiones tales como la composición de un Tribunal de selección, el sistema de baremación o valoración de méritos, la forma en que se resolverán los desempates o los requisitos iniciales que habrán de reunir quienes quieran concurrir al proceso no son baladíes. Porque no es cuestión menor, ni mucho menos, quedarse fuera de un proceso selectivo para el que uno se ha venido preparando durante largo tiempo (años, en muchas ocasiones).

 

Los problemas a los que pueden dar lugar (y, en la práctica, dan) las bases de las oposiciones son muy variados y, por lo tanto, difíciles de clasificar. El punto de partida ineludible para evitar disgustos innecesarios es tener claro que: (1) las bases de una convocatoria son la ley del concurso y (2) que quien se aquieta ante lo dispuesto en las bases, las consiente y acepta en la salud (éxito opositor) y en la enfermedad (fracaso en el intento).

 

Que las bases de una oposición sean la ley del proceso selectivo no confiere inmunidad a esa norma rectora. Del mismo modo que existen leyes inconstitucionales, existen bases ilegales sin que tal afirmación pueda considerarse un oxímoron. En puridad jurídica, las bases de una convocatoria no tienen rango de ley y, por lo tanto, si contravienen lo dispuesto en las normas que sí lo tienen, deben reputarse (y declararse) nulas de pleno derecho.

 

Haciendo un esfuerzo de síntesis y esquematización podríamos considerar que las bases de las oposiciones presentan dos clases de problemas o riesgos. Por un lado, nos encontramos con vicios intrínsecos en la formulación de las bases. Por otro, con actuaciones interpretativas de las bases por parte del órgano de selección que pueden, de facto, suponer una variación sustancial de aquéllas.

 

Parece claro que unas bases de convocatoria de una oposición que vulneraran principios de relevancia constitucional o derechos fundamentales incurrirían en vicio de nulidad de pleno derecho. Incluso es sostenible argüir que dada la intensidad y gravedad de la infracción, en este concreto supuesto, el silencio de quien luego resulta perjudicado por actos dictados al amparo de tales bases, no le inhabilita para impugnar estos invocando la infracción constitucional que, nacida en las bases, contamina todo el proceso selectivo.

 

En un segundo nivel de infracciones encontramos aquellas bases que contienen una regulación del proceso selectivo que infringe una norma con rango de Ley. Uno de los ejemplos característicos es el de las bases que aprueban la composición de un órgano de selección permitiendo que lo integre un número de miembros perteneciente a un determinado cuerpo funcionarial que excede el máximo legalmente permitido. Se trata, por lo tanto, de un vicio propio de las bases y, consecuentemente, quien lo consiente al no impugnarlas perjudica definitivamente su derecho a cuestionar, en una fase procedimental posterior, la legalidad de la composición del tribunal administrativo. Estamos ante supuestos de actos consentidos que impiden incluso que, con posterioridad, un Tribunal contencioso-administrativo pueda revisar eficazmente el fondo de la impugnación. Nos lo recuerda la reciente Sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de febrero de 2015 (JUR 2015\76997) al afirmar que “las bases de la convocatoria de un concurso o pruebas selectivas constituyen la ley a la que ha de sujetarse el procedimiento y resolución de la misma, de tal manera que una vez firmes y consentidas vinculan por igual a los participantesy que “esta composición del Tribunal se consintió, sin que se hubiese impugnado este Anexo de la Convocatoria”.

 

Sin embargo, las mayores controversias y, con ello, los debates jurídico-procesales más interesantes, vienen con la interpretación de las bases de un proceso selectivo. Es difícil –pero no imposible- y, desde luego, muy deseable, encontrar bases redactadas de tal modo que puedan considerarse protegidas por el poderoso escudo de “in claris non fit interpretatio”. Unas veces por falta de una adecuada técnica de redacción pero también, otras, por un encubierto deseo de conceder al órgano de selección un margen de apreciación demasiado amplio (que suele convertir lo discrecional en arbitrario), nos encontramos con bases imprecisas y sometidas a indeseables interpretaciones.

 

Pongamos un ejemplo de bases claramente redactadas. Una Orden del Ministerio de Agricultura de 8 de septiembre de 2014 aprueba unas bases para las que se establece como criterio de desempate entre candidatos con una misma puntuación final el del “número de días de experiencia profesional en puestos de trabajo con funciones y tareas idénticas a las asignadas a los puestos de trabajo que se pretende cubrir”. Esas mismas bases especifican que las funciones objeto de los puestos de trabajo convocados son “el estudio y elaboración de informes de valoración de los bienes para la fijación del justiprecio por los Jurados Provinciales de Expropiación y las demás funciones propias de su categoría profesional”. Pues bien, llegado el indeseable empate entre candidatos, la claridad de la norma se torna oscuridad para el órgano de selección que resuelve el desempate a favor del candidato con mayor número de días de experiencia sólo en el estudio y elaboración de informes de valoración, en detrimento del aspirante que, computando el número de días de actividad profesional en todas las funciones objeto de la convocatoria, debería haber obtenido con gran suficiencia y ventaja la plaza convocada. Lógicamente, en supuestos como éste la interposición de un recurso contencioso-administrativo parece razonable y saludable pese a que no siempre los Tribunales de ese orden jurisdiccional sean taxativos impidiendo (y anulando) estos excursus difícilmente justificables del órgano de selección.

 

El problema es, claro está, mucho mayor con bases confusas o imprecisas. Por ejemplo, las de una determinada Resolución ministerial que convoca pruebas de selección en el Ejército español y fija unos tiempos de corte en pruebas de velocidad ajustados a décimas de segundo. Parecería incuestionable que tal precisión debe llevar aparejada la obligación de usar un sistema de cronometraje técnicamente fiable. La realidad ofrece un duro golpe: la prueba se cronometrará manualmente con la bajada de bandera de un juez de salida y el criterio visual del juez de llegada que parará el reloj cuando el pecho del aspirante supere la línea de meta. Estamos ante otro supuesto de recomendable impugnación del resultado de la medición por parte de aspirantes excluidos sin que parezca razonable exigirles la previa impugnación de las bases. Pese a que, para curarse en salud, sí habría sido recomendable.

 

Como hemos visto, las bases de una convocatoria encierran un número no desdeñable de riesgos para el no iniciado. En España todavía no hemos llegado al extremo estadounidense de ir acompañados de un abogado incluso a comprar un coche. Todo llegará. Mientras tanto, no harían mal los aspirantes a una oposición en estudiar con detenimiento sus bases y valorar si alguna indefinición teórica en su formulación podría convertirse con el transcurrir del proceso en una trampa insalvable. De llegarse a esa convicción la decisión debería ser la de recurrir la convocatoria aun a sabiendas de que, volviendo al ejemplo inicial, el tribunal de oposición muy probablemente mirará al impugnante con ojos de desconfianza de quien se sabe ante una persona beligerante. Se trata de una decisión difícil y arriesgada pero nadie dijo que preparar una oposición fuera un camino de rosas. Conviene saberlo.

 

Los arrendamientos urbanos son una figura que resulta peligrosa para propietarios e inquilinos. Y lo es porque su regulación es percibida como sencilla por quienes operan en este sector de actividad. Es frecuente encontrarse con propietarios que alquilan sus pisos o locales comerciales sobre la base de un modelo de contrato encontrado en Internet. También es usual que en cuanto surge alguna dificultad con el cobro de la renta arrendaticia busquen automedicarse y vuelvan a recurrir a la fuente de sabiduría jurídica contaminada en que se está convirtiendo Internet y sus muchos foros.

 

En el otro lado del campo de juego nos encontramos con el perfil típicamente latino del inquilino que piensa que el plazo de pago de la renta reflejado en el contrato de arrendamiento es puramente indicativo y que no pasa nada por pagar unos días más tarde.

 

Lo primero que podemos concluir es que de ninguno de los dos lados se ha solicitado el asesoramiento de un abogado con conocimientos en materia arrendaticia. Pesa la imagen de que los abogados somos muy caros y de que en una materia tan supuestamente sencilla como esta lo más económico es acudir a la doctrina “Juan Palomo”. Craso (y caro) error como veremos seguidamente.

 

Hemos de reconocer que el propietario español es, por regla general, bastante paciente con los devaneos amorosos del inquilino con Doña Impuntualidad. Pero la paciencia no es infinita y agotada ésta el arrendador suele lanzarse en brazos de la improvisación y la inexactitud jurídica. Se ahorra el coste del asesoramiento letrado pero se labra un porvenir complicado en lo procesal y, desde luego, un horizonte escabroso en lo que se refiere a la efectividad del desahucio y del cobro de las rentas impagadas. Ya tratamos en otro artículo los riesgos de someter la resolución de las dispuestas arrendaticias a arbitraje. Ahora nos hemos de centrar en la defectuosa redacción del requerimiento que el propietario debe remitir al inquilino reclamándole el pago de las rentas debidas con advertencia de inicio de la acción de desahucio por falta de pago.

 

El artículo 22.4 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) nos dice que el inquilino no podrá dejar sin efecto (enervar) el desahucio instado por el propietario cuando éste le hubiera requerido de pago por cualquier medio fehaciente con, al menos, treinta días de antelación a la presentación de la demanda y el pago no se hubiese efectuado al tiempo de dicha presentación.

 

Pues bien, en la formulación de ese requerimiento muchos de los arrendadores quieren ahorrarse unos euros en gastos de abogado. Lo primero que hay que advertir es que la comunicación debe realizarse por un medio que permita tener constancia de su recepción por parte del arrendatario. Es decir, no vale un fax, ni una carta certificada ni un correo electrónico a menos que el inquilino acuse su recibo, cosa que, como se comprenderá, es harto difícil.

 

En segundo lugar, el propietario no puede inventarse el plazo que le da al locatario para pagar. Le podrá apetecer mucho apremiarle y darle un plazo de diez días pero debe saber que si transcurrido sólo es plazo (y no el de treinta días) le demanda, su inquilino podrá –por una sola vez- enervar el desahucio pagando lo debido en el Juzgado o al propio arrendador.

 

En tercer lugar, también debe tener en cuenta que una vez metido en harina su diligencia debe mantenerse con rigor pues de nada sirve enviar el requerimiento para luego no demandar inmediatamente después de vencido el plazo de treinta días. Cada día que pase sin presentar demanda es una oportunidad que se le da al inquilino para que pague y, por lo tanto, pueda hacer inútil la acción de desahucio. Por cierto, que tras la reforma operada por la Ley 4/2013, de 4 de junio, de medidas de flexibilización y fomento del mercado de viviendas de alquiler, el plazo que se le ha de ofrecer al inquilino para pagar ha pasado de un mes a treinta días. Plazo que al no ser procesal ha de entenderse de días naturales conforme al artículo 5.2 del Código Civil.

 

En cuarto y último lugar, el inquilino debe saber que el requerimiento no es (ni tiene que ser) un tratado de derecho arrendaticio ni mucho menos una guía para ilustrarle acerca de cómo cumplir con las obligaciones contractualmente asumidas. Sobre este particular nos ilustra con su tradicional claridad la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en su Sentencia de 23 de junio de 2014 (RJ 2014\3472) al afirmar que no es necesario que el requerimiento contenga indicación de que el contrato será resuelto en caso de impago ni de que quedará enervada la acción de desahucio de no efectuarse el pago de las rentas debidas en el plazo establecido en aquél. Pero acudamos directamente a la fuente para evitar interferencias interpretativas:

 

El legislador no obliga al arrendador a que se constituya en asesor del            arrendatario, sino tan solo a que le requiera de pago.

 

            La información que se traslada al arrendatario, como dice la citada sentencia             «es la crónica anunciada de un proceso judicial y no podía pasar           desapercibida a la arrendataria, ni su gravedad ni las consecuencias, pues es     comúnmente sabido que el impago de rentas genera la resolución del contrato             y el desahucio de la vivienda o local”.

 

Por otro lado, el principal problema al que se enfrenta el arrendatario es el de flexibilizar los plazos en que debe cumplir su obligación de pago conforme al compromiso adquirido en el contrato locativo. Es tradicional y generalizada la creencia de que no pasa nada por pagar unos días después porque al fin y al cabo lo importante es pagar. Pues no y desde luego esa consideración no podrá salir jamás de boca de un abogado. Sin embargo, luchar contra esa leyenda urbana disfrazada de costumbre y, por lo tanto, de fuente del Derecho no ha sido sencillo. Hasta el punto de que, como veremos, el Tribunal Supremo ha tenido que pronunciarse expresamente sobre esta cuestión.

 

Es cierto que quien sostiene la tesis de la flexibilidad de la obligación de pago podría encontrar algunos ejemplos jurisprudenciales de incuestionable rebaja del rigor legal. Probablemente el más reciente sea el de declarar la nulidad irretroactiva de las cláusulas suelo hipotecarias. Quien esto suscribe está en frontal desacuerdo con esa limitación de los efectos de la nulidad y sobre ello habremos de volver en un próximo artículo pero lo que un ciudadano no debe (poder sí puede) es intentar convertirse en un quijote moderno luchando contra los molinos de viento de nuestro Alto Tribunal. Corre el riesgo de ser golpeado fatalmente por una de sus aspas.

 

Negar que el plazo de cumplimiento de una obligación sea aspecto esencial de un contrato podría suponer un suspenso –aquí sí con carácter retroactivo- de la asignatura de Derecho Civil. Afirmar que en España “las cosas son así y nunca pasa nada” puede ser cierto en el plano fáctico pero inaceptable en el jurídico. La Sentencia de 26 de marzo de 2009 (RJ 2009\1750) nos ofreció las razones del rigor de los Tribunales en la aplicación de las normas arrendaticias:

 

un excesivo proteccionismo de los arrendatarios, sobre todo si raya en el        paternalismo, puede generar el indeseable efecto general de retraer la oferta de viviendas en alquiler por el temor de los propietarios a tener que soportar   los reiterados incumplimientos de los inquilinos, máxime cuando en muchas           ocasiones la necesidad del arrendador de cobrar puntualmente la renta puede            ser tan acuciante como la del inquilino de disponer de una vivienda”.

 

Es indudable que la guillotina judicial cae ahora con más frecuencia que antes (excluyendo los numerosos supuestos de ejecuciones hipotecarias) en supuestos de retraso en el pago de la renta arrendaticia que, en la mayor parte de los casos, no hay que olvidarlo, está contractualmente contemplado expresamente como causa de resolución contractual. Por citar una de las más recientes Sentencias podemos acudir a la de fecha 27 de marzo de 2014 (RJ 2014/1530):

 

el contrato de arrendamiento urbano oneroso y conmutativo, es evidente que           la primera obligación del arrendatario es la de pagar la renta; por otra          parte, salvo cuando las partes hayan acordado que su abono se efectúe en un    solo momento, este contrato es de tracto sucesivo y el impago de una sola   mensualidad de renta puede motivar la resolución contractual.

 

            De este modo se ha declarado, como doctrina jurisprudencial, que el pago de   la renta del arrendamiento de vivienda fuera de plazo y después de    presentada la demanda de desahucio no excluye la resolución del contrato, y     esto aunque la demanda se funde en el impago de una sola mensualidad de             renta, sin que el arrendador venga obligado a soportar que el       arrendatario se retrase de ordinario en el abono de las rentas        periódicas”.

 

En definitiva, tanto propietario como inquilino deben saber que nada hay más barato que cumplir la Ley. Arriesgarse a interpretarla sin asesoramiento especializado o a incumplirla “sólo un poco” puede costarles caro. Mucho más que un abogado.

Una de las preguntas más frecuentes a las que ha de responder un abogado en sus tratos preliminares con un potencial cliente es la relativa a las costas del pleito cuyo inicio se baraja. No es una cuestión baladí puesto que una victoria procesal no es completa sin condena en costas a la parte perdedora. En una situación de crisis económica como la que padecemos, agudizada en el terreno forense por las, a mi juicio, excesivas tasas por ejercicio de la potestad jurisdiccional, la posibilidad de quien acciona de recuperar el dinero satisfecho a los profesionales que intervienen en un pleito, decanta en no pocas ocasiones la balanza y decide al justiciable a iniciar –o no- un procedimiento.

 

La teoría es bien conocida por el común de los ciudadanos, sepa o no cuál es el contenido preciso de las Leyes Rituarias.  Quien ve estimadas sus pretensiones obtiene de la parte vencida el reintegro de los pagos realizados por el vencedor a, por lo menos, su Letrado y su Procurador.  El artículo 394 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) parece claro cuando afirma que “en los procesos declarativos, las costas de la primera instancia se impondrán a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que el tribunal aprecie, y así lo razone, que el caso presentaba serias dudas de hecho o de derecho”, precisando seguidamente que para apreciar la concurrencia de esa duda “se tendrá en cuenta la jurisprudencia recaída en casos similares”.

 

En pleitos civiles encontramos que el criterio general de vencimiento suele ser respetado por los Juzgados y Tribunales. Si acaso el problema que se plantea con una cierta frecuencia es la apreciación de dudas de hecho o de derecho que suelen resultar muy discutibles pero que dan lugar a que no se produzca una expresa condena en costas a la parte vencida. La conjunción de esta práctica con el hecho grave –todavía no corregido por el Legislador- de que la tasa por ejercicio de la potestad jurisdiccional correspondiente a un recurso de apelación no es recuperable nos lleva a un escenario poco deseable: los pronunciamientos sobre las costas procesales se ventilan en la mayor parte de los casos en primera y única instancia sin posibilidad real para el ciudadano de obtener su corrección por el Tribunal ad quem. Pero sobre esta cuestión hemos de volver en otro artículo de próxima publicación dado que el objeto de éste es analizar otra cuestión más novedosa correspondiente a otra jurisdicción.

 

La condena en costas por parte de los Juzgados y Tribunales Contencioso-Administrativos es un recién llegado a nuestro ordenamiento jurídico y, como tal, todavía está dando sus primeros pasos en una jurisdicción en la que durante largo tiempo brilló por su ausencia. No parece discutible que el orden jurisdiccional en el que existe un porcentaje más bajo de sentencias estimatorias es el contencioso-administrativo. Las razones que explican tal evidencia son muy variadas y, desde luego, no pacíficas. Quienes estamos en la práctica diaria del asesoramiento contencioso-administrativo nos resistimos a pensar que el alto porcentaje de sentencias desestimatorias se deba a que el ciudadano no suele tener razón frente a la Administración. Más bien consideramos que sigue existiendo de facto una tendencia históricamente asentada a reconocer a la Administración Pública como sujeto de actuaciones bienintencionadas y, en todo caso, necesarias para el interés general. Pero la realidad es que no siempre concurre esa buena fe en la actuación administrativa que pregona el artículo 3 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJPAC)

 

El Legislador, conocedor de la tremenda dificultad de ganar un pleito contra la Administración, no quiso extender el criterio de vencimiento vigente en materia civil para la imposición de costas procesales al terreno contencioso-administrativo. Así, el artículo 139 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA), en su redacción vigente desde 1998 hasta el día 30 de octubre de 2011, establecía el criterio de condena en costas de la primera o única instancia para quien hubiere sostenido su acción con mala fe o temeridad. En la práctica esta previsión se tradujo en que rara vez se condenaba en costas a ninguna de las partes. Y ello era en algunas ocasiones evidentemente injusto porque daba lugar a situaciones procesalmente injustificables. No eran –ni son- excepcionales las actuaciones administrativas en materias tales como la sancionadora o la de delimitación del dominio público marítimo-terrestre en las que concurría una evidente caducidad. Caducidad que no era reconocida en vía administrativa, dada la desviada práctica de algunas Administraciones de considerar que someter al ciudadano a la penitencia de un proceso podría ofrecerles resultados favorables con quienes no se atrevieran a dar el paso de acudir a los Tribunales. Pues bien, en los casos en los que el justiciable, cargado de razón, acudía en defensa de sus derechos a la jurisdicción contencioso-administrativa se encontraba con que la Administración demandada, lejos de allanarse a sus pretensiones (lo que hubiera provocado con facilidad su condena en costas), solicitaba que se tramitara todo el procedimiento y se dictara una “resolución fundada en Derecho”. La práctica no podía ser más desleal y temeraria pues evitaba reconocer la caducidad en el seno del procedimiento dejando esa declaración al Tribunal correspondiente. Pues bien, ni siquiera en esos casos tan evidentes de manifiesta mala fe y temeridad en la actuación administrativa era fácil obtener una condena en costas de la Administración demandada.  La injusticia material y el perjuicio económico para el recurrente no necesitaban ulterior explicación. La Administración le condenaba con su conducta a costearse un Letrado y un Procurador a fondo perdido ante la timidez judicial a apreciar lo evidente.

 

Si hay un campo procesal en el que los demandantes no suelen ser temerarios ni hacer uso indebido de los recursos públicos ese es el contencioso-administrativo. Nadie o casi nadie pleitea contra la Administración por gusto o con el afán de demorar el cumplimiento de sus obligaciones. Básicamente porque las prerrogativas administrativas –guste o no reconocerlo- son todavía tan intensas que la suspensión de la ejecutividad de actos administrativos en vía judicial es harto infrecuente. Sin embargo, el Legislador no sólo gravó sus acciones con la temida tasa judicial sino que también decidió extender el criterio civil de vencimiento en costas al procedimiento contencioso-administrativo.

 

Así, la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal modificó el artículo 139 LJCA para establecer que “en primera o única instancia, el órgano jurisdiccional, al dictar sentencia o al resolver por auto los recursos o incidentes que ante el mismo se promovieren, impondrá las costas a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que aprecie y así lo razone, que el caso presentaba serías dudas de hecho o de derecho”. La mayoría de los administrativistas confesamos nuestra curiosidad por comprobar cómo sería aplicado este viraje procesal en la práctica forense. La sospecha era la de que se había cambiado todo para que todo siguiera igual. Empiezan a ser numerosas las sentencias dictadas en procedimientos a los que resulta aplicable la invocada reforma de 2011 y podemos afirmar que nuestra sospecha se confirma con algún matiz agradable para el ciudadano. Sigue existiendo una cierta pereza en los Tribunales a condenar en costas a quien ve desestimadas íntegramente sus pretensiones y más si esa parte es la Administración Pública.

 

Veamos dos ejemplos prácticos de sentencias recientes dictadas en recursos en los que la dirección letrada del demandante correspondió a quien suscribe.

 

La Sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de mayo de 2014 estimó íntegramente el recurso contencioso-administrativo interpuesto contra la Orden Ministerial que aprobó el deslinde de bienes de dominio público en un determinado término municipal de la isla de Mallorca con condena en costas a la Administración demandada. La estimación se produjo acogiendo el argumento del recurrente consistente en que en el procedimiento de deslinde había concurrido caducidad. Ese argumento había sido usado en vía administrativa y negado sistemáticamente por el Ministerio de Medio Ambiente sobre la base de aportar fechas de tramitación del deslinde manifiestamente erróneas. En sede jurisdiccional la razón de la oposición a la caducidad fue todavía más sorprendente e inexplicable: se pretendía justificar que el día 13 de mayo de 1999 era anterior al día 14 de abril de ese mismo año (sic).  La condena en costas ante una actuación tan temeraria parecía inevitable pero muy probablemente no se habría producido al amparo de la redacción anterior del artículo 139 LJCA.

 

Pero no todo son buenas noticias para el administrado porque los Tribunales acuden ahora con más frecuencia que antes a la socorrida facultad de limitar la cuantía de la condena en costas contemplada en el artículo 139. 3 LJCA, cuyo tenor no varió con la reforma de 2011. Lo que ocurre es que con la regulación anterior, al no ser frecuente la condena en costas, esa facultad apenas se utilizó. No son ahora infrecuentes sentencias como la del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 30 de julio de 2014. En ella, dictada en un pleito de cuantía indeterminada, se estima íntegramente el recurso contencioso-administrativo interpuesto y se anula una resolución ministerial que inadmitió una alzada formalizada en materia de reconocimiento de sexenios de investigación universitaria. Sin embargo, la expresa imposición de costas al Ministerio demandado quedó limitada a la cuantía de 500 euros. Es decir, que el recurrente ganaba el pleito pero perdía dinero (y no poco) por el uso del Tribunal de la facultad limitadora de la condena en costas prevista en la LJCA.

 

La conclusión no es ilusionante, al menos para los ciudadanos.  Sigue existiendo una tendencia a rebajar al mínimo el impacto sobre la Administración demandada de un pleito perdido. Las justificaciones que para ello pueden encontrarse son muy variadas pero probablemente todas ellas confluyan en que lo que ha de pagar la Administración es “dinero de todos” y en que conviene no adelgazar en exceso esa bolsa común. Sin embargo, tal práctica se cohonesta con mucha dificultad con el principio de igualdad consagrado por el artículo 14 de la Constitución Española pues las limitaciones de condena en costas para el administrado son muy infrecuentes (mucho más que para la Administración) y, sobre todo, con el principio de igualdad de armas que rige en toda contienda procesal. Nos guste o no, no debería existir ninguna diferencia de trato entre quienes se sientan a un lado y otro del estrado por mucho que uno de ellos sea una Administración Pública.

 

Pedro Calleja Pueyo

Abogado y Economista

Un magnífico profesor universitario de Derecho Constitucional concluía sus brillantes lecciones preguntando al alumnado si lo expuesto había quedado “suficientemente oscuro”. Esa oscuridad, deseable en cuanto obligaba al estudiante a arrojar luz sobre ella a través de la necesaria profundización en lo expuesto, se vuelve especialmente incómoda cuando el operador jurídico se ha de enfrentar a los siempre difíciles entresijos del procedimiento contencioso-administrativo.

 

La fase de ejecución de sentencia en cualquier orden jurisdiccional es fuente de numerosas controversias pues casi nunca resulta fácil hacer efectiva esa potestad jurisdiccional consistente en “hacer ejecutar lo juzgado” de la que nos habla el artículo 117.3 de la Constitución Española. En el orden jurisdiccional contencioso-administrativo podría pensarse que dado que una de las partes es casi siempre una Administración Pública que, de proceder la ejecución de la sentencia dictada, suele ostentar la posición procesal de ejecutada, su necesario sometimiento al ordenamiento jurídico (artículo 9.1 de nuestra Carta Magna) junto con el deber de adecuar su actuación al principio de la buena fe (artículo 3.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, en adelante LRJPAC) despeja el panorama procesal. Nada más lejos de la realidad. No podemos olvidar que junto a la Administración concurre al otro lado del estrado un particular o empresa (habitualmente irritados hasta la náusea con una actuación administrativa que consideran injusta) y que las pretensiones de uno y otra son enjuiciadas por un tercero cuya interpretación de la normativa aplicable no siempre es pacífica.

 

Uno de los problemas que con más frecuencia se plantea en la ejecución de sentencias que han declarado la invalidez de un determinado acto administrativo es que la Administración demandada suele dictar con posterioridad un nuevo acto que, sobre el papel, da cobertura jurídica a actuaciones inicialmente autorizadas por el acto objeto de impugnación en el procedimiento.

 

La respuesta académica al problema planteado es fácil. Baste acudir al artículo 103.4 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA) para aprender que “serán nulos de pleno Derecho los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de las sentencias, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento”. El procedimiento para que esa nulidad sea declarada es el contemplado en los artículos 103.5 y 109 LJCA. Puede resumirse en que será competente para declarar la nulidad de esos actos el órgano jurisdiccional a quien corresponda la ejecución de la sentencia salvo que careciese de competencia para ello conforme a las reglas de atribución competencial contenidas en la propia Ley Jurisdiccional. Es importante precisar que la declaración de nulidad sólo puede producirse a instancia de parte y no de oficio y que de la petición planteando esta cuestión incidental el Secretario judicial habrá de dar traslado a las demás partes personadas para que en el plazo de veinte días para alegaciones. Finalmente, el Juez o Tribunal, en el plazo de diez días (que jamás se cumple) resolverá mediante auto la cuestión planteada.

 

Hasta aquí la teoría que no parece plantear problema alguno. Pero las apariencias engañan y la realidad siempre hace aflorar obstáculos cuyo planteamiento parecería, a priori, de laboratorio universitario. La primera pregunta que pondría en apuros a cualquier alumno por aventajado que fuera es si cualquier vicio de nulidad de un acto administrativo (artículo 62 LRJPAC) es susceptible de fundamentar la cuestión incidental a la que venimos haciendo referencia. Para ser más claros podría pedirse en esta fase de ejecución la nulidad de un acto administrativo que hubiera sido dictado prescindiendo total y absolutamente del procedimiento establecido. Muchos se aventurarían a afirmar tal posibilidad y probablemente un grupo más reducido la negaría. La respuesta correcta está en ese jesuítico “depende” que tan socorrido resulta no sólo en las aulas universitarias sino en los despachos de abogados ante las incisivas preguntas de profesores o clientes, según el caso.

 

La tendencia natural del jurista (siempre ávido de que predomine la justicia material) sería de la responder que sí, que efectivamente si un acto administrativo es nulo de pleno derecho, su nulidad puede y debe ser declarada en esta fase de ejecución. Pero ese gusto quijotesco (y loable) por expulsar del ordenamiento jurídico lo groseramente contrario a él debe compaginarse con el respeto a las normas del juego. Y la Ley Jurisdiccional es muy clara cuando en su artículo 46 establece el plazo de dos meses para interponer recurso contencioso-administrativo contra los actos que poniendo fin a la vía administrativa sean considerados contrarios a Derecho por quien pretende su impugnación.

 

¿Dónde está la clave para resolver la cuestión planteada? En algo tan sencillo de verbalizar como difícil de probar. En que es requisito insoslayable para la declaración de nulidad del acto administrativo por esta vía el que haya sido dictado con la finalidad de eludir el cumplimiento del pronunciamiento judicial cuya ejecución se pretende. Si hubiera que precisar ese “depende” con el que antes respondíamos a la incómoda pregunta, habría que decir que sólo aquellos actos administrativos que incurriendo en vicio de nulidad del artículo 62 LRJPAC hubieran sido dictados inequívocamente con la finalidad de eludir el cumplimiento de la sentencia que se pretende ejecutar podrían ser atacados por esta vía incidental.

 

La casuística es, como podrá fácilmente adivinar el lector, enorme. El supuesto más frecuente y el más fácil de enjuiciar es el de aquellos actos administrativos que no hacen sino reproducir literalmente el declarado inválido si bien enmascarados tras algún ropaje tendente a disfrazarlos de acto desligado del primero. Nos encontramos así con frecuencia en el campo del urbanismo con licencias que son declaradas nulas por sentencia firme. La Administración competente para su otorgamiento considera –indebidamente- que la sentencia es mero-declarativa y que basta con aprobar unas nuevas licencias de contenido idéntico al de las anteriores (quizás con algún informe técnico o jurídico nuevo para dar apariencia de tramitación ex novo) para eludir el problema. Pero el problema no desaparece sino que se agrava pues quien impugnó la licencia inicial tiene ahora una doble vía para atacar la nueva: la de la impugnación autónoma, vía artículo 46 LJCA, en el plazo de dos meses de la nueva licencia y la de su impugnación en la pieza separada de ejecución forzosa de la sentencia para lo cual no existe plazo más allá de que no puede formularse si consta la total ejecución de la sentencia.

 

En el extremo contrario nos encontramos con un supuesto especialmente peligroso para juristas no familiarizados con el procedimiento contencioso-administrativo que les puede hacer incurrir en responsabilidad profesional. Nos estamos refiriendo a aquellos supuestos en que una Administración ve cómo uno de sus actos administrativos es declarado nulo por sentencia firme. Cabe la posibilidad de que se inicie la tramitación de otro procedimiento tendente a la obtención de un acto administrativo con el mismo contenido que el declarado nulo pero promovido, por ejemplo, por una persona física o jurídica distinta o incluso sobre la base de un proyecto diferente al del primer acto. En ese supuesto la vía de impugnación es única (la autónoma del artículo 46 LJCA) puesto que difícilmente podrá sostenerse que la Administración demandada tuvo la intención de eludir el cumplimiento de un fallo judicial cuando preceptivamente dio trámite a una solicitud promovida por persona ajena el pleito en cuestión o referida a un proyecto que no había sido objeto de controversia ni, por lo tanto, afectado por la sentencia cuya ejecución se pretende. Fiar el ataque al nuevo acto administrativo a su impugnación en fase de ejecución de sentencia debe tener la consecuencia de su desestimación con condena en costas para el ejecutante y, lo que es más grave, desde el punto de vista de la protección de su interés legítimo a que el nuevo acto sea declarado nulo, en la mayor parte de los casos concurrirá imposibilidad (por extemporaneidad) de su impugnación autónoma lo que le hará ganar firmeza y dificultar considerablemente su exclusión del ordenamiento jurídico.

 

La Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de septiembre de 2010 (RJ 2010\6629) es especialmente clarificadora cuando afirma lo siguiente:

 

Repárese que la aplicación del apartado 4 del expresado artículo 103 precisa de la concurrencia de dos requisitos. De un lado, ha de concurrir una     exigencia de índole objetiva: ha de dictarse un acto contrario a un           pronunciamiento judicial; y, de otro, debe mediar otra exigencia de tipo             teleológico: que la finalidad sea precisamente eludir el cumplimiento de           la sentencia. Y lo cierto es que en el caso examinado concurren ambas       circunstancias. En relación con la primera, el propio Ayuntamiento reconoce       que una infracción del ordenamiento jurídico como la que se razona en             la sentencia de 2008 no es suficiente para aplicar el artículo 103.4 de tanta     cita. Y es verdad, se precisa del concurso, además, de un propósito de eludir el           cumplimiento de la sentencia”.

 

Sobre la distinción entre el incidente de nulidad de un acto administrativo y la impugnación autónoma de ese acto mediante recurso contencioso-administrativo independiente, es muy pertinente citar aquí la Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de septiembre de 2010 (RJ 2010\325) que establece lo siguiente:

 

Ello procedería en el caso en el que, con exclusividad, se articulara la   pretensión prevista en el artículo 103.4 —esto es, la pretensión de nulidad de         pleno derecho de «los actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de la sentencia, que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento» —.       Mas, si bien se observa, no es esta la única pretensión que se articuló en el       proceso seguido en la instancia y que ahora revisamos desde nuestra     perspectiva casacional.

            De una parte, como ya hemos podido comprobar, junto a la acción        mencionada se suscita la acción relativa a la nulidad de fondo de los            actos   impugnados por su contrariedad material contra el Ordenamiento        jurídico. Y, de otra, porque, además, en el supuesto de autos, se articula un             recurso indirecto en relación con acuerdos anteriores a los efectiva y   directamente impugnados en autos. Obvio es que, con semejante         panorama jurisdiccional, el esquema procesal establecido por el             legislador con la expresada finalidad de proceder a la anulación de «los             actos y disposiciones contrarios a los pronunciamientos de la sentencia,          que se dicten con la finalidad de eludir su cumplimiento», carece de     acomodo, ya que, el ámbito material de las pretensiones ejercitadas por             la parte recurrente, excede, con mucho, del previsto por el legislador    (artículo 103.4 en relación con el 109 ) para el prendido incidente de ejecución de sentencia.

            Es cierto que el artículo 103.1 de la LRJCA atribuye, con exclusividad, la            potestad de hacer ejecutar las sentencias al Juzgado o Tribunal de este Orden        Jurisdiccional «que haya conocido del asunto en primera o única instancia»,        mas ello ha de ser así — como hemos expuesto— cuando, con exclusividad,   se esté en presencia de una pretensión de ejecución de sentencia, pero no en   un supuesto como el de autos en el que, junto a la acción         anulatoria prevista   en el artículo 103.4 , se articula otra basada en       infracciones estrictamente   materiales del Ordenamiento jurídico, y,    además, se añade un recurso           indirecto.

            En la  STS de 5 de febrero de 2008  ( RJ 2008, 458)   hemos señalado la diferencia entre ambas vías procesales —así como la diferente competencia    jurisdiccional para la tramitación de la pretendida vía incidental—, pues,     según se expresa, «son cosas distintas las dos siguientes:

  1. a) Una, pedir en ejecución de sentencia la nulidad de un acto administrativo porque sea contrario al pronunciamiento de la sentencia       (Artículo 103, apartados 4 y 5 de la LJCA 29/98 ).
  2. b) Otra, interponer un recurso Contencioso-Administrativo contra ese mismo            

            Tan distintas son ambas cosas, que hasta el órgano jurisdiccional competente             para resolver una y otra petición puede ser distinto. De forma que conviene en           esta materia utilizar las palabras y los conceptos con propiedad, para que el    Tribunal esté seguro de lo que se le pide».

            El motivo, pues, no puede prosperar. No tratándose de una exclusiva acción     de nulidad con fundamento en el artículo 103.4 la ejercitada en autos,   ningún            obstáculo procesal surge para que el conocimiento y resolución del          recurso se haya llevado a cabo por una Sección de la Sala distinta de la que      dictó la sentencia de la que lo ahora actuado trae causa. Cuestión, esta, a        mayor abundamiento, no planteada en la instancia e inviable, por tanto, en     esta concreta vía jurisdiccional”.

La conclusión a la que hemos de llegar es que no todo vale en sede de ejecución forzosa de una sentencia contencioso-administrativa pues en ella no se pueden ventilar con carácter sumario cuestiones para las que legalmente está previsto un procedimiento plenario en el que las partes puedan defender en debida forma y plazo sus posiciones haciendo uso de esa “igualdad de armas” íntimamente ligada al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

 

 

Pedro Calleja Pueyo

Estudio Jurídico Calleja Pueyo

Hace algunos años tuve la fortuna de conocer a un funcionario singularísimo. Su rigor en la aplicación de la Ley y su plena identificación con la Administración para la que trabajaba le llevaban a desestimar un altísimo porcentaje de los recursos que tenía competencia para resolver. Su voracidad desestimatoria no era sin embargo incompatible con un carácter amable aunque un poco socarrón. Cuando se le planteaba la posibilidad de interponer el recurso que él habría de resolver, siempre respondía, en paráfrasis refranera, “recurra, recurra, que alguna esperanza queda”. Pero no, la esperanza casi nunca se confirmaba.

 

La anterior introducción nos sirve para presentar la figura procesal del incidente de nulidad de actuaciones. Nos encontramos ante uno de los instrumentos procesales de impugnación más querido por el legislador a la hora de centrar sus ánimos de reforma. Reforma que parece estar encaminada a liberar al Tribunal Constitucional de su enorme carga de trabajo en lo que a resolución de recursos de amparo se refiere. Pero reforma que, junto con otras a las que aludiremos tangencialmente, sitúa al administrado en la peligrosa posición de quien ve limitadísimo su derecho a usar los recursos legalmente establecidos. En otras palabras, el ciudadano detecta una tendencia por parte de los órganos legislativos a procurar que sus asuntos judiciales se ventilen en una primera y única instancia en una suerte de “no moleste, oiga, que estoy muy ocupado”.

 

Volveremos en otro artículo sobre esta moda legislativa que tanto daño está haciendo a los derechos e intereses de los administrados pero baste aquí constatar que en los últimos años el recurso de apelación, el recurso de casación y el recurso de amparo han visto cómo su regulación procesal se modificaba sustancialmente para limitar los supuestos en que podían ser interpuestos, especialmente los dos últimos. Adicionalmente, la interpretación que de esas normas hacen el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional no contribuye precisamente a flexibilizar el rigor sino a potenciar las inadmisiones y con ello la sensación para quien se aproxima al complicado mundo de la toga de que estamos ante algo incomprensible, caprichoso y, en muchas ocasiones, reservado para quien tiene mucho dinero y pleitea en asuntos de elevada cuantía.

 

Pero volviendo al incidente de nulidad de actuaciones, hemos de acudir necesariamente a los artículos 240 y 241 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LOPJ). La regulación primitiva de esta figura, contenida en el primitivo artículo 240 LOPJ, se mostró pronto insuficiente. En efecto, la regla general era la de que la nulidad de pleno derecho habría de hacerse valer por medio de los recursos establecidos en la ley y sólo como singularidad se planteaba que el Tribunal pudiera declarar antes de la sentencia definitiva y previa audiencia de las partes la nulidad de todo o parte de lo actuado.

 

La Ley Orgánica 5/1997, de 4 de diciembre, de reforma de la LOPJ, con una visión más realista de los problemas cotidianos de un pleito, se adentró en la tarea de desarrollar el incidente de nulidad de actuaciones. Y lo hizo (artículo 240.3 y 4 LOPJ) con una contradicción difícilmente explicable. De inicio estableció que no se admitiría el incidente de nulidad de actuaciones para acto seguido regular, excepcionalmente, según se nos decía, su procedimiento. El objeto de ese incidente era entonces el de reparar los defectos de forma que hubieran causado indefensión o la incongruencia del fallo de un pronunciamiento insusceptible de ulterior recurso.

 

La Ley Orgánica 13/1999, de 14 de mayo, corrigió la contradicción denunciada en el párrafo anterior pues resultaba incomprensible que se regulara una figura no admitida procesalmente. A partir de esa fecha se nos dijo que “con carácter general” no se admitiría el incidente de nulidad de actuaciones, dejando su regulación en los mismos términos ya comentados.

 

Años después, la Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre, traslada la regulación al artículo 241 LOPJ. Pero es en el año 2007 en el que se produce la variación legislativa más significativa con efectos particularmente intensos sobre la protección de los derechos de los ciudadanos. La Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, de modificación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, reserva ya el incidente de nulidad de actuaciones por razones de fondo (la regulación de los defectos de forma no experimenta cambio alguno) para la vulneración de cualquier derecho fundamental de los referidos en el artículo 53.2 de la Constitución Española. Para el ciudadano medio esta reforma sólo podía merecer el aplauso en la medida en que aparentemente ofrecía un mecanismo legal más para defenderse frente a una eventual vulneración de derechos fundamentales. Pero la manzana estaba envenenada.

 

Nada parece ser gratis en materia de recursos y acciones judiciales puesto que lo que el legislador ofrece por un lado lo recorta por otro. La inclusión de la vulneración de derechos fundamentales como causa de promoción de un incidente de nulidad de actuaciones llevó aparejada una fenomenal elevación del listón de admisión de los recursos de amparo ante el máximo intérprete de nuestra Carta Magna. En otras palabras, para que se nos entienda, lo que pareció pretender el legislador fue deslocalizar el recurso de amparo y ponerlo en manos del mismo Tribunal que dicta la resolución judicial que el justiciable considera vulneradora de alguno de sus derechos fundamentales.

 

Y es aquí donde nos encontramos con el verdadero problema del incidente de nulidad de actuaciones. Muchas veces la frialdad de un texto legislativo (y más si es de contenido puramente procesal) nos hace olvidar que en su aplicación intervienen personas y que la rectificación de las decisiones adoptadas por un Tribunal rara vez viene de manos de éste sino de otro órgano superior. Quienes estamos en el día a día de la toga y los Juzgados sabemos que ningún recurso tiene un porcentaje más bajo de estimaciones que el de reposición. La misma lógica cabe trasladarla al incidente de nulidad de actuaciones. No parece razonable pensar que el Tribunal que ha dictado una sentencia vulnerando algún derecho fundamental vaya a rectificar su decisión por el hecho de que contra ella se promueva un incidente de nulidad de actuaciones. Conviene recordar aquí algo tan intrínsecamente humano como es el “sostenella y no enmendalla”.

 

Resulta obvio decir que la nulidad de actuaciones sí puede resultar efectiva para la corrección de algún defecto de forma. Tan obvio como que esos errores son altamente infrecuentes en nuestros Tribunales, especialmente en aquellos que dictan resoluciones frente a las que no cabe ya ningún tipo de recurso.

 

El camino nos lleva, por lo tanto, a un punto en el que el legislador ofrece al administrado el instrumento del incidente de nulidad de actuaciones para intentar corregir una vulneración de derechos fundamentales cometida por un órgano jurisdiccional frente a cuyas resoluciones no cabe interponer recurso. Incidente que habrá de ser resuelto por el propio Tribunal que dictó la resolución que se ataca. Y, por lo tanto, incidente condenado en un altísimo porcentaje de los casos a ser desestimado con la preceptiva condena en costas (la multa por temeridad prevista en el actual artículo 241.2 LOPJ no se aplica apenas, afortunadamente).

 

Nuevamente, los optimistas procesales manifiestan que la desestimación del incidente de nulidad de actuaciones no es el final y que precisamente la nueva regulación lo que pretendía era que actuara como filtro o tamiz pero no como barrera infranqueable para llegar al Tribunal Constitucional. Sentimos no compartir ese optimismo. En el mejor de los casos ese desvío procesal le habrá costado tiempo y dinero al ciudadano a quien le quedarán ya pocas ganas (y menos euros en el bolsillo) para acudir al Supremo Intérprete de nuestra Constitución buscando un amparo que porcentualmente cabe considerar como absolutamente excepcional. Pero es que, además, la postura del Tribunal Constitucional respecto a la admisión de recursos de amparo en relación con incidentes de nulidad de actuaciones basados en vulneración de derechos fundamentales no ha sido precisamente flexible. Y empleamos el pasado porque, como veremos seguidamente, parece que se está produciendo una razonable rectificación en su criterio para la admisión de recursos de amparo.

 

El principal problema que planteaba la nueva regulación era determinar si era necesaria la promoción del incidente de nulidad de actuaciones contra pronunciamientos judiciales que hubieran desestimado la concurrencia de una vulneración de derechos fundamentales alegada en el procedimiento por la parte demandante. El sentido común y el tenor literal del artículo 241.1 LOPJ nos llevan a pensar que no puesto que el referido incidente sólo está previsto para corregir vulneraciones de derechos fundamentales no denunciables antes de recaer la resolución que pone fin al procedimiento. Es decir, su objeto son las vulneraciones en que incurra autónomamente el propio pronunciamiento judicial. Sorprendentemente, el Tribunal Constitucional a partir de su Auto 200/2010, de 21 de diciembre (RTC 2010\200 AUTO), mantuvo la postura contraria, es decir, la de la necesaria promoción del incidente tanto para vulneraciones de derechos fundamentales procesales como sustantivos.

 

Afortunadamente ese criterio ha sido modificado no hace demasiado tiempo por la Sentencia del Tribunal Constitucional 176/2013, de 21 de octubre (RTC 2013\176), recogiendo lo apuntado en su anterior Sentencia 182/2011, de 21 de noviembre (RTC 2012\182), en la que se hace, a nuestro juicio, una interpretación mucho más razonable y, sobre todo, pro actione del artículo 241 LOPJ.

 

 

Parece que se arroja luz y seguridad jurídica sobre una situación que resultaba próxima a lo kafkiano en la cual quien promovía incidente de nulidad de actuaciones se exponía no sólo a su desestimación con condena en costas sino también a la inadmisión por extemporánea de su recurso de amparo y quien interponía directamente recurso de amparo podía sufrir su inadmisión por falta de promoción del incidente de nulidad de actuaciones.

 

Pese a la flexibilización que acabamos de relatar, la realidad es la de que el incidente de nulidad de actuaciones no ha servido para el objetivo previsto (la corrección de vulneraciones de derechos fundamentales por órganos distintos del Tribunal Constitucional) sino para desgastar anímica y económicamente al administrado y, en la práctica, para que el recurso de amparo sea cada vez más un recurso excepcional con un altísimo porcentaje de inadmisiones. Desgraciadamente aquí no cabe proclamar, parafraseando, aquello de “¡el recurso de amparo ha muerto, viva incidente de nulidad!”. Al muerto no le sustituye ningún vivo. No hay motivo para la alegría porque lo que desgraciadamente se ha producido en la práctica es un adelgazamiento del derecho de los ciudadanos a hacer uso de los recursos legalmente establecidos. Hay distintas maneras de resolver los atascos existentes en los Tribunales pero no parece que la eliminación de facto de la posibilidad de recurrir sea la mejor de las posibles.

 

 

Cuando uno sale de la Universidad, orgulloso con su título de Licenciado en Derecho bajo el brazo, tiene claras pocas cosas. Y una de ellas es que lo nulo no produce ningún efecto y no ha existido jamás. Rizando un poco más el rizo, quizás quien se haya esmerado especialmente en asignaturas como Derecho Civil o Derecho Administrativo, conozca la diferencia entre los efectos ex tunc y ex nunc. Pero algunos profesores, pretendiendo evitar tempranas y demoledoras desilusiones de los futuros abogados, ya advierten que lo que ocurre en las aulas es de laboratorio y que la realidad jurídica con frecuencia tiene poco que ver con lo que resulta de los tubos de ensayo.

 

El común de los ciudadanos también tiene asimilada la idea de que si algo es nulo no ha valido nunca. Aunque probablemente no sepa contestar correctamente a la pregunta de cuál es la diferencia entre anular y declarar la nulidad. En puridad jurídica si algo se anula deja de producir efectos hacia el futuro. Si algo se declara nulo significa que no ha tenido efectos jamás. Pero no podemos pretender que el buen padre de familia distinga esos conceptos sobre todo si tenemos en cuenta que el lenguaje se ha pervertido –incluso en el judicial- y los conceptos se entremezclan creando desagradables confusiones.

 

En el mundo del Derecho Matrimonial encontramos el ejemplo más clarificador. Cuando un Tribunal declara la nulidad de un matrimonio se crea la ficción jurídica de que no existió nunca (pese a que el sufrimiento padecido por uno o los dos cónyuges atestigüe lo contrario). Esa declaración tiene efectos ex tunc, es decir, desde el mismo día en que contrajeron matrimonio. Sin embargo, cuando un Tribunal sentencia el divorcio de una pareja esa declaración lo es hacia el futuro, no hacia el pasado. Tiene efectos ex nunc o, como dirían los anglosajones, “from now on”.

 

Son muy frecuentes las consultas de clientes que alertados por una Sentencia del Tribunal Supremo a la que posteriormente haremos referencia ponen en manos del abogado la reclamación judicial contra un banco por la inclusión en un contrato de préstamo hipotecario de la conocida como cláusula suelo. Esa figura convierte el interés supuestamente variable de la hipoteca concedida en un interés con límite inferior. En otras palabras, se introduce una barrera a la bajada del tipo de interés al que se somete la hipoteca a lo largo de su vigencia.  En algunos de esos préstamos se introduce también, pero no siempre, la denominada cláusula techo con efectos contrarios, esto es, de limitación del tipo de interés en cuanto a que no puede superar un determinado valor.

 

El consultante, con una razón práctica que no merece crítica alguna pese a no estar sustentada en ningún conocimiento jurídico, se centra en que se le valoren las posibilidades de que la cláusula suelo introducida en su contrato de préstamo hipotecario sea declarada nula (el término abusiva probablemente le resulte ajeno). Y da por supuesto, pues así lo haría casi todo el mundo que no hubiera leído la Sentencia del Tribunal Supremo de referencia, que si finalmente su demanda prospera no sólo no tendrá que padecer más esa limitación a la baja del tipo de interés de su hipoteca sino que todo lo que haya pagado de más como consecuencia de la fatídica cláusula suelo le será reintegrado por el banco.

 

Pues no, es necesario que el abogado, al modo en que actuó Hume con Kant, despierte al cliente de su sueño dogmatico. Lo primero que ha de clarificarle es que el Tribunal Supremo no ha declarado con carácter general que las cláusulas suelo sean nulas de pleno Derecho. Existe mucha confusión sobre esta cuestión y, por ello, muchas demandas presentadas con demasiada alegría y sin el necesario estudio del clausulado contractual.

 

Lo que el Tribunal Supremo ha declarado en su Sentencia 241/2013, de 9 de mayo (RJ 2013\3088) que “las cláusulas suelo son lícitas siempre que su transparencia permita al consumidor identificar la cláusula como definidora del objeto principal del contrato y conocer el real reparto de riesgos de la variabilidad de los tipos”. En otras palabras, la cláusula suelo será nula cuando el banco cree la apariencia de un contrato de préstamo a interés variable en el que las oscilaciones a la baja del índice de referencia tienen como resultado una disminución del tipo del dinero, no haya informado suficientemente al cliente de que se trata de un elemento que define el objeto principal del contrato, cree la falsa apariencia de que tiene como contraprestación inseparable la fijación de un techo, se ubique en medio de una cantidad de datos abrumadora que la enmascare, no se hayan realizado las simulaciones de escenarios diversos de la evolución previsible del tipo de interés y no se haya advertido al consumidor del coste comparativo con otros productos de la propia entidad que no la lleven incorporada. La digestión de esta manifestación contenida en el punto séptimo de su fallo necesita, muy probablemente, la intervención de un abogado.

 

Pero lo realmente sorprendente para los consumidores aunque también para los que nos ponemos la toga un día sí y otro también es que el Tribunal Supremo haya eliminado toda retroactividad de la eventual declaración de nulidad. La nulidad ha pasado a convertirse en una suerte de anulación con efectos futuros. El consumidor no recuperará en ningún caso lo pagado en exceso antes de que la cláusula suelo se declare nula. La decisión es sumamente discutible desde un punto de vista jurídico, justificable por razones de estabilidad del sistema financiero e incomprensible para el ciudadano de a pie, además de irritante para el consumidor a quien le toca padecerla.

 

Es muy cuestionable desde el punto de vista jurídico por cuanto el artículo 1.303 del Código Civil es claro cuando establece que “declarada la nulidad de una obligación, los contratantes deben restituirse recíprocamente las cosas que hubiesen sido materia del contrato, con sus frutos, y el precio con los intereses, salvo lo que se dispone en los artículos siguientes”. In claris non fit interpretatio.

 

La Sentencia que comentamos justifica su decisión en razones de seguridad jurídica y para ello cita, de entrada, el artículo 9.3 de la Constitución Española y el artículo 106 de la Ley de Procedimiento Administrativo. Para apuntalar mejor una decisión tan controvertida invoca también las Leyes de Régimen Jurídico de Patentes de Invención y Modelos de Utilidad, de Marcas y de Protección Jurídica del Diseño Industrial. Finalmente se refiere a una enmienda parlamentaria y a dos sentencias (una del propio Supremo y otra del Tribunal de Justicia de la Unión Europea).

 

Discrepamos abiertamente con las razones que se aducen. No parece que se trate de proteger la seguridad jurídica ni de una cuestión de buena fe ni mucho menos de que de declararse la retroactividad de la nulidad de la cláusula suelo se produzca un enriquecimiento injusto por parte del consumidor. La verdadera razón la confiesa el propio Tribunal Supremo cuando manifiesta que “es notorio que la retroactividad de la sentencia generaría el riesgo de trastornos graves con trascendencia al orden público económico”. En otras palabras, lo que realmente se intenta proteger es el sistema financiero español. Pero evidentemente esa protección no supone ni que el consumidor haya actuado de mala fe ni que de producirse la devolución íntegra de lo pagado en exceso por razón de la cláusula suelo se vaya a enriquecer injustamente.

 

Decíamos que la decisión es justificable en términos macroeconómicos pues no resulta difícil atisbar que de generalizarse las declaraciones de nulidad de las cláusulas suelo muchas entidades financieras podrían ver amenazada su viabilidad. El efecto dominó del sistema bancario español merece un estudio aparte pues, en último término, se trata de decidir si perjudicar a un número “asequible” de consumidores o arriesgar la salud financiera de una pluralidad indeterminada de españoles. Parece que el Supremo se convierte en gobernante y escoge el mal menor para el conjunto de la ciudadanía. Pero cabe preguntarse cómo resolverá entonces la gravísima cuestión de las acciones preferentes y obligaciones subordinadas en el que la nulidad habrá de tener aquí sí, por razones obvias, efecto retroactivo.

 

En cualquier caso, todos estos razonamientos serán muy difíciles de explicar (y, muy probablemente, imposibles de asimilar) a quien después de un largo y costoso pleito contra el banco, cuya actuación bienintencionada queda muy en entredicho, obtiene un premio secundario. Podrá eliminar la limitación a la baja del tipo de interés de su hipoteca de cara al futuro pero lo que haya pagado con anterioridad seguirá en manos de su nada apreciado banco demandado.

 

La discusión es, sin duda, de alcance pues exige volver a plantearse si los particulares deben asumir –siquiera parcialmente- la responsabilidad de hacer frente a gestiones irregulares, negligentes o incluso malintencionadas de las entidades financieras. La respuesta macroeconómica es una y clara. Tan clara como es la respuesta de la calle. En medio de esos dos extremos, nuestro Tribunal Supremo intentando que el barco (y también el banco) no naufrague en mitad de la tempestad.

 

Por lo visto, también en el Derecho donde manda patrón no manda marinero. Nuestro Patrón Supremo ha dejado en papel mojado ese latinajo que con fe ciega aprendimos durante la carrera. Quod nullum est, nullum effectum producit. Pero está a tiempo de hacernos volver al camino de la fe. Porque recordemos que estamos en un Estado social y democrático de Derecho, no sólo en un Estado de bancos, balances y cuentas de resultados.

Summum ius summa iniuria. Cicerón y su De officis siguen estando de actualidad, máxime si nos referimos a determinadas actuaciones administrativas. Que las sanciones no pueden tener finalidad recaudatoria es algo que parece conocer la inmensa mayoría de los ciudadanos. Que las sanciones no tienen finalidad recaudatoria es una de las excusas más usadas por políticos y funcionarios públicos. Pero ¿cuál es la realidad de la actividad administrativa sancionadora en España? Intentaremos dar respuesta a esa pregunta en este artículo aun reconociendo que toda generalización es por definición inexacta.

 

La normativa vigente en materia de tráfico y seguridad vial es punto de encuentro de muchos administrados que se sienten maltratados por los poderes públicos al considerar que la actuación de estos es, en la práctica, un mecanismo recaudatorio encubierto tendente a equilibrar los desajustes presupuestarios. Todos conocemos en nuestras ciudades calles o viales en los que el límite de velocidad es generalmente excedido por la mayor parte de los vehículos que por ellos transitan. También sabemos (y padecemos) que esos puntos son aprovechados con enorme frecuencia por las autoridades municipales para situar radares fijos o móviles, preferentemente no anunciados. El debate se plantea aquí en los mismos términos antes reseñados. Para el conductor cazado por exceso de velocidad, el radar no es sino una trampa recaudatoria que en nada contribuye a mejorar la seguridad vial. Para la –en este caso- muy diligente Administración local esa práctica contribuye a mejorar la seguridad de conductores y peatones y de ninguna manera tiene la finalidad de incrementar el saldo de las arcas municipales.

 

El anterior ejemplo es, probablemente, el más gráfico y cercano al ciudadano medio pero no es, ni mucho menos, el único. En distintos sectores de la actuación administrativa (y, por tal, podemos entender también el ámbito tributario) encontraremos casos igual de controvertidos. No es infrecuente que la aplicación de las normas urbanísticas, medioambientales, fiscales o de simple convivencia ciudadana de lugar a plantearse nuevamente la cuestión de si la Administración que sanciona está buscando el interés general o sólo reflotar su presupuesto.

 

No faltan opiniones en uno u otro sentido basadas en consideraciones filosóficas o sociológicas. Por un lado están los que defienden que la Ley debe cumplirse en todo momento y sin excepción y, por lo tanto, sancionarse todas las conductas que le resulten contrarias con la única limitación material de los medios que la Administración Pública tiene para controlarlas (por ejemplo, resultaría económicamente insostenible tener radares en todas las calles de una ciudad). Al otro lado se encuentran los que pretenden extender al ámbito administrativo sancionador el principio penal de que la actuación estatal debe ser el último recurso para castigar conductas especialmente peligrosas y reprobables.

 

Desde un punto de vista estrictamente normativo la aproximación a la cuestión resulta igualmente controvertida. Es difícilmente discutible que la tipificación legal de las infracciones no es papel mojado y que para su comisión está previsto un régimen sancionador con carácter general en todos los sectores de actividad regulados por nuestro ordenamiento jurídico. Pero tampoco se puede obviar la existencia del muchas veces olvidado artículo 3.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común en el que se establece que la actuación administrativa debe respetar “ los principios de buena fe y confianza legítima”.

 

La postura más radicalmente pro-Administración, seguida por no pocos Tribunales, deja sin campo de acción los dos principios reseñados. Donde la tipificación de una infracción es clara no cabe sino sancionar al ciudadano que incurre en ella. El problema cabe situarlo en la frecuencia con la que la tipificación de las infracciones no es ni mucho menos clara –la técnica legislativa es manifiestamente mejorable en muchos de nuestros Parlamentos y Asambleas legislativas- o en las circunstancias que rodean el momento de aplicación de la norma que define la infracción a los hechos que pretende sancionar.

 

Nuevamente la materia del tráfico y la seguridad vial nos ofrece un ilustrativo ejemplo sobre los vicios administrativos en la sanción de determinadas infracciones. Algunas Administraciones locales ponen especial interés en que vías que pertenecían a la red estatal o autonómica de carreteras pasen a ser consideradas viales urbanos con el pretexto de que han quedado ya integradas en la ciudad. La consideración como vía urbana lleva automáticamente aparejada que el límite genérico de velocidad sea de 50 km/h. Y no es infrecuente la situación en la que esa Administración local, aprovechando el cambio de titularidad de la vía, sitúa en ella radares para sancionar a quienes circulan a una velocidad superior a esos 50 km/h. Conductores que son los mismos que días antes circulaban legalmente por esa misma vía (antes considerada interurbana) a la misma velocidad por la que ahora son considerados autores de una infracción administrativa.

 

La postura contraria, la que de manera innegablemente interesada sostienen la mayor parte de los ciudadanos, es la de la extrema flexibilidad en la aplicación del derecho administrativo sancionador. Son muchas las voces que sostienen que las infracciones sólo deben ser sancionadas cuando suponen un grave riesgo para el interés público o, en general, para el bien jurídico susceptible de protección que motivó la tipificación de aquéllas. Volviendo al ejemplo que venimos usando, algunos ciudadanos consideran que circular a 70 km/h a las tres de la madrugada por una calle de tres carriles por cada sentido no reviste ningún tipo de riesgo susceptible de lesionar derechos de terceros y que, por lo tanto, no debería ser sancionado por mucho que esté tipificada esa conducta en la norma correspondiente.

 

Vivimos días en los que por cuestiones políticas resulta de mucha actualidad el debate relativo a la compatibilización de la voluntad popular con el principio de legalidad. Quien esto suscribe considera que tal debate es completamente artificial y estéril en la medida en que si existe el principio de legalidad es porque la voluntad de los ciudadanos, canalizada a través de los medios constitucionalmente establecidos, así lo ha querido. Particularizando la discusión al asunto objeto del presente artículo lo que interesa determinar aquí es si la aplicación estricta de la norma que tipifica una infracción puede tener efectos antijurídicos o no queridos por la generalidad de los ciudadanos. Toda respuesta genérica excluye excepciones que pueden no ser menores. En cualquier caso, entendemos que un Estado de Derecho sólo puede sostenerse desde la aplicación estricta de la Ley, sin reservas o dispensaciones distintas de aquéllas que estén expresamente previstas en la norma. Lo anterior no significa que toda actuación sancionadora de la Administración Pública sea legal por mucho que se ajuste a la letra de la Ley que pretende aplicar.

 

La solución al problema planteado probablemente esté en el siempre socorrido tertium genus aristotélico. La Justicia (con mayúsculas) sólo puede realizarse  a través de una interpretación y aplicación razonable de las normas. Pero consideramos incluso más importante que las normas que rodean la tipificación de una infracción (que son muchas) sean creadas y aprobadas siguiendo los dos meritados principios de la buena fe y la confianza legítima en la actuación de la Administración y, por ende, de los poderes públicos. En otras palabras, no creemos que el verdadero problema se encuentre en la aplicación estricta de la Ley sino en que las Administraciones Públicas hacen uso de sus facultades con una finalidad distinta de la querida por el legislador.

 

La clave es, por lo tanto, determinar si ha existido o no desviación de poder en la actuación de un poder público. Sobre este concepto nos ilustra la muy conocida Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de diciembre de 1996 (RJ 1996\9022) que en su Fundamento de Derecho Segundo clarifica la función de los Tribunales en controversias como la aquí planteada en los términos siguientes:

 

la incógnita sustancial que debemos despejar es la determinación de si bajo    la forma jurídica de la sanción impuesta, cuya finalidad en el ordenamiento es   la de castigar unos comportamientos irregulares, previamente tipificados en   las normas como infracciones, en realidad el fin perseguido por la             Administración y determinante de su solución, ha sido ajeno a la función legal            que hemos reseñado”.

 

Esa desviación se produce en muchos más casos de los que, desgraciadamente, corrigen los Tribunales. No todos son tan claros ni tan fácilmente demostrables como el enjuiciado por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en su Sentencia de 19 de enero de 1996 (RJCA 1996\134):

 

            demuestra que la actuación administrativa determinada por la intervención             «a consecuencia de un acto de gestión personal y directa» de la inspectora,          según reza en el impreso que utilizó, tenía por finalidad fundamental la             recaudación de dicha cantidad por participación en la multa en el modo      previsto por el art. 22 del Decreto de 11 marzo 1949, y no la finalidad de                      rectificación de la situación de la actora, que, dadas las circunstancias no era posible.

 

            Por tanto, de conformidad con lo establecido en el art. 83.3 de la Ley     Jurisdiccional, dicha actuación administrativa aprobatoria del acta de            invitación impulsada fundamentalmente por el interés recaudatorio de        participación de la inspectora en la multa o recargo, debería en todo caso             anularse por incurrir en desviación de poder”.

 

Negar la finalidad recaudatoria de algunas sanciones administrativas resultaría pueril y despegado de la realidad. Tanto como sería afirmar que la prueba de esa finalidad desviada es sencilla. Lo que parece recomendable es establecer filtros en el largo camino que media entre la creación de una norma y su aplicación por parte de la Administración Pública para evitar la tentación de actuar de manera desviada y alejada de los fines que debe perseguir todo proceso normativo.

 

El primer filtro debería situarse en el plano legislativo definiendo con precisión no sólo las infracciones sino la finalidad que se persigue con su sanción de modo tal que se ofrezca ab initio un parámetro interpretativo claro para el Tribunal que eventualmente deba conocer de la impugnación de una determinada actuación administrativa sancionadora.

 

El segundo filtro habría de localizarse en la concreta acción administrativa tendente a detectar la comisión de una infracción. Aplicar la Ley no sólo es necesario sino también obligatorio pero se ha hacer a todos y sin excepción. Lo que no es justificable es que una misma acción (volviendo al ejemplo utilizado, circular a una velocidad superior al límite legalmente establecido) sea sólo sancionada si quien la realiza es un particular y no cuando quien incurre en la infracción es un vehículo dependiente, directa o indirectamente, de la Administración con potestad sancionadora. Si esto ocurriera estaríamos ante un indicio o presunción suficiente para que un Tribunal anulara el acto sancionador por desviación de poder. Nada mejor que la publicidad de la actuación administrativa para verificar qué uso se está haciendo de la potestad sancionadora. Publicidad que hoy brilla por su ausencia.

 

Sin esos filtros, el éxito del ciudadano en su lucha contra una Administración desviada tendrá necesariamente que pasar por los Tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo. Y en ese tortuoso camino encontrará un problema que no es menor: probar siquiera indiciariamente la finalidad recaudatoria de la Administración a la que se enfrenta que, con la normativa vigente, tiene todas las facilidades del mundo para evitar informar sobre su actuación sancionadora en relación con una determinada materia o lugar (volviendo a nuestro ejemplo de tráfico).

 

En esta materia, como en muchas parcelas de la vida, prevenir es mejor que curar aunque ello suponga dudar de la buena fe en la actuación administrativa.